Los vendedores cansinos





El genial Ibáñez ya se hizo eco hace muchos años de esta molestia



Nunca he entendido que dentro de las técnicas -o tácticas- de venta a cuerpo descubierto la principal herramienta sea el acoso y derribo del presunto cliente, quizá pensando que, si no se puede convencer a la presa por las buenas, siempre se debe intentar abatirla por puro aburrimiento. Y, para centrarnos en el tema, voy a relatarles varias experiencias propias ocurridas a lo largo de bastantes años, no necesariamente en orden cronológico.

En una ocasión tuve que echar con cajas destempladas a un vendedor, creo recordar que de alarmas antirrobo, de mi propia casa. Se le había colado a mi madre -ella siempre me ponía a mí como excusa para quitárselos de encima, pero esta vez no le funcionó- y no sólo esperó pacientemente a que llegara de trabajar sino que, inasequible al desaliento, fue capaz de encajar sin inmutarse mis cada vez más apremiantes negativas, dando un ejemplo práctico de lo que en el mundo del boxeo se conoce como un buen fajador. Vamos, que me costó trabajo quitármelo de encima -por si fuera poco lo que pretendía venderme no me interesaba en absoluto-, amén de que acabó poniendo a prueba mi educación.

Vayamos con otra historia. Me encontraba en la plaza de Cervantes de Alcalá de Henares cuando me sorprendió una violenta lluvia; huelga decir que no llevaba paraguas ni nada que me pudiera servir de protección, y además estaba en la acera mala que no tiene soportales. Lo inmediato era cruzarla a lo ancho para refugiarme en los soportales de la acera opuesta; apenas tenía que correr unos sesenta metros, pero era tal la intensidad de la lluvia que me vi obligado a refugiarme bajo el postigo de una de las casetas de la feria del libro -era el mes de abril- que entonces se celebraba, ya que al estar éstos alzados obraban de improvisadas marquesinas.

Quiso el azar que ésta correspondiera no a una librería sino a una empresa especializada en vender enciclopedias, un negocio entonces boyante aunque ahora esté extinto. Por lo general yo solía evitarlos dado que era consciente de su pesadez y del empeño que ponían en enchufarte una enciclopedia viniera o no a cuento, aparte de que yo ya tenía cubierta esa necesidad. Pero en este caso era un mal menor comparado con la lluvia, aparte de que probablemente ni siquiera debí de darme cuenta al arrimarme a la caseta que me pillaba más cerca.

Me equivocaba. El vendedor me echó el lazo antes de que pudiera escaparme, con el agravante de que era uno de esos que acostumbraban a aplicarte casi un tercer grado. Puesto que más sabe el diablo por viejo que por diablo ahora no me pasaría, puesto que me limitaría a decirle que no me interesaba y seguir adelante sin detenerme aun a riesgo de mojarme, ya que la educación tiene un límite y cuando empieza a convertirse en un lastre conviene aplicarla lo mínimo imprescindible para que te dejen en paz. Pero entonces era joven e ingenuo de mí pensaba que esgrimiendo argumentos razonables -realmente no me interesaba comprar una enciclopedia cuando ya la tenía en casa- bastaría para convencer al tenaz vendedor; qué iluso era.

El individuo no me soltaba ni a sol ni a sombra por más que intentaba explicarle las razones de mi negativa -a estas alturas, en mi desesperación, había comenzado a fantasear un poco-, por lo que último cartucho le dije algo que era verdad pero maldito lo que le importaba: que no tenía trabajo y por lo tanto tampoco tenía dinero.

Sin inmutarse, me miró prepotente soltándome algo así como que si tenía dinero para esa sortija cómo no lo iba a tener para comprarle la enciclopedia. Se trataba de un sello de oro que me habían regalado mis padres y entonces lo llevaba puesto en la mano más por compromiso que por deseo, puesto que las sortijas masculinas -excepto la alianza- nunca me han gustado; de hecho acabé quitándomela y, aunque la conservo como recuerdo, no me la he vuelto a poner. En cualquier caso fue una impertinencia intolerable, supongo que fruto de su frustración al ver que se le escapaba la presa, y también fue la gota que colmó el vaso. No recuerdo qué le respondí, pero supongo que no sería nada suave -el aguante tiene sus límites- y ahí quedó todo... o quizá fuera entonces cuando amainó la lluvia y pude escaparme al fin hasta los soportales.

