Tiempo de banderas





Al parecer, tan sólo el fútbol puede con la cerrazón de los nacionalismos


Hace ya algún tiempo -casi tres años-, y tras dejar clara mi postura personal ante los llamados símbolos nacionales -los acepto como signos de identificación, pero no como objetos sacrosantos merecedores de recibir culto alguno-, expresaba en un artículo titulado Banderita, tú eres roja mi perplejidad al contemplar la poca naturalidad con la que los españoles seguíamos asumiéndolos varias décadas después de desaparecida la dictadura, a diferencia de otros países de cuyo talante democrático no existe la menor duda, en los cuales sus habitantes no tienen el menor empacho en aceptarlos -y utilizarlos- con total normalidad. Es cierto que el régimen de Franco usó y abusó de ellos hasta la náusea, provocando por ello un lógico rechazo, pero no menos cierto es también que ni eran suyos -se los apropió-, ni las condiciones actuales tienen nada que ver, por fortuna, con las de entonces.

Sin embargo en España, a estas alturas de 2010 y con la democracia totalmente asentada, seguimos comportándonos de una manera sumamente distorsionada frente a la bandera, el escudo o el himno nacionales. Existe, en primer lugar, una minoría -los fachas- empeñada en seguirlos secuestrando, pese a que son patrimonio de todos y no sólo de ellos. Están luego los nacionalistas de diverso pelaje, no menos fachas que los anteriores, furibundos en su rechazo total a todo cuanto huela a español al tiempo, claro está, que veneran sus propios símbolos equivalentes, lo cual les deja clamorosamente con el culo al aire por mucho que se empeñen en demostrar lo contrario; pero ya se sabe que el nacionalismo político, al igual que el sentimiento religioso exacerbado, es algo tan irracional como incompatible con la lógica. La progresía en su conjunto, faltaría más, los rechaza por ser según ellos una muestra de carcundia, con lo cual les dan la razón a los fachas del primer grupo y a los del segundo; claro está que a lo mejor todavía no se han enterado de que Franco murió hace casi treinta y cinco años, prácticamente tantos como duró su dictadura.

Y, por último, los ciudadanos normales -la mayoría, como siempre- se suelen sentir amedrentados por las actitudes de unos y otros. En consecuencia, lo que es normal en otros países -exhibir públicamente una bandera-, y estoy hablando de lugares tan civilizados como los europeos o los Estados Unidos, aquí suele ser tomado como una extravagancia, cuando no por una actitud política reaccionaria... una bandera española, se entiende, porque todos estos progres de opereta y nacionalistas varios no tendrán el menor empacho en hacer lo propio con las de sus respectivas taifas, con un fervor que nada tiene que envidiar al del difunto franquismo. Pero ésta es ya otra historia.

Sin embargo, lo que hasta hace poco parecía imposible -la asunción con normalidad de los símbolos nacionales españoles- ha ocurrido como por milagro gracias a la exitosa campaña de la selección española -que irónicamente agrupa a numerosos jugadores catalanes y vascos, para disgusto de los respectivos nacionarcas- en el recién terminado campeonato mundial de fútbol de Sudáfrica, del cual han acabado proclamándose campeones. Yo, que detesto el fútbol y siempre he sido -lo reconozco- de lo más tibio respecto a esta parafernalia, no he tenido más remedio que contemplar, entre sorprendido y admirado, como la enseña rojigualda invadía nuestras calles portada por gente que no tenía evidentemente nada de facha. Y desde luego, la sorpresa no ha podido ser más agradable.

He de reconocer, eso sí, que yo hubiera preferido que este orgullo por lo español hubiera venido de otros lados que personalmente me interesan bastante más que el deporte, como la cultura, el arte o la ciencia; o, todavía con más razón, por constatar que este país funcionara bastante mejor de como lo hace. Pero tampoco me voy a poner escrupuloso, así que bienvenido sea aunque mi interés porque España ganara el mundial fuera mucho más moderado que la media; pese a ello, pienso sinceramente que el éxito de nuestros jugadores puede ser positivo para el estado de ánimo del país aunque, evidentemente, no va a solucionar nuestros problemas; pero no seré yo quien niegue a la gente su derecho a estar contenta, pese a que en más de una ocasión haya tildado al fútbol de ser el opio del pueblo; dadas las circunstancias, no tengo el menor escrúpulo en hacer una excepción.

No, no he cambiado de chaqueta, simplemente he constatado los efectos benéficos que puede tener el acontecimiento, por otro lado singular, de cara no sólo a una positiva catarsis colectiva, sino asimismo a la ya comentada reconciliación de los españoles con sus símbolos nacionales, que falta hacía. Si con esto conseguimos corregir esta patente anomalía, al tiempo que enviamos a sus cuarteles de invierno a todos aquellos que de una u otra manera, por secuestro o por rechazo, han estado fastidiándonos durante tanto tiempo, bienvenido sea el pan y fútbol.

Lo que hace falta, eso sí, es que este reencuentro de los españoles con su bandera no se quede en flor de un día, en un fenómeno efímero que, tras la resaca de la celebración, vuelva a desaparecer hasta vete a saber cuando. No estoy defendiendo, por supuesto, una vuelta a los delirios patrioteros -que no patrióticos- del franquismo y de la extrema derecha, que yo soy el primero en rechazar; defiendo, simplemente, la normalidad y la sensatez, algo que por desgracia son cada vez más escasas dentro del conjunto de la clase política española, nacionalistas incluidos, tan españoles estos últimos en su comportamiento como los demás a la hora de castigarnos con sus estúpidas y dañinas calaveradas.


Publicado el 18-7-2010