Banderita, tú eres roja...
Antes de seguir adelante es preciso que haga una advertencia: he de reconocer que no me resulta fácil ser del todo objetivo en este tema, dado que al educarme durante los oscuros años del franquismo fui víctima de un bombardeo patriotero y nacionalista -español, por supuesto- más que considerable. Por fortuna eran ya los años postreros de la dictadura -la década de los sesenta y el inicio de los setenta- y el virus estaba ya bastante debilitado en relación con su época más virulenta, con lo cual lo único que consiguieron con su inoculación fue vacunarme contra todo lo que oliera a patria, bandera, gestas gloriosas, unidades de destino en lo universal, caminos imperiales hacia la santidad y demás parafernalia tan del gusto del inquilino del palacio del Pardo. Y por si fuera poco, recibiría una dosis de refuerzo al verme obligado a servir a la Patria durante un año largo, que allá por 1981 y con el tejerazo todavía fresco lo de derramar hasta la última gota de tu sangre todavía era una cantinela cotidiana en los cuarteles.
Así pues desde entonces, cada vez que oigo hablar de patria, bandera y demás zarandajas por el estilo, me pongo automáticamente en guardia, que ya se sabe eso del gato escaldado y el agua fría. Por esta razón, no ha dejado de sorprenderme, con una mezcla de perplejidad y desagrado, el nuevo rebrote de fervores nacionalistas, tanto español como periféricos, que como una epidemia de sarampión ha estallado en estos últimas semanas, con propuestas de letra para el himno nacional -que maldita falta le hace-, quema de fotografías del rey y delitos varios de lesa patria y lesa autonomía por parte de los descerebrados de uno y otro lado, eficazmente azuzados eso sí por aquellos que han hecho un arte de la propaganda catastrofista, no todos por cierto militantes tan sólo de la extrema derecha nacional, sino también de las nacionalistas, que ya se sabe eso de que los extremos se tocan o, más bien, se cortocircuitan.
Vayamos al grano. Yo, lo comentaba el otro día en uno de los foros en los que participo, pese a mi irreprimible alergia hacia todo cuanto huela a símbolo patrio, no llego ni mucho menos a padecer ninguna iconoclastia radical, limitándome tan sólo a practicar una sana indiferencia. Digamos que acepto los símbolos, y los respeto, siempre y cuando la cosa no se salga de madre. En realidad, para mí la bandera y todo lo demás tienen la utilidad práctica de servir de referencia, o de marca de fábrica, de modo similar a lo que ocurre con el carné de identidad, la matrícula del coche o el logotipo de cualquier empresa u organismo oficial. Además de esta índole eminentemente práctica, entiendo que haya gente que los pueda tener cariño, y entiendo también que les disguste -aunque a mí la verdad es que me deja bastante frío- que alguien los mancille de palabra o de obra. A mí, desde luego, no se me ocurriría hacerlo, no tanto por respeto sino porque me parece una soberana majadería, aunque tampoco entiendo que la gente se ponga de los nervios por tan poca cosa como si no tuvieran problemas más gordos en los que pensar.
Lo que no soporto, eso sí, son las salidas de madre vengan de donde vengan. Conste que meto en el mismo saco a quienes reverencian religiosamente sus símbolos patrios -o autonómicos, o locales- y a quienes se dedican a profanar los ajenos, puesto que en el fondo la actitud de ambos viene a ser la misma, la de convertir en un sacrosanto objeto de culto, o de odio, algo que tan sólo es un distintivo material -como la bandera- o intangible -como el himno-. Y desde luego, lo que resulta un intolerable alarde de cinismo es que alguien se escandalice de que le toquen lo propio al tiempo que minimiza, o incluso jalea, que se haga lo mismo con lo ajeno. O todos moros o todos cristianos.
En definitiva lo que yo estoy criticando es el talante, digamos talibán para entendernos, que acostumbran a exhibir algunos, y que por supuesto no es exclusivo ni de una tendencia política determinada -en todas partes cuecen habas, ya que la estupidez es, por suerte o por desgracia, ecuménica- ni tan siquiera del ámbito de la política. Recientemente leí que un hincha de un equipo de fútbol del sur de España, tras fallecer y ser incinerado, era llevado en cenizas al estadio por sus deudos para que pudiera seguir disfrutando de su equipo; aunque suena chusco no es ninguna broma ya que se trata de un caso real, como real es también uno que conocí directamente, hace ya muchos años, de alguien que amortajó a su hijo de corta edad con la bandera del club de sus amores, y como reales son los cementerios exclusivos para hinchas del Hamburgo y el Boca Juniors respectivamente, lo que indica que estos fervores futboleros post-mortem abarcan desde Alemania hasta Argentina, pasando por esta sufrida piel de toro.
Curiosamente, cuando el verano pasado estuve de vacaciones en Londres pude comprobar in situ algo que ya conocía, la omnipresencia por todos los lados de la iconografía nacional británica en forma de banderas y fotografías de la casa real al completo, incluyendo tanto a la difunda lady Di como a sus bizarros retoños. Tal parafernalia, de encontrármela en Madrid o en cualquier otra ciudad española, me habría dado mucho que pensar sobre la posible -e indeseable- fachificación del país, pero sin embargo en Inglaterra, por lo que pude apreciar, aparentemente no había connotación política alguna, ya que tan sólo eran unos objetos de consumo más que todo el mundo se tomaba con total naturalidad, por más que a mí me pareciera algo rematadamente kitsch. Igual que en nuestras tiendas de recuerdos se venden muñecas vestidas de faralaes o castañuelas de plástico, allí te ofrecían calzoncillos estampados con la Union Jack o tazas con la foto estampada de Carlos de Inglaterra. Hortera, por supuesto, pero nada preocupante.
El problema es que aquí, por culpa del franquismo pero también de buena parte de los políticos post-franquistas, tanto de la derecha por acapararlos como de la izquierda por rechazarlos, y no digo ya de los nacionalistas varios, estos símbolos siguen sin ser asumidos con naturalidad, al tiempo que esta visceralidad se reproduce, corregida y aumentada, en las correspondientes taifas, no sólo en las históricas -aunque habría que definir mejor y más objetivamente este término, para históricos los reinos de Navarra y Granada-, sino también por las de nuevo cuño, que todo se pega menos la hermosura.
Y como éramos pocos, parió la abuela. Algunos jueces y fiscales, empeñados en matar mosquitos a cañonazos, van y secuestran El Jueves -soy lector de esta revista y puedo aseguran que llevaban años despellejando a la familia real sin que nadie se hubiera inmutado por ello- por presuntas injurias al heredero de la corona y, poco después, la emprenden con los descerebrados a los que les dio por quemar fotografías del rey en Cataluña. Como era de esperar, las consecuencias han sido justo lo contrario de lo que se pretendía. Para más inri tuve ocasión de ver en televisión a uno de los autores de la hazaña pirotécnica y, con las precauciones inherentes a toda presunción, daba la pinta de ser uno de esos que primero deciden montar bronca y luego se buscan la excusa más adecuada para cada momento, independientemente de su naturaleza. Claro está que si se les hace caso acaba ocurriendo con ellos como con los niños malcriados empeñados en ser siempre el foco de atención de la casa. Había que ser torpe para no darse cuenta de ello.
Entre pitos y flautas, los únicos beneficiados de todo esto son, precisamente, a quienes habría que marginar, los extremistas de uno u otro signo que lo único que saben hacer es incordiarnos a los demás... pero mira que lo saben hacer bien.
Publicado el 16-10-2007