La polémica del tabaco
Ni por esas dejan de
fumar
Según todos los indicios el próximo día 2 de enero de 2011 entrará en vigor la nueva ley sobre el tabaco, en realidad un endurecimiento de la actualmente vigente desde 2006, lo que quiere decir que tan sólo después de cinco años de vigencia ésta ha demostrado tener varios agujeros que son los que ahora se pretende tapar.
Básicamente los cambios consisten en la prohibición de fumar en la mayoría de los recintos cerrados que entonces quedaron excluidos, de forma total u optativa, en la ley de 2006, por lo general los locales de hostelería -bares, cafeterías y restaurantes- y de ocio. Recordemos que la ley antigua prohibía fumar en establecimientos de este tipo que excedieran de cien metros cuadrados de superficie, salvo que se habilitaran en ellos recintos específicos para los fumadores, al tiempo que dejaba a la libre elección de sus propietarios la posibilidad de fumar o no en los locales de un tamaño menor.
En la práctica la ley, que en otros ámbitos como el laboral demostró funcionar bastante bien, aquí naufragó de forma completa. Pese a que el porcentaje de fumadores oscila, según las distintas estadísticas, en torno a un treinta por ciento de la población adulta, por lo que hubiera cabido esperar un reparto más o menos equitativo entre los bares de fumadores y los de no fumadores, lo que ocurrió fue que la inmensa mayoría de los bares y restaurantes a los que no afectaba la restricción de los cien metros cuadrados acabaron optando por permitir fumar en ellos.
Esto, que se mire como se mire supuso una distorsión total de la situación real, fue explicado por los profesionales de la hostelería en términos muy sencillos: prohibir fumar en sus establecimientos les suponía una pérdida considerable de clientes, los fumadores se entiende. Lo que ya no se entiende tan bien es por qué razón el hecho de permitir fumar no conducía precisamente a lo contrario, una fuga masiva de los no fumadores, que además eran potencialmente mucho más numerosos; salvo, claro está, que se admita que los que no fumamos llevamos tanto tiempo resignados a tragar humo ajeno, que de una u otra manera acabamos siempre cediendo ante los amigos del tabaco, mucho más inflexibles ante la disyuntiva de tener que renunciar siquiera temporalmente a él. Y por ahí deben de ir los tiros, puesto que es de sobra sabido que si se reúnen varias personas de las cuales tan sólo alguna es fumadora, será mucho más fácil que los no fumadores acaben tragándose su humo, antes de que ésta reprima su hábito por deferencia hacia los demás.
Por si fuera poco, y pese a que la ley fue consensuada por todos los partidos políticos a nivel nacional, lo que en teoría debería haberla puesto a cubierto de los forcejeos políticos, ciertos presidentes autonómicos del PP, con la madrileña Esperanza Aguirre a la cabeza, encontraron en el torpedeo de la ley una herramienta útil en su contienda política contra los socialistas, una actitud abyecta a la que no obstante se abrazaron sin el menor escrúpulo, con las consecuencias añadidas de un mayor perjuicio para los no fumadores, dado que en sus respectivos ámbitos territoriales los incumplimientos flagrantes de la ley quedaron, por lo general, impunes, no siendo extraño encontrar gente fumando tranquilamente en lugares en los que está prohibido desde hace ya mucho, como las estaciones de tren o de autobuses, incluso teniendo delante de sus narices un hermoso cartel recordatorio de esta prohibición.
De todos modos la evolución de la normativa antitabaco era previsible, tanto por la incongruencia que suponía permitir fumar en bares y restaurantes cuando estaba prohibido en cualquier otro tipo de establecimiento donde los clientes pasaban mucho menos tiempo, como por el hecho paradójico de que los trabajadores de la hostelería eran los únicos que se veían privados del beneficio de verse libres de humo en sus centros de trabajo. Asimismo, y cuestiones médicas aparte, cada vez existe una mayor conciencia, por fortuna, de que cualquier ciudadano tiene derecho a verse libre de humos ajenos. En cualquier caso, y aun prescindiendo de las citadas razones médicas ya que yo no soy ni profesional de la medicina ni ministro de Sanidad, al tiempo que pienso que cada cual es muy dueño de sus propios pulmones pero no de los ajenos, lo que tengo meridianamente claro es que los fumadores tienen perfecto derecho a fumar todo cuanto quieran allá donde no molesten.
