Si los tontos volaran
Al menos estos dos eran
tontos de mentira
Ya decía Einstein que tan sólo conocía dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y que ni siquiera estaba seguro de la primera. Del mismo estilo, pero en un lenguaje de más andar por casa, nos encontramos con el famoso dicho español que afirma que si los tontos volaran no se vería el sol.
Y lo peor de todo es cuando un adoquín, alcornoque, asno, atolondrado, babieca, badulaque, bambarria, beocio, berzotas, besugo, bobo, bodoque, bolo, boludo, borrego, borrico, bruto, burro, cabestro, cafre, cazurro, cebollino, cenutrio, ceporro, cretino, corto, chiquilicuatre, estólido, estulto, estúpido, gaznápiro, gilí -y su aumentativo-, idiota, imbécil, insensato, lelo, lerdo, lila, majadero, mastuerzo, melón, memo, mendrugo, menguado, mentecato, merluzo, morral, necio, obtuso, palurdo, pánfilo, panoli, papanatas, pasmado, patán, payo, pazguato, pendejo, percebe, sandio, sanso, simple, tarado, tardo, tarugo, tolete, tonto, zolocho, zonzo, zopenco, zoquete o zote -nuestro idioma es rico en sinónimos- con ínfulas se erige en desfacedor de entuertos según le dicta su particular y poco desarrollado magín, porque en este caso sí que la hemos liado.
No en vano han sido muchos los autores -que de tontos no tenían nada- que alertaron del peligro que supone dar rienda suelta a un tonto convencido de que no lo es: No hay tonto más tonto que el tonto que se cree listo (Oliver Hardy); El peor enemigo del mundo no es la maldad, sino la estupidez (Arturo Pérez Reverte); Un necio es mucho más funesto que un malvado, porque el malvado descansa algunas veces y el necio jamás (Anatole France); Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda (Martin Luther King); De diez cabezas, nueve embisten y una piensa (Antonio Machado ); Es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda (Mark Twain); Puede que parezca un idiota y hable como un idiota, pero no deje que eso le engañe; realmente es un idiota (Groucho Marx)...
Más recientemente tenemos el ejemplo de las redes sociales, donde cualquier percebe con ínfulas se cree en el derecho no sólo de soltar sus majaderías sin el menor recato, sino también de exigir que se le tome en serio como si estuviera pontificando ex cátedra, indignándose si alguien osa llevarle la contraria; lo que demuestra de forma palmaria que si en algo hemos alcanzado la democracia plena ha sido en la estupidez universal, lo que me recuerda el conocido chascarrillo que recomienda seguir las pautas alimenticias de las moscas puesto que tantísimos millones de ellas no pueden estar equivocadas.
Pero como sobre este tema podría escribirse una enciclopedia que no cabría ni en la Biblioteca de Babel de Borges, voy a centrarme en dos percances en los que fui objeto involuntario de las iras de sendos memos; triviales, por supuesto, pero que dan buena muestra de como está el patio.
Ambos tuvieron que ver con la dichosa pandemia que ya ha cumplido un año sin dar muestras de quererse ir, en lo cual tiene mucho que ver el comportamiento de tantos cabestros que en su insensatez no sólo no miran por su salud, algo que personalmente no me importa en absoluto, sino que tampoco, y esto es lo malo, miran por la de los demás. A lo cual que suma la inepcia de los políticos que padecemos, empeñados como buenos inútiles que son en camuflarla con medidas simbólicas de dudosa efectividad real.
Una de ellas fue la implantar, en pleno confinamiento domiciliario, un sentido único en las aceras de los pasos subterráneos sin que, vete a saber por qué, lo aplicaran también a las aceras de multitud de calles cuya anchura era similar, si no inferior, a la de éstas, en muchas de las cuales ni siquiera cabía el recurso de bajarse a la calzada al cruzarse con otro peatón por estar ésta repleta de coches aparcados.
En cualquier caso, y aun sin cuestionar la idoneidad de una medida puramente simbólica, lo cierto es que fue implantada, insisto, durante el confinamiento domiciliario, por lo que yo entiendo que dejó de tener sentido una vez concluido éste por más que el ayuntamiento no se molestara en retirar los carteles, máxime cuando se permitieron aglomeraciones mucho más preocupantes como es el caso de las terrazas de los bares o los grandes centros comerciales.
Pero al parecer hay quienes, en su cortedad mental, no piensan así, si es que siquiera lo piensan. Un buen día, cruzando un paso subterráneo por la acera que no correspondía, me vi increpado por un individuo de edad avanzada -seamos políticamente correctos- que me recriminó por mi presunto incivismo. Yo iba con mi mascarilla puesta e intenté explicarle que esa norma había quedado obsoleta en las circunstancias actuales, así como lo de las aceras estrechas que acabo de comentar, consiguiendo tan sólo que empezara a sermonearme en un tono francamente impertinente. Ante la imposibilidad de razonar con semejante cenutrio, le mandé a freír espárragos y seguí andando mientras el continuaba anatemizándome con todo tipo de diatribas. Sospecho que si en lugar de tropezar con alguien como yo, de edad madura y apariencia tranquila, lo hubiera hecho con algún bípedo implume de los muchos que van por la calle saltándose las normas más básicas de convivencia, que los hay y por desgracia muchos, probablemente no se habría atrevido a decirle nada... pero le concederé el beneficio de la duda aunque ésta resulte pequeña.
