Leo, en EL PAIS de fecha 3 de diciembre de 2006, que el Gobierno subirá el impuesto a los coches de mayor potencia para frenar las emisiones de CO₂, en aplicación del principio de “quien contamina, paga”. Leo, también, que el Gobierno subirá asimismo el impuesto de los coches diesel, actualmente favorecidos fiscalmente, para igualarlo al de los de gasolina. A consecuencia de estas ventajas fiscales, la venta de vehículos equipados con motor diesel se ha incrementado espectacularmente en los últimos años, pasando según sus propias cifras del 12,8 % en 2001 al 65,1 % en 2004, buena parte de los cuales han sido no vehículos industriales o de uso profesional, sino turismos particulares.

Veamos ahora la otra cara de la moneda. El tan denostado CO₂ no es en modo alguno el único contaminante, ya que los motores de combustión interna emiten también otros muchos compuestos dañinos para la salud (el CO₂ es inocuo, salvo en proporciones tan elevadas que impidan la presencia de oxígeno), entre ellos las perjudiciales partículas sólidas, u hollín, si se prefiere... y da la casualidad de que los principales responsables de su presencia en el aire de las grandes ciudades son, precisamente, los motores diesel. Nos encontramos, pues, ante la paradoja de que, mientras se prohibía la gasolina sin plomo y se obligaba a instalar un catalizador a los motores de gasolina, se daba vía libre a la proliferación de unos motores mucho más contaminantes.

Cuando estudiaba en la facultad los derivados del petróleo, nos explicaban que al existir una mayor demanda de hidrocarburos ligeros (las gasolinas) que de hidrocarburos pesados (los gasóleos que consumen los motores diesel), las refinerías se veían obligadas a someter a estos últimos a un proceso, denominado pirólisis o “cracking”, que los convertía en gasolinas, lo cual evidentemente encarecía su precio. ¿Será ésta la verdadera causa de la proliferación de los motores diesel? Ya lo dijo Quevedo, “Poderoso caballero es Don Dinero...”