Radicalismos en auge





¿Será ésta una metáfora de las dos Españas?


Hace unos días, husmeando por internet, recalé en la página web de un periódico, centrando mi atención en una noticia en principio bastante inocente, la beatificación del monje capuchino fray Leopoldo de Alpandeire, muy venerado en Andalucía. Sin embargo la redacción de la noticia -firmada, casualidad o no, por una persona de nombre árabe- tenía muy poco de inocente y sí mucho de anticlerical sin que viniera a cuento, escandalizándose su autora de que el delegado papal recordara que durante la Guerra Civil habían sido asesinados numerosos sacerdotes y obispos españoles.

Aunque considero al laicismo -eso de al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, es decir, cada uno en su sitio- la situación más deseable, o quizá precisamente a causa de ello, nunca he sido anticlerical por principio, amén de que si se admite que una generalización siempre es injusta, no veo la razón por la que haya que hacer una excepción con la Iglesia Católica, un colectivo tan heterogéneo como cualquier otro. Por esta razón, y porque considero que las instituciones deben ser respetadas -lo que no quiere decir que no se cuestionen sus errores- siquiera por educación, me molestó sobremanera el anticlericalismo visceral que rezumaba el artículo, adobado además por unos comentarios de sus corifeos que, en muchos casos, eran del mismo jaez si no todavía más radicales.

Así pues, metí baza. En realidad tan sólo me limité a recordar que los asesinatos de sacerdotes habían ocurrido realmente, y que la única manera responsable de reivindicar la memoria histórica sería recordando los desmanes cometidos en ambos bandos, y no tan sólo en uno cualquiera de ellos. Eso fue todo, y como se puede comprobar no critiqué a nada ni a nadie.

Pero esto era mucho pedir. Pese a lo ponderado -creo- de mi intervención, le faltó el tiempo a un energúmeno para tirárseme al cuello llamando fascistas a los curas -se ve que no había oído hablar de los curas obreros ni de los misioneros- al tiempo que justificaba por ello su asesinato. Un encanto la criaturita, que poco después respondía a otro “discrepante” alegando textualmente que “el clero venía persiguiendo al personal (ciudadanos decentes, honrados y trabajadores) desde hacía 20 siglos, asesinándolos, quemándolos, torturándolos, robándoles, violándolos... el personal, lo que había hecho en alguna ocasión, había sido defenderse de ese clero”. Y se quedaba tan ancho.

Era evidente de que pie cojeaba el muchacho, y no me estoy refiriendo a su ideología política, que era muy libre de tener la que más le pluguiera, sino a su palmario extremismo, algo que, independientemente de su color, siempre me suele causar una profunda aversión. Mi respuesta fue escueta, limitándome a decir que con alguien tan sectario no tenía nada que discutir.

Pero el tipo no se calló, espetándome que no quería debatir conmigo porque a los fascistas como yo (sic) sólo se nos rebatía; todo ello, huelga decirlo, en un tono zafio y chulesco acorde con la catadura del individuo, que poco había tardado en desmelenarse recurriendo a los tópicos más sobados de la izquierda rancia, incluyendo algo tan viejo como tildar de fascista a todo aquel que mostrara la más mínima discrepancia con sus cerriles planteamientos... desde luego original no era mucho, puesto que eso ya se hacía en tiempos de Lenin.

Visto el percal lo más lógico hubiera sido ignorarle olímpicamente, pero la verdad es que le había cogido gusto a la cosa, por lo que decidí cambiar de táctica. En el fondo empezaba a divertirme, así que decidí tirarle de la lengua provocándole para que él solito se pusiera en evidencia. No voy a cansarles repitiendo el cruce de mensajes que mantuvimos durante horas, baste con decir que, pese a todos mis intentos -y, por qué no decirlo, también a mis provocaciones- no conseguí vencer su estolidez berroqueña. Evidentemente no se daba cuenta de mi táctica empecinado como estaba, sin cambiar lo más mínimo su discurso, limitándose a repetir una y otra vez la cantinela de que él con fascistas no debatía, sino que los rebatía... y vuelta la burra al molino. Al final lo dejé por aburrimiento, cansado ya del juego y de su tozudez digna de un mulo.

Sin embargo no todo este empeño fue inútil, ya que me permitió descubrir que el muy zoquete no razonaba en absoluto ni en un sentido ni en otro, limitándose a repetir como un loro una sarta de consignas aprendidas vete a saber donde. Esto me hizo reflexionar sobre que, si bien medios como internet han facilitado que todo tipo de gaznápiros tengan su momento de gloria, también han servido para poner en evidencia los tristes niveles intelectuales en los que se mueve una parte importante de la población española. Y les aseguro que no se trata de un descubrimiento precisamente agradable.

Porque el problema no es que haya zopencos pululando por ahí, al menos éstos se limitan a ser molestos resultando por lo general inofensivos. El verdadero problema surge cuando alguno de ellos consigue escalar, vete a saber como, hasta puestos de relativa responsabilidad en los cuales sí son capaces de hacer bastante daño. Por supuesto que existen filtros destinados a impedir que lleguen más allá de donde pudieran dejar de resultar inocuos, pero si bien éstos suelen funcionar mejor o peor en determinados ámbitos como el laboral, donde fallan estrepitosamente es en áreas tan sensibles como la religiosa o la política, donde pueden llegar a causar auténticos estragos.

