La dichosa limitación de velocidad





¿Exceso de velocidad? Depende de donde y de como


Está visto que no tiene remedio. En febrero de 2011 al moribundo gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero se le ocurrió la genial idea de reducir a 110 kilómetros por hora la velocidad máxima permitida en las autopistas y autovías, con el peregrino argumento de que así se ahorraba gasolina en unos momentos en los que el precio del petróleo estaba disparado. El sarao apenas duró unos meses, volviéndose a la situación anterior en el verano de ese mismo año. Por supuesto según los portavoces gubernamentales se había ahorrado no sé cuanto dinero, aunque ya se sabe que las cuentas de los políticos dejan en mantillas tanto a las de la lechera como a las del Gran Capitán... pero ésta es ya otra historia.

El caso es que en otoño de 2011 llegó al poder Mariano Rajoy y, medio año después y en mitad de la crisis económica más devastadora de las últimas décadas, portavoces gubernamentales comenzaron a insinuar la posibilidad de hacer justo lo contrario, es decir, elevar la velocidad permitida en autopistas y autovías. Huelga decir que, dada la oportunidad del anuncio con la que está cayendo, a uno le resulta inevitable sospechar que pudiera tratarse de una de tantas fintas con las que los políticos acostumbran a intentar desviar la atención de los ciudadanos de los verdaderos problemas que nos afligen, que no son precisamente pocos.

Porque la gente, evidentemente, entró al trapo, al menos en los comentarios de la noticia, y lo hizo en muchas ocasiones desde planteamientos que yo me atrevería a calificar de berroqueños, defendiendo a capa y espada tanto la oportunidad del incremento -los unos- como la inoportunidad del mismo -los otros- frente a los benéficos resultados de la efímera iniciativa zapateril. Por supuesto, albergo la sospecha de que en el fondo les movieran, tanto a unos como a otros, sus respectivas ideologías políticas, cegándoles claro está ante la posibilidad de analizar el tema desde un punto de vista técnico, el único en definitiva que desde mi punto de vista resulta útil de cara a los ciudadanos... pero ya se sabe que cuando la política enreda con el rabo más vale emigrar, y no sólo metafóricamente.

Y es que yo, ya lo he dicho en más de una ocasión, de lo que estoy en contra es de que se apliquen -aquí o en cualquier otro lado- criterios políticos o, todavía peor, propagandísticos para resolver un problema práctico, ya que lo que suele ocurrir, por lo general, es que lo acaban enredando todavía más.

El caso de la limitación de velocidad es paradigmático. Hasta 1974 no existía con carácter general, dependiendo la velocidad permitida de cada tramo de carretera en concreto. La iniciativa de implantar un límite máximo, con independencia de las condiciones de la vía, surgió al socaire de la crisis del petróleo provocada a raíz de la guerra del Yom Kipur del año anterior, y el argumento que se utilizó para ello fue el de un presunto ahorro energético que, por supuesto, el gobierno de turno no se molestó en explicar con datos fiables.

Como suele ocurrir con tantas cosas -véase el absurdo cambio de horario de verano- la limitación de velocidad se ha mantenido hasta hoy en día con algunas ligeras fluctuaciones al alza y a la baja, quedando establecida desde 1981 -excepto el breve lapso zapateril- en 120 kilómetros por hora en autopistas y autovías, 100 en carreteras con arcén y 90 en el resto de las carreteras, siempre considerando, claro está, las vías situadas fuera de los cascos urbanos.

Y para empezar, la primera en la frente: cualquier conductor con un mínimo de experiencia sabrá que esta clasificación en tan sólo tres categorías se queda muy, pero que muy corta, ya que sin salirnos siquiera del correspondiente a las autopistas y autovías nos podremos encontrar con enormes diferencias entre, pongo por caso, las autovías construidas en los años ochenta por desdoblamiento de las antiguas carreteras, y las de última generación, totalmente nuevas y con unas condiciones de trazado y seguridad infinitamente superiores. Sin embargo, el Código de la Circulación no hace la menor distinción entre ellas.

Por otro lado, voy a decir dos perogrulladas: Primero, que no existe una velocidad máxima óptima, sino que depende claro está de la carretera, y no sólo de su trazado o del número de carriles, sino también de otros factores no menos importantes como su estado de conservación, su densidad de tráfico, su señalización... lo que hace que cada una de ellas, incluso cada tramo de las mismas, necesite una limitación propia ajustada a sus propias características.

