Mercaderes del espacio
(y no es ciencia
ficción)
Éstos, por lo
menos, eran simpáticos
Pese a lo que pudiera sugerir su título, este clásico de la ciencia ficción, escrito por Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth en 1953, nada tiene que ver con aventuras espaciales de ningún tipo, ya que lo que esta novela describe, como es sabido, es una utopía social mediante la cual se intentan denunciar los excesos a los que podría conducir una mercantilización desaforada de una sociedad, ambientada en un futuro no demasiado lejano de los autores, en la que el verdadero poder es el económico, de forma que la democracia tradicional, aunque formalmente continúa existiendo, ha quedado reducida a un simple cascarón vacío, bajo el cual se camufla un feroz neofeudalismo empresarial que hace que los verdaderos dueños del planeta sean los presidentes de las grandes corporaciones industriales, mientras el otrora todopoderoso primer mandatario de los Estados Unidos se ve reducido a la categoría de un simple e insignificante hombrecillo sujeto a los dictados de sus todopoderosos amos.
Aunque siempre se ha defendido, como uno de los principales valores de la ciencia ficción -de la buena ciencia ficción-, su potencial profético o, si se prefiere utilizar una expresión menos comprometida, su capacidad para prever posibles situaciones futuras de la humanidad, en esta novela nos encontramos frente a uno de los ejemplos más evidentes de ello, quizá por encima incluso de obras maestras tales como las archiconocidas Un mundo feliz o 1984... porque por desgracia, nos guste o no, y evidentemente no es éste un motivo de satisfacción, las advertencias de Pohl y Kornbluth, que pudieran haber parecido exageradas en su momento, tan sólo poco más de cincuenta años después se han revelado abrumadoramente verosímiles... si no es que se han quedado cortas.
Ante tan tajante afirmación puede que alguien me tilde de exagerado y agorero, pero lo cierto es que, cuanto más miro a mi alrededor, más veo cernirse sobre nosotros la ominosa sombra de un poderío económico desbocado que, libre de las restricciones y los escrúpulos del imperfecto, pero pese a todo siempre preferible, sistema político democrático, atenaza cada vez más a unos ciudadanos que, paradójicamente, parecen estar conformes y satisfechos en su gran mayoría con la moderna y tecnológica versión del antiguo pan y circo que hace dos milenios inventaran los emperadores romanos.
Poco vale en la práctica que, merced a un cambio político, llegue al poder un partido que teóricamente debería ser más sensible a esta problemática; los poderes fácticos siempre se las acaban apañando para seguir manteniendo, si no incrementando, sus cuotas de poder hasta extremos cada vez más preocupantes. Y si no se lo acaban de creer lean estos ejemplos, que por desgracia no son únicos:
Los bancos, pase lo que pase, siempre se las apañan para acrecentar continuamente sus beneficios, algo por cierto que no se recatan en reconocer, lo que no impide que cada vez den un peor servicio a sus clientes a la par que aumentan de forma continua sus comisiones. Y si se les ocurre interponer una reclamación en el Banco de España, tal como he hecho yo en más de una ocasión, la respuesta será indefectiblemente ésta: operan dentro de la legalidad más escrupulosa, aunque haya motivos para pensar que esta legalidad pudiera ser presuntamente abusiva.
Últimamente han llovido las denuncias, no sólo de particulares, sino también de asociaciones de consumidores y de oficinas de defensa del consumidor a nivel local y autonómico, sobre el escandaloso hecho de que, mientras es posible dar de alta un servicio telefónico con una simple llamada, no puede resultar más kafkiano darse de baja de los mismos, sin que al parecer haya en la práctica grandes diferencias entre unas compañías y otras. El sentido común indica que se trata de una aberración que casualmente perjudica y trae de cabeza a los usuarios, los cuales en ocasiones han llegado a verse amenazados con ser incluidos en una lista de morosos por negarse a pagar por un servicio que no utilizan, que no desean y que es poco menos que imposible rescindir... pero tal situación es legal por sorprendente que parezca, como reconocía hace unos días en la radio el responsable de la defensa del consumidor de una comunidad autónoma, alegando que la Administración Central era la única capacitada para modificar esta ley... cosa que al parecer, añado yo, no tiene aparentemente la menor intención de hacer.