Hubo algún otro caso similar, de esos que te cazaban a lazo cuando pasabas frente a un establecimiento -generalmente una cafetería o similar- cuyas instalaciones habían convertido en su madriguera. Recuerdo que en una ocasión me arrastraron literalmente al interior intentando venderme no sé qué libros, y tras soportar estoicamente el tormento -puedo llegar a ser muy cabezota cuando me lo propongo- al ver que el vendedor se rendía incurrí en la pequeña venganza de pedirle el regalo que utilizaban como señuelo -me suena que era un mapamundi al que jamás le saqué el menor provecho- como cobro por haber tenido que soportar el tostón.

Más recientemente hubo otra racha de vendedores puerta a puerta a los cuales, como medida de precaución -todavía me acordaba del que no se quería ir ni a tiros de mi casa-, procuraba no dejarles pasar. Para entonces se habían reciclado y no vendían enciclopedias -en realidad ya no existía ni la mismísima Espasa-, pero sus técnicas de venta eran similares y ellos igual de cargantes. Era la época en la que, suprimido el monopolio de Telefónica, surgieron multitud de compañías, la mayoría de ellas ya desaparecidas, deseosas de agarrar su trozo de pastel, y no todas ellas actuaban con lo que yo considero una ética profesional digna del tal nombre.

Así, un buen día llamaron a la puerta, abrí y me encontré frente a un vendedor que, muy a la americana, intentó convencerme de que su compañía, que por cierto no duró demasiado tiempo aunque sí el suficiente para acumular un considerable número de denuncias tal como supe más adelante, era mejor que cualquier otra, esgrimiendo delante de mis ojos, a modo de prueba, un folleto donde se comparaban sus tarifas con las de la competencia. Aunque no tenía el menor deseo de cambiar y tengo muy claro que jamás contrataré nada a bote pronto y sin papeles por delante, por educación y por quitármelo de encima le pedí que me dejara el folleto -una simple octavilla- para poderlo estudiar, a lo que me respondió que no podía hacerlo porque era el único que tenía. ¿Casualidad? Porque sí llevaba contratos en blanco. Ya soy demasiado viejo para que intenten engañarme de una manera tan burda.

Algo parecido me ocurrió no mucho después, esta vez con el gas. Resulta que por entonces hubo varios tejemanejes de compraventa de compañías de gas y electricidad y, por aplicación de las leyes antimonopolio -permítanme que me ría-, algunas de estas empresas se vieron obligadas a transferir a otras parte de sus clientes, por supuesto sin avisarlos siquiera y sin pedirles su consentimiento. Yo había sido uno de los afectados y me enteré de ello por el cambio de logotipo del recibo, pero tras asegurarme de que no me habían cambiado la tarifa, no le presté mayor atención. Al fin y al cabo, tanto me daba pagar a unos o a otros siempre que el importe fuera el mismo.

Pues bien, el vendedor que llamó a mi puerta se presentó como empleado de mi antigua compañía -en realidad suelen ser subcontratas, pero eso se lo callan- y me explicó lo que ya sabía, añadiendo que ésta había recurrido ante los tribunales ganando el recurso, lo que le autorizaba a recobrar a todos sus clientes perdidos.

Le respondí que me parecía muy bien, pero que si me habían cambiado de compañía una vez sin contar conmigo bien podían hacerlo de nuevo, y que mientras no me afectara a la tarifa me daba igual. Entonces él intentó convencerme de que volviendo al redil pagaría menos, algo que no cuadraba con el cambio obligatorio de compañía que me acababa de contar, e incluso recurrió a la marrullería de pedirme que le enseñara un recibo para poder decirme cuanto me podría ahorrar.

Entonces fue cuando el semáforo se puso en rojo. Le respondí rotundamente que no, añadiendo que, al ser cliente antiguo de la compañía, ellos tenían fácil saber cual era mi tarifa y cuanto me correspondía pagar, lo cual era cierto ya que entonces todavía no se había implantado la liberalización actual. Se alcanzó entonces el límite de ruptura, es decir, el momento en el que, agotada la palabrería y disparada su frustración, estos vendedores pueden reaccionar de forma digamos extemporánea o, más coloquialmente, quitándose la careta de su falsa y untuosa amabilidad.

Claro está que no todos reaccionan de la misma forma, y éste lo hizo de la peor posible: visiblemente irritado, me espetó de malos modos si quería perder dinero, a lo cual le respondí que eso era asunto mío. Huelga decir que la oferta era falsa -abogados expertos en el tema me confirmaron que a la larga siempre acababas pagando más-, y de hecho por entonces menudearon las denuncias de prácticas abusivas por parte de algunos de estos vendedores, incluyendo en los casos más graves falsificaciones de firmas en contratos que jamás vieron los afectados. Por cierto, a pesar de lo que me había dicho no me cambiaron manu militari de compañía ni tampoco vi alteradas las condiciones de mi contrato.

