Hasta que la muerte nos separe





Atado y bien atado. Fotografía tomada de la Wikipedia


No cabe duda de que una de las peores situaciones posibles a la que se puede enfrentar el consumidor es la de un monopolio, legal o de hecho, ante el cual no le queda más remedio que resignarse con el trágala impuesto manu militari. Es por esta razón por la que han sido numerosas las leyes que, a lo largo del tiempo, han promulgado los diferentes países de cara a impedir, o en su caso regular, -los monopolios estatales han sido tradicionalmente una saneada fuente de ingresos para las haciendas públicas- los monopolios de determinados productos, antiguamente llamados mercancías estancadas... sí, de ahí viene justamente el vestigio histórico de los establecimientos de venta de tabaco, un tradicional monopolio estatal junto con otros ya desaparecidos -y en su día odiados- como los de la sal, de los fósforos, de los naipes o de los sellos de correos, entre otros.

Y aunque hasta fechas muy recientes no nos libramos de otros monopolios históricos como el telefónico, hay ocasiones en las que sin haberlo formalmente, como ocurre con las gasolineras, las compañías eléctricas o los bancos, a la hora de la verdad la competencia real deja bastante que desear, para desesperación de unos ciudadanos a los que en poco les beneficia cambiar de compañía dado que todas ellas vienen a estar cortadas por el mismo patrón.

Pero en cualquier caso estamos hablando de monopolios, u oligopolios, impuestos; cosa muy distinta es cuando el propio consumidor es el que mete voluntariamente la cabeza en el cepo, máxime si tiene otras opciones mejores para elegir. Estoy hablando, claro está, de los mercados cautivos, el sueño dorado de cualquier empresario que, sin necesidad de obligar a nadie -ni legalmente ni en la práctica-, consigue incrementar su rebaño. Un ejemplo claro, aunque con reparos, de este tema es el de las impresoras, donde los fabricantes -todos los fabricantes- se las apañaron para que los cartuchos de tinta que periódicamente hay que renovar fueran mutuamente incompatibles entre unas marcas y otras de modo que tuviéramos que comprárselos a ellos a unos precios a todas luces disparatados, hasta el extremo de que al cabo de cierto tiempo acababas gastándote mucho más dinero en cartuchos que lo que había costado la propia impresora. Por fortuna pronto comenzó a surgir un floreciente mercado de cartuchos clónicos o reciclados a unos precios bastante más razonables, aunque estimo que las autoridades deberían haber arbitrado medidas obligando a los fabricantes -supongo que sería técnicamente posible hacerlo- a diseñar cartuchos en los cuales lo único que hubiera que reponer fuera el depósito de la tinta o del tóner, en vez de todo el artilugio tal como es preciso hacer ahora. De paso se evitaría tirar a la basura los cartuchos usados, algo que conforme a la doctrina oficial de ahorro de materias primas -por desgracia sólo de cara a la galería- no se puede decir que viniera mal del todo.

Pero no es esto lo peor de todo. Al fin y al cabo si necesitamos una impresora, y mucha gente la necesita, no tendremos más remedio que pasar por las horcas caudinas de los abusivos precios de los cartuchos -salvo que recurramos a los clónicos o reciclados-, ya que independientemente de la marca que elijamos ésta siempre intentará exprimirnos todo cuanto pueda con los dichosos cartuchos.

No, insisto, todavía podría ser peor. Imaginemos, por ejemplo, que una marca puntera en el mercado pusiera a la venta unas cafeteras que sólo funcionaran con unos cartuchos especiales de café molido... que casualmente vendieran sólo ellos, lo que supondría un cambio radical en los hábitos de compra de sus posibles clientes dado que hasta entonces siempre se habían comprado la cafetera por un lado y el café por otro, de forma que cada cual podía elegir las marcas que mejor le apetecieran sin ningún tipo de cortapisas, o cambiar de una a otra según su conveniencia.

Quienes compraran estas nuevas cafeteras, que de baratas no tendrían nada, se estarían atando a ellas hasta que la muerte -de la cafetera, se entiende- los separara, ya que se verían obligado a comprar obligatoriamente las citadas cápsulas de café que, obviamente, tampoco serían baratas. Y por si fuera poco, las capsulitas de marras tan sólo se venderían por internet -con el consiguiente incremento en el precio a causa de los gastos de envío- o en las tiendas especializadas de esta marca, apenas unas pocas en las ciudades más importantes del país y tan sólo un puñado en toda España, con cual encima habría que hacer cola además, con un poco de suerte, para adquirirlas.

Por supuesto las cafeteras serían muy buenas y el café exquisito, a lo cual habría que sumar una eficaz campaña publicitaria, con rostro conocido incluido. Ahora bien, en estas condiciones ¿merecería la pena hipotecarse -cafeteramente hablando- in saecula saeculorum?

Claro está que estamos hablando, vuelvo a repetirlo, de un caso hipotético que dudo mucho que podamos ver convertido en realidad, ya que ¿quién se iría a atar de esa manera? Y es que, en lo que a mí respecta, yo preferiría seguir comprándome mi café favorito en el supermercado de la esquina, en grano o molido, y prepararme mis cafés en una cafetera de las de toda la vida. Quizá no supiera tan rico, pero no me importaría, ya que lo habría elegido yo, y podría cambiarlo por otro siempre que me apeteciera.

¿O no?


Publicado el 6-5-2011