En realidad, y esto me he hartado de decirlo, para mí el problema del tabaco es básicamente de educación, o por decirlo con más precisión, de una patética falta de ella. La piedra angular de la convivencia no es otra que el respeto a los demás, lo que lleva implícito evitarle todas las posibles molestias innecesarias. Yendo más lejos, es imperioso establecer que, en caso de conflicto entre dos derechos, el de disfrutar por algo potencialmente molesto y el de no ser molestado por ello, siempre habrá de prevalecer el segundo. Evidentemente esto es aplicable al tema del tabaco, pero también a otros muchos como el ocio o el disfrute común de espacios públicos; si a nadie le extraña que esté prohibido meter ruido en horas nocturnas, ensuciar las calles u ocupar abusivamente la vía pública en beneficio propio, tampoco debería extrañarle el derecho del no fumador a no ser molestado con el humo del tabaco.
En justicia es preciso reconocer que arrastramos la pesada herencia de unos tiempos, no tan lejanos, en los que el tabaco no sólo no era mal visto como lo es ahora, sino que incluso era un elemento de relación social de primera fila, y basta con ver una película clásica de los años 40 ó 50 para comprobarlo. Huelga decir que esto ha provocado una inercia social difícil de frenar en seco, sobre todo en las capas de población de mayor edad, para las que el tabaco nunca tuvo hasta ahora unas connotaciones negativas. Por si fuera poco la adicción que produce el tabaco es tan fuerte que muchos fumadores se ven incapaces de dominarla, a lo que hay que sumar por último la tradicional mala educación, entendiendo como tal a la despreocupación por las molestias que se pueda causar a los demás, típica por desgracia de buena parte de la sociedad española, con tabaco o sin él.
Sin embargo los avances, pese a todo, han sido notables. En la segunda mitad de los años setenta yo tuve que padecer los malos humos con los que mis compañeros de facultad ahumaban las aulas, y todavía recuerdo con extremo desagrado cuando todavía estaba permitido fumar en los transportes públicos, trenes, autobuses o aviones. Y sin embargo, ahora nos parece tan normal que en todos estos lugares esté prohibido fumar.
Lo mismo ocurrió con la siguiente vuelta de tuerca de la ley de 2006, la cual evitó situaciones como la que yo padecí durante bastante tiempoen mi centro de trabajo, con un compañero de despacho que indefectiblemente se fumaba un puro todos los días después de comer, justo delante de mis narices sin que hubiera manera alguna de convencerle de que no lo hiciera por respeto a los que no fumábamos, y les aseguro que lo intenté con bastante insistencia. Ahora no se fuma tampoco en los centros de trabajo, y también nos parece de lo más normal.
Por desgracia es una lástima haber tenido que llegar a estos extremos a causa de la mala educación de muchos fumadores a los que les traía completamente sin cuidado molestar a los demás, ya que de no haber ocurrido así se habría podido llegar a una autorregulación tácita satisfactoria para todos... pero no fue posible. Por supuesto la mala educación no es privativa ni mucho menos de los fumadores, es evidente que se manifiesta en multitud de facetas de la vida cotidiana, y cada vez por cierto con mayor frecuencia. Es muy triste, desde luego, tener que imponer prohibiciones, pero ¿qué hacer si el respeto al prójimo no funciona?
De hecho, uno de los agujeros que la nueva ley tiene no es que permita fumar al aire libre, prohibirlo sería una exageración, sino no considerar algunos casos muy concretos en los que fumar al aire libre puede llegar a molestar bastante a los demás, como por ejemplo estando sentado en un banco o aguardando en la cola del autobús. En realidad, vuelvo a insistir en ello, aquí debería funcionar simplemente la buena educación, pero me veo obligado a ser escéptico respecto a ello.