Aunque en estos últimos años han desaparecido prácticamente las tácticas comerciales de venta puerta a puerta, no por ello la situación es mejor ya que ahora te dan la tabarra por teléfono, algo que soporto todavía menos puesto que lo considero una invasión injustificable, y por supuesto molesta, de mi intimidad. Vaya por delante que cuando me llaman de una compañía de la que soy cliente me siento obligado a atenderlos con independencia de que lo que me ofrecen pueda interesarme o no, y en cualquier caso estos vendedores suelen ser respetuosos y generalmente no rebasan los límites de lo tolerable.

Caso muy distinto es cuando te llaman de empresas con las que tú no tienes nada que ver; en ocasiones no se sabe -aunque cabe sospecharlo- como hay conseguido al menos tus datos personales básicos, mientras en otras disparan al azar preguntando por el titular de la línea o el dueño de la vivienda. No soy yo el único que se queja de este bombardeo inmisericorde, ya que no sólo no aceptan una educada negativa sino que siguen insistiendo estólidamente aunque el nivel de cabreo de la víctima vaya progresivamente en aumento, sin que hagan el menor caso a las reiteradas peticiones de que te dejen en paz, advertencias de que estás insscrito en la Lista Robinson y ni siquiera a las amenazas de denunciarlos al organismo legal correspondiente. Como mucho pueden dejarte tranquilo durante algún tiempo hasta que vuelven a las andadas, y eso cuando no te empiezan a llegar llamadas a las que nadie responde, al parecer porque el sistema automático que las marca va más deprisa que los operadores, lo que les importa muy poco a la hora de molestar a la gente.

Aquí tengo un surtido número de anécdotas, pero como de muestra vale un botón recordaré tan sólo la vez que alguien me llamó para darme la tabarra y como le debí de contestar razonablemente irritado -procuro tratarlos, al menos al principio, con educación, por lo que me debió de incordiar bastante-, me respondió de forma airada que él estaba haciendo su trabajo, a lo que le repliqué que yo había estado muy tranquilo en mi casa sin molestar a nadie hasta que llegó él a incordiarme.

A modo de resumen, ya que no es cuestión de alargarlo demasiado, diré que aparte de la carencia de ética y de respeto de estas agresivas prácticas comerciales, lo que no entiendo es que porfíen hasta el aburrimiento con gente que les ha dicho reiteradamente que no le interesa. En mi caso lo único que consiguen con ello es cabrearme cada vez más, y desde luego si al principio tenían pocas posibilidades de llevarse el gato al agua, éstas quedan automáticamente enterradas si persisten en su acoso ya que en estas situaciones nunca cambio de opinión, por lo cual si bien puedo entender que les importe un pimiento molestar, lo que no entiendo es que persistan en machacar en hierro frío y pierdan el tiempo en algo que evidentemente cuenta con pocas perspectivas de éxito.

A no ser, claro está, que yo no responda al comportamiento mayoritario de la gente y sí les salga rentable hacer el esfuerzo por más que sean consentimientos arrancados con malas artes, porque de no ser así resultaría absurdo que dediquen esfuerzos a un trabajo presumiblemente vano. Por supuesto, de posibles escrúpulos ni hablo.

Quiero romper una lanza, no obstante, por estos sufridos vendedores que bastante tienen con afrontar un trabajo tan desagradable, que sin duda desempeñan en su mayor parte porque no disponen de otro mejor. No es a ellos a quienes critico, ni mucho menos, con independencia -siempre hay un garbanzo negro- de que alguno se pase de rosca tal como me sucedió en los episodios comentados, sino a los promotores de estos repelentes métodos los cuales ni se patean las calles, ni están todo el día llamando por teléfono, ni mucho menos dan la cara frente a sus involuntarios clientes; justo los que sin mancharse las manos sacan beneficio de la explotación laboral de sus empleados por un lado y de las injustificadas e insoportables molestias a todo aquel que tiene la mala suerte de cruzarse en su camino por el otro.

Tener que decir una vez no es aceptable y me considero obligado a responder con amabilidad y educación, pero por lo general no solemos ser Job. Yo, al menos, no.


Publicado el 11-6-2022