Mis tribulaciones con un cortador de barba
Tampoco era tan
difícil lo que yo quería...
Les voy a contar mi última tribulación -por ahora- en mi cruzada particular contra la dichosa obsolescencia programada, en esta ocasión materializada en un modesto cortador de barba.
Puesto que desde hace bastantes años vengo dejándome barba, utilizo para recortármela uno de estos adminículos que no dejan de ser una variante de la maquinilla de afeitar de toda la vida, salvo que en vez de afeitar recortan el pelo a diferentes alturas en función del cabezal elegido. Es decir, se trata de algo tan sencillo como unas cuchillas movidas por un pequeño motor eléctrico. Estos aparatos me suelen durar varios años, tras lo cual las cuchillas comienzan a embotarse y a cortar mal y, como ¡oh, casualidad! no es posible cambiarlas por unas nuevas, no queda otro remedio que comprar un cortador nuevo.
Sin embargo, lo que me ocurrió con el último fue algo diferente y digno de ser contado. Resulta que el artilugio, en vez de ir directamente enchufado a una toma de 220 voltios de las de toda la vida, funcionaba con unas baterías recargables a las cuales, evidentemente, se las podía recargar enchufándolas a una toma de 220 voltios etcétera, etcétera... vamos, como en los chistes de Gila.
Conste que soy plenamente consciente de las ventajas de muchos artefactos inalámbricos, de los cuales yo soy el primero en beneficiarme, tales como los teléfonos -los de casa, evidentemente, no los móviles-, las cámaras fotográficas, los ordenadores portátiles, los cada vez más numerosos mandos a distancia o, apurando el sibaritismo tecnológico, los teclados y los ratones de ordenador. Pero puesto que lo normal es afeitarse, o recortarse la barba, frente al espejo del cuarto de baño, al lado del cual siempre aparece un oportuno enchufe, díganme ustedes la necesidad que hay de que estos aparatos puedan funcionar sin cable... y no me vale la excusa de que así se podrían utilizar en un viaje, puesto que no me imagino a nadie realizando estas operaciones de acicalado personal en, pongo por caso, un tren o un avión, incluso contando con un espejito del tipo de los empleados por las féminas para retocarse el maquillaje, ya que de no tenerlo prefiero no imaginarme siquiera los resultados. Eso sin contar, claro está, con que probablemente tampoco les haría demasiada gracia a sus vecinos de asiento.
Por si fuera poco, el capricho del cortador inalámbrico tiene también sus inconvenientes. Para empezar, y como cabe suponer, yo no me recorto la barba todos los días, una apreciable ventaja, por cierto, sobre quienes sí se tienen que afeitar de forma cotidiana. Y mientras no lo hago el cortador está guardado en un cajón, es decir, desenchufado. En consecuencia, resultaba irritantemente habitual encontrarme, a la hora de utilizarlo, con las baterías descargadas, debiendo esperar un rato hasta poder usarlo... enchufado a la red, por supuesto.
Otra pega no menos importante, cuanto menos para los sufridos usuarios, es que un cacharro inalámbrico es bastante más complicado, y por consiguiente también más caro, que su equivalente de batalla, ya que tiene que incluir no sólo las ya citadas baterías recargables, sino también un cargador-transformador para convertir la corriente alterna de 220 voltios en una continua del voltaje suministrado por las baterías, normalmente tan sólo unos pocos voltios.
Si a ello le sumamos que las baterías recargables acostumbran a ser lo primero que se estropea de todo el conjunto, podrán hacerse ustedes una idea de lo que me acabó ocurriendo con el dichoso cortador... con el agravante de que, a diferencia de otros muchos pequeños aparatos que las utilizan, aquí no era posible aparentemente cambiarlas... de hecho, ni siquiera resultaba sencillo abrir la carcasa para sacarlas.
Así pues, decidí comprar un cortador de barba nuevo. Me fui a un establecimiento perteneciente a una conocida cadena de electrodomésticos e informática, busqué a una vendedora y le dije que quería un cortador de barba que funcionara sin baterías, sólo con cable.
Sencillo, ¿no? Pues bien, a la vendedora no le pareció así, y tras advertirme que la mayoría de estos aparatos venían ya con las dichosas baterías, intentó convencerme de las ventajas del invento. Al llegar a este punto yo, que tenía meridianamente claro lo que quería o, por hablar con mayor propiedad, lo que no quería, podría haberle dicho que eso era asunto mío, o que me lo prohibía mi religión... pero tonto de mí, cometí el error de explicarle amablemente que el anterior me había dado muy mal resultado y que, puesto que consideraba innecesaria tal prestación, prefería prescindir de ella.
La vendedora, quizá por un exceso de celo, empezó a rebatirme mis argumentos intentando convencerme de que el culpable de que se hubieran fastidiado las baterías había sido yo por no recargarlas convenientemente, y que si lo hacía como era debido bla, bla, bla... A mí, la verdad, me suele fastidiar bastante que intenten convencerme de algo sobre lo que yo ya estoy suficientemente convencido, amén de que por cuestiones profesionales creo entender razonablemente algo sobre el tema de las baterías recargables... empezando porque los cortadores de barba y, supongo, también las máquinas de afeitar, siguen estando equipados vete tú a saber por qué, con las obsoletas baterías de níquel-cadmio, mucho menos efectivas que las nuevas de metal-hidruro -las que llevan los teléfonos móviles- y asimismo lastradas por el engorroso problema del efecto memoria, al que hacía alusión la vendedora, consistente en que, si no se cargan y descargan convenientemente, acaban perdiendo capacidad de forma bastante rápida.
En cualquier caso yo seguí insistiendo en que quería un chisme que no fuera recargable porque, por encima de todo, no lo necesitaba, mientras mi contrincante, inasequible al desaliento, comenzó a rozar los límites de la impertinencia en vez de dejarme en paz una vez comprobado que no estaba dispuesto a dejarme convencer. El resultado fue que me acabé largando de la tienda poco menos que bufando y con la alarma de la irritación a punto de saltar. Por supuesto, no les compré el cortador.
Me queda tan sólo relatar el final de la historia. Al lado del susodicho establecimiento hay otro de características similares pero de una cadena de la competencia, así que me bastó con cruzar una calle, doblar la esquina y entrar en él. Y, ¡oh, milagro!, encontré un cortador de barba, de una de las marcas más conocidas de pequeños electrodomésticos, que no tenía baterías recargables ni zarandajas por el estilo. Es decir, justo lo que quería.
De paso, costaba como la mitad de lo que me pedían por los otros. Por supuesto lo compré, y estoy tan contento con él.
Publicado el 4-1-2013