¿Dónde va Vicente?





De un tiempo a esta parte vengo leyendo en diferentes medios, principalmente en las secciones de informática de los periódicos, el canto fúnebre por los ordenadores de sobremesa, también conocidos bajo el barbarismo innecesario -y todavía más el plural anglosajón- de PC’s, dicho sea esto último tan sólo para puntualizar las cosas.

Las razones esgrimida por los augures de esta muerte presuntamente anunciada no son otras que el auge que han cobrado en estos últimos años los diferentes cachivaches de bolsillo tipo teléfonos inteligentes -me niego a usar el aberrante barbarismo con el que son denominados-, tabletas y similares, en detrimento de los equipos clásicos como los ordenadores de sobremesa o los portátiles. Con lo cual, extrapolando alegremente, llegan a la conclusión de que en pocos años estos últimos desaparecerán indefectiblemente del mercado por falta de demanda.

Claro está que sobre esto conviene matizar bastante, ya que este tipo de razonamientos me recuerda a aquellos que calculaban, pongo por ejemplo, que los descendientes de una única pareja de roedores al cabo de un determinado número de generaciones acabarían acumulando la totalidad de la biomasa de la Tierra... algo que, evidentemente, no ocurre.

Por esta razón, aparte de que muchos periodistas parecen ignorar conceptos matemáticos tan básicos como el de las asíntotas, conviene también tener en cuenta toda una serie de mecanismos “reguladores” que, en el ejemplo citado, serían los depredadores que mantienen a raya el número de roedores existentes en el planeta y, en el de la informática, las demandas reales del mercado por encima de las modas o los hábitos más o menos efímeros.

Porque, conviene no olvidarlo, el uso masivo de la informática de consumo es, básicamente, para consumir ocio en sus diferentes variantes, de modo que sólo una pequeña parte del tiempo que emplea un usuario medio -basta con ir soportando sus chácharas en los medios de transporte público- lo dedican a actividades, digamos, serias. Incluyendo, claro está, las conversaciones telefónicas.

Eso, claro está, sin contar con que el ordenador sigue siendo la herramienta de trabajo de mucha gente, y yo no le veo las ventajas, pongo por caso, a utilizar una suite informática en una pantalla canija que por no tener, no tiene ni teclado.

Y ahora, si me lo permiten, voy a personalizar. Quizá sea porque tengo ya mis añitos, pero lo cierto es que, al día de hoy, no he conseguido librarme de mi alergia a estos chismes. De hecho mi teléfono móvil, que sólo uso cuando no tengo un teléfono fijo a mano, tan sólo sirve para hablar... y no quiero más historias, ya que las fotos las hago con una cámara digital, me conecto a Internet por un ordenador, etc.

Antes de que alguien sienta la tentación de catalogarme junto al hombre de Atapuerca, voy a dar una explicación: no soy tecnófobo en absoluto, es más, me parece estupendo que dispongamos de una panoplia tecnológica lo más amplia posible... para que cualquiera pueda elegir aquello que más le convenga, que no tiene por qué coincidir con lo que le conviene al vecino. El problema es que una regla tan evidente choca frontalmente con los intereses económicos de las grandes corporaciones, las cuales suelen tener alergia a la dispersión y prefieren, puesto que les sale mucho más rentable, que todas las ovejas pasten en el mismo prado. Y aquí viene el problema, cuando ves que están intentando de forma descarada conducir tus pautas de uso, o de consumo, justo hacia donde ellos quieren, y no hacia donde a ti en realidad te interesa.

No niego que estos cachivaches -smartphones, ya me salió el palabro, o tabletas- puedan serles útiles a muchos, pero puedo asegurarles que no me lo resultan a mí. En casa me apaño perfectamente con un ordenador de sobremesa, que no uso precisamente para jugar ni para mandar mensajitos idiotas, y cuando voy de viaje uso un portátil pequeñito de diez pulgadas, pero con su correspondiente teclado... porque, da la casualidad, me resultan incómodas y engorrosas las pantallas táctiles, aparte de que me gusta ver las cosas en una pantalla razonablemente grande.

Evidentemente no intento convencer a nadie sobre mis preferencias, pero tampoco quiero que intenten imponerme a mí algo que ni me gusta ni me resulta ni cómodo ni útil. El problema, vuelvo a repetirlo, es que corren malos tiempos para todos aquellos que no queremos dejarnos arrastrar por la mayoría, una mayoría que muchas veces ni siquiera se ha molestado en elegir por sí misma sino que, simplemente, se ha limitado a dejarse arrastrar por ser éste el camino más cómodo.


Publicado el 23-9-2015