No quedó ahí la cosa, puesto que unos días más tarde, ya es cuasualidad, me lo volví a cruzar exactamente en el mismo lugar y yendo yo de nuevo en dirección contraria; en esta ocasión no me dijo nada, pero si hubiera podido fulminarme con la mirada habrían tenido que barrer mis cenizas.
El segundo percance ha tenido lugar hoy mismo. Entré en una tienda y, apenas hubr franqueado el umbral, un individuo de perfil muy similar al del anterior, tanto en su apariencia como en su mala bilis, que se encontraba comprando al fondo de la misma, me increpó en tono impertinente diciéndome que no podía entrar allí mientras estuviera dentro otra persona.
Yo le pregunté con sorna si esta norma era del tendero o suya, a lo cual me respondió ambiguamente que era así. Como no estaba seguro, ya que en algunos establecimientos suelen poner carteles advirtiendo de una restricción de aforo, por lo general más simbólica que efectiva, me salí a la calle y, con una razonable dosis de mala uva, escudriñé todos los escaparates en busca del inexistente cartel. Así pues, urdí mi plan.
Cuando el celoso inquisidor franqueó la puerta, le pregunté muy educadamente donde estaba la citada advertencia, porque yo no había conseguido encontrarla. Pillado en un renuncio se puso a farfullar y, haciendo bueno aquello de que la mejor defensa es un buen ataque sobre todo, añado yo, cuando no tienes argumento alguno que esgrimir, siguió en sus trece pretendiendo acusarme de haber transgredido la ley.
Como si algo tengo claro es que resulta inútil intentar convencer a un necio de que no tiene razón, y además no me apetecía perder el tiempo ni la paciencia con semejante gaznápiro, le mandé también a freír espárragos y entré en la tienda dejándole con la palabra en la boca, porque siguió porfiando como si en ello le fuera la vida.
Por cierto el tendero, que lo debía conocer, me dijo que yo no era la primera víctima de su iracundia, y que acostumbraba a liarla todos los días.
Visto lo visto, no me extraña en absoluto que si con cosas tan nimias -y sin razón por su parte- ciudadanos presuntamente normales se ponen así, esta sociedad se esté yendo directamente al garete.
Más de lo mismo
Lamento volver a insistir en el tema, pero una de dos: O el número de tontos se ha multiplicado exponencialmente a causa de la pandemia, o a mí me están tocando muchos más de lo que resultaría estadísticamente esperable. El interior era bastante amplio y había tres cajeros en una pared, lo suficientemente separados como para que no hubiera ninguna nota restringiendo su uso, detalle éste importante. Dos de ellos, el central y uno de los laterales estaban ocupados en ese momento, mientras el otro lateral permanecía libre. Había un individuo esperando, pero como vi que no hacía el menor ademán de usarlo, me dirigí a él.
Bien, pues el interfecto, que a su limitada capacidad mental debía sumar unas considerables tendencias inquisitoriales, me increpó diciendo que había gente esperando -es decir, él- antes que yo. Yo le respondí que ese cajero estaba vacío y no había mostrado interés en usarlo, tras lo cual me saltó con la inevitable tabarra de la distancia de seguridad y bla, bla, bla... por supuesto según su particular criterio, dado que como he comentado no había nota que lo advirtiera y, paradójicamente, no era el central el que permanecía vacío, lo que hubiera permitido una mayor distancia -exagerada, diría yo- entre los usuarios de los dos laterales, sino uno de estos últimos, por lo que la separación era la misma que desde cualquiera de los otros dos.
Podía haberle mandado a hacer gárgaras, pero preferí torearle un poco. Me aparté del cajero de la discordia y le dije que lo tenía a su disposición. Y entonces, ¡oh milagro!, dejó de parecerle peligroso -era el mismo que no había querido usar, y el vecino seguía ocupado- y corrió a él cual niño tras columpio por si acaso yo se lo fuera a robar. Claro está que no me iba a quedar callado, así que le dediqué otra serie de comentarios mordaces diciéndole que estuviera tranquilo, ya que así no se podría contagiar ni pasarle nada malo.
En ese momento quedó libre el del otro extremo, el cual procedí a usar. Pero el individuo, como buen cretino que era, seguía farfullando, así que le dediqué unas cuantas estocadas verbales más del estilo de que luego a lo mejor se iría a una terraza de bar. Se picó respondiendo que él no iba a las terrazas, a lo cual le respondí muy educadamente que yo tampoco. Rematé la faena diciendo en voz suficientemente alta que cada cual era muy libre de tener miedo -en realidad estaba pensando en que cada cual era libre de ser maniático o imbécil, pero como estábamos en un lugar público y había otras personas me lo callé-, pero que los demás no teníamos por qué aguantarlos. Y como ya había sacado el dinero me marché dejándole todavía allí, aunque con escasas esperanzas de que la suerte de varas hubiera resultado efectiva, ya que por desgracia la estupidez suele ser una enfermedad habitualmente incurable.
Publicado el 18-3-2021
Actualizado el
19-7-2022