Y segundo, que los límites actuales fueron implantados hace más de treinta años -curiosamente el límite inicial de 1974 fue de 130 kilómetros por hora, aunque posteriormente sería rebajado a 100 en 1976, y vuelto a subir a 120 en 1981-, cuando tanto la red viaria como el parque automovilístico españoles eran muy distintos a los actuales. Evidentemente estos límites, calculados conforme a las características de la red viaria y el parque automovilístico de entonces, quedan hoy muy por debajo de las actuales. Todavía recuerdo que el Seat 850 de mi padre, que yo llegué a conducir, cuando alcanzaba los ochenta kilómetros por hora parecía que se iba a descoyuntar, de modo que la limitación de velocidad de entonces, que era prácticamente la misma de ahora -yo me saqué el carnet de conducir en 1978-, no pasaba de ser una entelequia, ya que resultaba de todo punto imposible alcanzarla. Y el coche que lo sustituyó un año más tarde, un flamante Ford Fiesta que no llegaba a los 1.000 cm3 de motor -se quedaba en los 957-, tampoco se puede decir que llegara mucho más allá.

Ahora, por el contrario, cualquier coche marcha perfectamente desahogado a quizá cuarenta kilómetros más, como poco, que estas entrañables reliquias, e incluso es más seguro que éstas en caso de accidente. Eso sin contar, claro está, con las carreteras, mucho más seguras -inclusos las locales- que las de entonces.

En cualquier caso tampoco estoy defendiendo un alza indiscriminada de los límites de velocidad, sino una adecuación de los mismos a las características de cada vía suprimiendo, eso sí, los rígidos y obsoletos topes actuales. Advierto, para evitar malentendidos, que no me gusta correr y que procuro no rebasar las limitaciones de velocidad, con independencia de que las encuentre justificadas o no. Pero que no me guste correr no implica lo contrario, ya que tampoco acostumbro a ir más lento de lo que razonablemente me permita la vía.

Se da la circunstancia de que muchos defensores de la limitación actual, o incluso de otra todavía más drástica, suelen argumentar que ir más lento es ir más seguro, lo cual es totalmente falso. Cada carretera tiene su velocidad óptima, y si bien rebasarla puede acarrear peligro, ir a paso de tortuga crea otras complicaciones no menos deseables, quizá no tanto para el conductor lento como para con quienes comparte la vía, de modo que el socorrido “yo voy despacio, y el que tenga prisa que me adelante” no es de recibo. De hecho, yo suelo temer casi más a los torpes que a los fittipaldis, ya que si bien los primeros no suelen tener accidentes -difícil, a esa velocidad-, sí, pueden, con su impericia, involucrar en ellos a otros conductores. En cualquier caso no se trata de gustos personales, sino de buscar la solución más adecuada a cada caso.

Luego está, claro está, el enfoque malpensado. Casualmente, en muchas ocasiones los radares están colocados no en los lugares en los que un exceso de velocidad es realmente peligroso, como sería lo lógico, sino en tramos rectos donde los conductores se relajan o bien en lugares, como una pendiente hacia abajo pronunciada, en los que el coche se te embala antes de que te puedas dar cuenta y pisar el freno. Teniendo en cuenta que los propios agentes de la Guardia Civil han denunciado en más de una ocasión presiones de sus superiores para imponer un número mínimo de multas al día, pues qué quieren que les diga.

Súmese a ello el hecho de que la inmensa mayoría de los coches, pese a ser cada vez más sofisticados, carecen de algo tan obvio como un limitador de velocidad, por lo que puede ocurrir -y de hecho ocurre- que en determinados momentos el coche se te acelere un poco más de la cuenta, rebasando puntualmente el límite de velocidad permitido antes de que te dé tiempo a frenar. Como sabe cualquier conductor, no es posible estar permanentemente pendiente de la aguja del cuentakilómetros, e incluso esto podría ser causa de un posible despiste. Pese a ello, los radares actuales -salvo los anunciados radares por tramos, que desconozco si estarán ya operativos- no miden la velocidad media en un tramo potencialmente peligroso, como sería lo lógico, sino la velocidad puntual en el momento en el que el coche penetra en su radio de acción, lo cual no es precisamente lo mismo... aunque beneficioso para Hacienda.

En resumen: para mí, en la situación actual se suman en distinto grado al menos tres factores diferentes, todos ellos igualmente indeseables: los intereses políticos, de uno u otro signo, adobados con la tradicional inercia de la Administración para enmendar sus errores; los intereses económicos, dado que las multas de tráfico son una saneada fuente de ingresos para Hacienda y, también en muchas ocasiones, la negligencia del Ministerio de Fomento -o de las administraciones competentes en cada caso- a la hora de mantener en buen estado las carreteras, causa de un número importante de accidentes en los que el conductor no tiene la menor culpa, pese a lo cual Tráfico siempre le responsabilizará por sistema.

Y quienes pagamos el pato somos, como siempre, nosotros.


Publicado el 12-6-2012