En cuanto al tráfico de datos personales con fines publicitarios y comerciales, qué quieren que les diga... la ley vigente avala la capacidad de las empresas para disponer libremente de ellos excepto en el caso de oposición expresa de cada persona en particular, algo que evidentemente conculca lo que se debería considerar como la situación lógica, es decir, que se solicitara expresamente la autorización en vez de obrar justo al contrario. Además, en la práctica de poco sirve mostrar tal oposición; estoy harto de apuntarme en las listas robinsón y de interponer denuncias en la Agencia de Protección de Datos, y por cada vía que consigo cortar se abren varias nuevas, de forma que siempre te están bombardeando por todos lados pese a tu tenaz empeño en impedirlo. Da exactamente igual. Y por supuesto, no intentes averiguar el origen de la filtración de tus datos, ya que la ley obliga a los anunciantes a informar tan sólo de la empresa que les ha proporcionado los listados, normalmente simples intermediarias de compraventa, mientras que estas últimas no sueltan prenda, ni mediante denuncia interpuesta, de quiénes se los han proporcionado a ellas, incluso en los casos en los que pudiera haber fundadas sospechas de actuación irregular. El oscurantismo es tal, que tarde o temprano acabas tirando la toalla.
Y por si fueran pocos los temores de que la ley que regula estos temas perjudica claramente a los ciudadanos, me encuentro hace unos días con la noticia de que la Agencia de Protección de Datos había decidido archivar las demandas de una veintena de organismos y asociaciones de defensa del consumidor, denunciando que una compañía telefónica había enviado a todos sus abonados una carta en la cual les comunicaba -al menos había tenido ese detalle- que, de no manifestar su oposición expresa, procederían a disponer libremente de sus datos personales con fines comerciales y para transferírselos a terceras compañías sin relación contractual previa con los interesados. Ante el revuelo que se formó, continúa la noticia del periódico, esta compañía dio parcialmente marcha atrás habilitando algunas vías para facilitar que sus clientes pudieran manifestar su falta de consentimiento, pero se mire como se mire, siempre se beneficiarán de todos aquellos casos en los que, por las razones que sean, éstos no se hayan enterado, no hayan podido o no hayan querido realizar estos trámites, con independencia de sus deseos de recibir o no publicidad de ésta y otras empresas; una vez más, las grandes compañías se han llevado el gato al agua.
Y ¡ojo! Por mucho cuidado que pongamos en controlar y dosificar los datos que comunicamos a las compañías con las que forzosamente tenemos que mantener una relación contractual -yo, por ejemplo, jamás doy mi teléfono-, existen hoy en día sistemas informáticos capaces de cruzar diferentes bancos de datos, de forma que no resulta demasiado difícil establecer un perfil personalizado de todos nosotros de forma que recibamos no ya una publicidad genérica sino a la carta, es decir, dirigida especialmente a cada uno. Teniendo en cuento que el leit motiv de la sociedad de consumo en la que estamos inmersos consiste precisamente en hacernos consumir mucho más de lo que en realidad necesitamos, el riesgo no es precisamente baladí, sobre todo si conocen, incluso puede que mejor que nosotros mismos, nuestras necesidades y nuestras debilidades.
No acaban aquí los ejemplos. Sabido es que con la excusa de la piratería musical, y aquí tanto la Sociedad de Autores como las compañías discográficas se empeñan interesadamente en meter en el mismo saco tanto la piratería industrial del top manta como las copias privadas sin lucro económico, se implantó -eso sí, con todas las bendiciones legales- un abusivo canon a los CD-ROM vírgenes independientemente del uso que se vaya a dar a los mismos, lo que lleva al absurdo de tener que pagar derechos de autor incluso para hacer una copia de seguridad de tus propias fotografías, pongo como ejemplo. Hasta ahora, todas las reclamaciones realizadas en contra del citado canon, huelga decirlo, han sido desestimadas pese a lo aberrante de su justificación legal. Ya puestos, y no satisfechos con esta tropelía, pretenden también cobrarlo -hasta ahora sin resultado, pero demos tiempo al tiempo- ¡por el uso de ordenadores o por estar conectados a internet! Como he leído por ahí, ya sólo falta que cobren también por silbar o tararear una canción en la ducha.
Asimismo existen también intentos, al parecer avalados por la legislación europea, de cobrar un canon por préstamos bibliotecarios, supongo que independientemente de que los derechos de autor de los libros involucrados hayan o no prescrito; si Cervantes o Quevedo no pueden cobrarlos, ya habrá quien se los embolse en su nombre.