Por si fuera poco, un sector radical de los fumadores -no todos, yo conozco a muchos muy educados que asumen la necesidad de no molestar a quienes no fuman-, encabezado por algún que otro articulista de postín que suele utilizar su columna periodística para esgrimir su indefendible postura personal, se han echado al monte en plan talibán, protestando airadamente por lo que ellos consideran una intolerable intromisión en su vida privada ignorando, supongo que interesadamente, que nadie les va a impedir fumar hasta hartarse siempre y cuando no molesten a nadie, así como que su vida deja de ser privada cuando afecta a los demás. Lo curioso del caso es que para justificarse utilizan argumentos de lo más peregrino, lo que no parece importarles demasiado aun cuando sea extremadamente sencillo dejarles en evidencia ante lo incongruente de su postura.
Así, nos dicen que un bar es un establecimiento público y que, como tal, el dueño tiene perfecto derecho a elegir si se fuma o no en él, añadiendo que si a alguien no le gusta el ambiente lo mejor que puede hacer es no entrar allí. Obviando el hecho de que no parece lógico que un 30% de la población adulta haya impuesto casi de forma monopolística su hábito al 70% restante, a los que habría que sumar también a todos los menores de edad, lo cierto es que estamos hablando de una actividad molesta la cual no parece lógico que se realice en un lugar público, independientemente de que trate de ahumar a los demás, evacuar gases intestinales delante de las narices del vecino, dar la tabarra convenientemente borracho o bien cantar rancheras a grito pelado. Por lo demás este tipo de restricciones tampoco tiene nada de excepcional, empezando por el añejo Prohibido hablar con el conductor y escupir de los autobuses de mi infancia hasta la prohibición, que nadie cuestiona -aunque algunos incumplan-, de comer o beber en los transportes públicos o en el interior de las tiendas, incluyendo las de comestibles. Y si bien ir a un bar puede ser considerado como una actividad de ocio, y por lo tanto prescindible, no creo que pueda decirse lo mismo de los restaurantes y de las casas de comidas, a donde muchas veces tenemos que ir por necesidad siempre corriendo el riesgo de ver nuestra digestión ahumada por el garrulo de la mesa de al lado.
Otro argumento utilizado por estas presuntas víctimas de la intolerancia de los no fumadores, que ya es cinismo, es el sobado tópico de que el tráfico contamina mucho más que el tabaco lo cual es objetivamente cierto, aunque olvidan añadir que los coches no suelen introducir sus tubos de escape por las puertas y ventanas de los bares para gasear a los incautos parroquianos a la manera de los nazis, sino que expulsan todos sus gases al aire libre donde se va a poder seguir fumando, por cierto, además de en recintos privados. Y si ya de por sí este argumento se cae por su propio peso, a ello hay que añadir que un mal jamás justifica a otro, aunque éste sea de menor calibre que aquél; dicho en plata, es como si al reprochar a alguien por dar una paliza a otra persona, el agresor nos respondiera iracundo que mucho más graves son los asesinatos lo cual objetivamente es cierto, pero evidentemente no viene a cuento. Por supuesto que la contaminación ambiental de las grandes ciudades es un problema muy preocupante al que las autoridades municipales españolas no suelen poner coto con la energía debida, pero como excusa a favor de los fumadores no sólo resulta endeble, sino asimismo ridícula.
Sigamos con la demagogia: también se han hartado a decir que la prohibición de fumar en bares y restaurantes va a suponer una verdadera hecatombe para estos establecimientos. En realidad este tremendismo barato no tiene razón de ser, ya que en otros países europeos en los que se adoptó una restricción similar no ha ocurrido ninguna catástrofe económica. Sí cabe dentro de lo posible una cierta desorganización inicial, pero al ser la prohibición total a diferencia de la ley anterior, ahora los fumadores, incluso los más empedernidos, no tendrán alternativa a la que acudir, por lo cual tendrán que acabar acatándola salvo, claro está, que decidan no volver a pisar un bar en su vida, algo que se me antoja poco realista. Y sinceramente, si fueron capaces de aguantarse sin fumar en los transportes públicos o en el trabajo, no veo ninguna razón por la que ahora tenga que ser diferente.
Curiosamente, y volviendo al tema de la presunta -y para mí falsa- pérdida de los clientes fumadores, pudiera ser incluso que los no fumadores, una vez que no seamos ahuyentados por los malos humos, comencemos a ir más a los bares de lo que lo hacíamos antes. Porque yo, y disculpen si me pongo como ejemplo, he sido el primero en rehusar entrar en un bar al comprobar que su ambiente era poco menos que irrespirable. Y, no lo olvidemos, como los no fumadores somos muchos más que los fumadores, pudiera ser que a la larga hasta incluso salieran ganando.