En lo que respecta a la religión, ésta suele ser campo abonado para fanáticos de toda especie. No es que las religiones -al menos cualquiera de las más importantes a nivel mundial- hayan de conducir necesariamente a ello, pero la exigencia de una fe ciega puede potenciar la llegada a las áreas de decisión de auténticos salvajes no tanto en las que están tan jerarquizadas como la católica, sino principalmente en las más descentralizadas, como ocurre con las sectas integristas protestantes -un fenómeno típicamente norteamericano- o el islam suní.

No menos dañinos pueden resultar estos elementos en la política, y ahí está reciente el ejemplo de George Bush hijo para demostrarlo. Pero centrémonos en nuestro país, que bastantes problemas tenemos ya en casa como para pretender abarcar además los de fuera. Y es que, reconozcámoslo, España tiene un gravísimo problema con su clase política, cada vez más mediocre en su conjunto en comparación con la de tan sólo unas cuantas décadas atrás no sólo durante la democracia, sino también durante al menos los últimos años del franquismo, ya que independientemente de su catadura los políticos de la dictadura podrían haber sido cualquier cosa y ninguna buena, pero desde luego no eran en modo alguno unos cretinos.

Esta degradación de la clase política española afecta por desgracia a todo el espectro de la misma sin excepción de ideologías, empezando por el propio presidente del gobierno, siguiendo por el jefe de la oposición y extendiéndose como una mancha de aceite hasta el más humilde de los concejales de pueblo, excepciones honrosas aparte; nada que ver, pues, con el concepto de aristocracia -el gobierno de los más capaces, ojo, no el de los ceporros de sus tataranietos- acuñado por Platón. De hecho, es su antítesis.

¿Por qué ocurre esto? Por desgracia resulta algo inevitable dada la manera de funcionar de los partidos políticos, similar a la de la mafia, basada en reprimir la discrepancia interna al tiempo que se premia la fidelidad perruna al jefe -que no la lealtad- y se castiga la valía personal, lo que equivale a poner un puente de plata a los mediocres al tiempo que se interpone un muro infranqueable a quienes no lo son. Sumemos a ello no ya las corrupciones puras y duras, sino las todavía quizá más dañinas corruptelas que han acabado creando una inmensa masa de políticos profesionales -en el sentido más peyorativo de la palabra- chupando del bote a costa del erario público.

Quizá alguien esté pensando a estas alturas que he mezclado dos cosas distintas, la mediocridad y el fanatismo; pero en realidad no lo son tanto. Cierto es -ahí están los jerarcas nazis a modo de ejemplo- que se puede ser fanático sin necesidad de ser mediocre, pero lo más habitual es que un mediocre sea fácilmente fanatizable; basta con lavarle convenientemente el cerebro, algo no demasiado complicado en la mayoría de los casos. Estos han sido, confortablemente asentados en su intrínseca incapacidad de razonar, justo los que han venido alimentando durante siglos las hogueras de las revoluciones, la chusma en definitiva llamando a las cosas por su nombre.

Y, yo no sé si no estaré pecando de pesimista, lo que aprecio es un considerable incremento en el grado de radicalización -es decir, de fanatización-, en cualquiera de las diferentes vertientes ideológicas, de una parte significativa de la población española, algo que se aprecia con más intensidad si cabe en regiones como Cataluña o el País Vasco, en las que sus respectivos nacionalismos se han dedicado a comerles el coco de manera sistemática desde hace ya varias décadas.

Puede que el tipo que se emperró en tildarme de fascista, simplemente porque discrepaba de sus animaladas, fuera tan sólo uno de tantos pringados que se entretienen en soltar sus burradas de forma anónima tras el camuflaje de un alias; de hecho, lo considero lo más probable. Pero detrás de ellos siempre habrá alguien, evidentemente más inteligente, responsable de haberles imbuido unas consignas -me resisto a considerarlas ideas- lo suficientemente extremistas y viscerales como para hacer de estos tontos útiles, llegado el caso, unos peligrosos zombies.

Y el problema, insisto una vez más, es que estos zombies no sólo pululan por doquier de forma anónima sino que además, y he ahí el peligro, de mano de esta mediocrización de la política -pareja, por supuesto, con la de la propia sociedad- pueden acabar siendo muy, pero que muy dañinos. Basta con leer los periódicos todos los días para descubrir con pavor que muchos de estos elementos acaparan cada vez más las noticias, por supuesto con las consecuencias que cabe suponer. No voy a cometer el error de dar nombres concretos, primero porque están ahí al alcance de cualquiera, y segundo porque es un mal que afecta a la totalidad del espectro político, por lo que sería injusto cebarme tan sólo en ciertos partidos... aunque evidentemente siempre haya algunos todavía peores que los otros.

Si me permiten la expresión coloquial, vamos realmente de culo.


Publicado el 19-9-2010