Cambiemos de tercio. ¿Es lógico que las restricciones de velocidad implantadas en las carreteras y autopistas de la mayor parte de los países de nuestro entorno coexistan con una oferta de coches cada vez más potentes y capaces de alcanzar con toda facilidad velocidades muy superiores a las permitidas? Una de dos, o se suprime la prohibición, o se imponen limitaciones técnicas en los motores, pero ambas cosas a la vez resultan ciertamente paradójicas. Y ya que hablamos de coches, ¿por qué razón se está fomentando de forma tan abrumadora la instalación de motores diésel en los nuevos turismos, cuando resulta que el gasóleo es un combustible mucho más contaminante que la gasolina y resulta sospechoso, además, de tener bastante que ver con el alarmante incremento de las alergias en las grandes ciudades? Claro está que, creo recordar, cuando en mis años de universidad estudiaba el tema de la destilación del petróleo, me explicaban que de éste salían directamente un exceso de fracciones pesadas -fuelóleo y gasóleo- y un déficit de fracciones ligeras -principalmente gasolinas-, de forma que para obtener el resto de la gasolina que demandaba el mercado había que someter a las citadas fracciones pesadas a un proceso químico, denominado cracking, gracias al cual éstas se convertían en gasolina... lo cual, evidentemente, costaba dinero, un dinero que se puede ahorrar si el mercado consume directamente ese gasóleo excedentario, el cual, dicho sea de paso, ha subido de precio mucho más que las gasolinas, hasta ponerse prácticamente a su mismo nivel.
La publicidad del tabaco, pese a las tímidas prohibiciones parciales de la misma, es algo que asimismo clama al cielo. Teniendo en cuenta que esta publicidad no está dirigida a los que ya son fumadores -éstos, en su inmensa mayoría, no la necesitan dado que suelen ser fieles a una marca en concreto-, sino que intenta buscar nuevos fumadores entre los que no lo son, principalmente nuevas generaciones. Pese a ello, seguimos siendo bombardeados por publicidad de este tipo en prácticamente todos los lugares, a excepción eso sí de la publicidad directa en la televisión, que no de la indirecta tal como se puede comprobar sin más que seguir cualquier retransmisión deportiva. Y en el momento que el Estado -principal beneficiario económico de la venta de tabaco, no lo olvidemos tampoco-, apoyado en irrebatibles argumentos médicos, intenta sacar adelante una ley restringiendo algo tan lógico como es el uso del tabaco en determinados lugares públicos, saltan inmediatamente los agoreros advirtiendo del perjuicio económico que ello causaría a las empresas afectadas... por favor, señores, aclárense de una vez por todas, a no ser de que estén convencidos de que el negocio es más importante que la salud, incluso la de los no fumadores.
De la industria alimenticia mejor no hablar; en realidad no sabemos lo que comemos, tanto en cuestión de aditivos -¿hacen falta tantos colorantes y saborizantes artificiales? ¿no bastaría con un único conservante en lugar de un cóctel de ellos? ¿se sabe realmente cuáles de estos aditivos artificiales pueden resultar perniciosos para la salud o provocar algún tipo de alergias?- como en falta de información acerca de algunos ingredientes. Por ejemplo, y por chusco que pueda parecer, resulta de todo punto imposible conocer qué tipo de aceites o grasas se añaden a las conservas y los alimentos preparados que estamos comiendo ya que, como mucho, podremos saber si su origen es animal o vegetal... algo, huelga decirlo, de todo punto insuficiente, puesto que determinadas grasas vegetales, casualmente las más baratas del mercado, pueden resultar incluso peores que los tan denostados sebos animales. Y de casos como los de las vacas locas, que mira que tiene narices convertir en carnívoros a los pobres animales, o los de las famosas hormonas y demás medicamentos administrados a las terneras o a los pollos, pues mejor no hablar, porque ya se ha debatido bastante... a posteriori y cuando ya no tenía remedio, claro.
Todavía podría seguir hablando largo y tendido, ya que por desgracia los temas de este tipo abundan mucho más de lo que sería deseable; pero tampoco es cuestión de extenderse más de lo necesario. Tan sólo, eso sí, voy a terminar con un par de ejemplos de cómo las está gastando en estos momentos el gobierno de George W. Bush, emperador planetario mal que nos pese y sin duda uno de los ejemplos más palpables y sangrantes de esta extraña simbiosis (aunque en realidad habría que hablar más bien de parasitismo) entre el poder político del país más importante del planeta y las compañías multinacionales asimismo más poderosas del mundo: en el malhadado Irak campan por sus respetos auténticos ejércitos privados que se mueven a su antojo, prácticamente al margen de las autoridades militares de ocupación. Y ya dentro del propio territorio de los Estados Unidos, en Alaska concretamente, un inmenso territorio de gran valor ecológico y virgen hasta ahora tras varias décadas de forcejeos con administraciones menos dóciles hacia los deseos de las compañías petrolíferas, está seriamente amenazado de destrucción gracias al desinterés de la administración Bush... o al interés de la misma, según como se mire.
En cualquier caso, que Dios nos coja confesados.
Publicado el 1-4-2005