En cuanto al argumento, también habitual, de que yo fumo porque quiero, y nadie tiene derecho a impedírmelo, habría que considerar que el tabaco crea adicción, y que esta adicción es tan fuerte que muchos de los que intentan dejar de fumar no lo consiguen a pesar de todos sus esfuerzos, razón por lo que la libertad de fumar ha de ser, cuanto menos, cuestionada. No obstante hasta ahora he preferido no entrar en debate sobre el tema de la perniciosidad del tabaco, ya que parto de la base de que cada cual es dueño de su salud y, a estas alturas, está suficientemente informado de los daños que éste pueda causar en el organismo.
Aunque también aquí podríamos encontrar argumentos. Puesto que vivimos en sociedad, nuestras acciones mutuas afectan a las de otras personas y viceversa, y no me estoy refiriendo ya a algo tan evidente como que fumar molesta al de al lado, sino al hecho quizá menos patente, pero no menos real, de que si alguien enferma gravemente por culpa del tabaco no es él el único -aunque sí el principal- perjudicado, ya que la sociedad tendrá que gastar en él unos recursos sanitarios que podrían haberse ahorrado o destinado a otros fines de no haber tenido el paciente ese hábito. Dicho con otras palabras, el tabaquismo cuesta mucho dinero a la sanidad pública, y en algunos países ya se ha empezado a insinuar la posibilidad de negar a los fumadores ciertos tratamientos médicos directamente relacionados con las enfermedades provocadas por el tabaco.
Yo, vaya por delante, no defiendo esta postura en absoluto, de hecho me parecería una salvajada dejar desatendida a una persona enferma por muy culpable que pudiera ser de su propia enfermedad. Pero lo que sí encuentro justificado es que las autoridades sanitarias vayan más allá de la protección a los fumadores pasivos y tomen cartas en el asunto intentando convencer a los fumadores, con una menor o mayor presión, para que intenten dejar tan pernicioso hábito, máxime teniendo en cuenta lo anteriormente apuntado de que la existencia de una fuerte dependencia a la nicotina condiciona fuertemente la voluntad de muchos fumadores. Eso sí, y aquí poco es lo que aporta la nueva ley, estas presiones médicas deberían ir acompañadas de una oferta real y práctica de programas de deshabituación al tabaco, algo que por el momento resulta casi inexistente, así como una persecución decidida del vivero de las tabacaleras, haciendo todo lo posible por impedir que los chavales jóvenes sigan aficionándose al tabaco.
Volviendo al tema del coste sanitario del tabaquismo, los fumadores responden no sin razón que el tabaco está sometido a una presión fiscal desmesurada, siendo sus impuestos una saneada fuente de ingresos para el Estado. Esto es cierto, pero esos impuestos tan desorbitados se aplican también al alcohol y a la gasolina, y si bien en el caso del tabaco y el alcohol esta penalización económica se podría justificar, no sin una dosis elevada de cinismo, alegando que son vicios, este argumento es difícilmente aplicable a la gasolina, que de viciosa tiene poco que yo sepa. La explicación, en realidad, es que se trata de mercados cautivos a los que es muy fácil exprimir sin que dejen de dar jugo, y en esto poco se diferencian los gobiernos de derechas y los de izquierdas, ya que ninguno de ellos va a renunciar de buena gana a semejante maná.
En cualquier caso, no he conseguido saber con la suficiente fiabilidad, puesto que el resultado depende de las fuentes consultadas, por lo general interesadas en un sentido o en otro, si los fumadores salen rentables al Estado por ser los impuestos recaudados mayores que el coste sanitario provocado por ellos, o si ocurre al contrario convirtiéndose así en una carga onerosa para las arcas públicas. Lo que sí resulta cierta es la hipocresía de un Estado que por un lado recauda cuantiosos beneficios mientras por el otro y al modo de Jano, el dios romano de los dos rostros, intenta acotar el tabaquismo presentándolo como un problema de salud pública.
De hecho, hay fumadores que con una lógica aplastante preguntan por qué razón, si tan perjudicial es el tabaco, no lo prohíben de una vez por todas... aunque por desgracia esto no resultaría efectivo, dado que se generaría un ingente mercado negro de tabaco de contrabando del cual no recaudaría el Estado ni un solo céntimo. De todos modos yo quisiera creer en la sinceridad del intento de nuestros gobernantes por reducir, ya que no sería posible erradicar, el porcentaje de fumadores en nuestro país, independientemente de que a título particular mi interés llegue tan sólo a que me eviten las molestias de tragar humo ajeno, dado que nada más lejos de mi intención que ejercer de censor o de vigilante de la salud de nadie, sea fumador o no.
Vaya pues por delante, por si todavía no hubiera quedado claro del todo, que yo no tengo nada en contra los fumadores, y nada más lejos de mi intención que acosarles y hacerles la vida imposible, ya que si algo no tengo es espíritu inquisidor. Por esta razón no comparto, ni apoyo, los excesos cometidos en otros países, especialmente en los Estados Unidos, que no me gustaría ver repetidos aquí, por más que sí esté de acuerdo con unas restricciones lógicas a un hábito potencialmente molesto para otras personas que, por esta razón, ha de ser reprimido allá donde pueda molestar.
Así de sencillo.
Y no ardió Troya
Pues sí, finalmente la ley antitabaco entró en vigor en la fecha prevista y hoy, tras dos años y medio de vigencia de la misma, no se aprecia el menor indicio de que haya podido contribuir a provocar la catástrofe económica vaticinada por los más agoreros... a no ser, claro está, las posibles pérdidas de las compañías tabaqueras, lo cual, sinceramente, es algo que no lamento en absoluto.
En lo que respecta al sector de la hostelería, el más vulnerable en potencia a las restricciones de la nueva ley, la verdad es que los empresarios del gremio supieron buscarse la vida instalando fumaderos en las puertas de sus establecimiento y ampliando las terrazas, y a estas alturas está ya meridianamente claro que si algo ha erosionado sus cuentas, no ha sido la prohibición de fumar en el interior de bares y restaurantes, sino la grave crisis económica que se ha cernido sobre todo el país sin diferenciar en modo alguno entre fumadores y no fumadores.
Cierto es que la picaresca española ha vuelto a dar muestras de su creatividad, por supuesto con la complicidad al menos pasiva de los ayuntamientos -o al menos de parte de ellos empezando por el de la capital de España- a la hora de forzar los flecos de la ley en beneficio propio, en ocasiones de forma bastante descarada: así, en Madrid al menos, es bastante frecuente topar en la vía pública con terrazas -a veces acaparando el espacio peatonal de forma abusiva, pero éste es ya otro tema distinto- convertidas en auténticas tiendas de campaña, con la evidente intención de proteger a sus usuarios, incluidos fumadores, de las inclemencias del tiempo. El problema es que esta iniciativa incumple la normativa que autoriza a instalar toldos o paravientos, pero no recintos cerrados, o casi cerrados, a los que sólo con un descomunal esfuerzo de imaginación se les podría considerar al aire libre, única situación en la que la ley permite explícitamente fumar. Pero como en el interior de los bares ya no hay malos humos ésta no deja de ser una molestia residual, por más que resulte ser palmariamente ilegal.
Por cierto, en mis viajes por otros países de nuestro entorno, pertenecientes a la Unión Europea, he podido comprobar que las restricciones al consumo de tabaco suelen ser muy similares a las de la ley española, por lo cual tampoco se puede decir que sus promotores se pasaran de rosca por mucho que les pese a los fumadores más recalcitrantes, o a los que viven a costa del humo ajeno. Justo es reconocer que José Luis Rodríguez Zapatero al menos sí hizo bien una cosa durante sus años de mandato, aunque visto el pertinaz boicot al que la impresentable Esperanza Aguirre sometió en su feudo madrileño a la anterior ley de 2006, me queda la duda de saber si el actual gobierno del PP, no menos impresentable que su díscola y dimitida correligionaria, hubiera sido capaz de llevar adelante esta iniciativa; pero al menos no han tocado la ley heredada de los socialistas, lo cual ya es bastante dadas las circunstancias y visto como las gastan estos personajes.
Publicado el 26-10-2010
Actualizado el
2-8-2013