Gato por liebre
Fotografía tomada
de
http://www.risasinmas.com
Hace unos meses, comprando en un supermercado de mi barrio, me llamó la atención una caja de galletas que se anunciaban como Producto artesano con azúcar de caña y canela fina. Y las compré para desayunar, aunque me faltó el tiempo para arrepentirme tras leer en la tapa trasera sus ingredientes. Resulta que el principal no era, como cabía esperar, la harina, sino las grasas; nada menos que un 30 %, lo cual me parece una barbaridad puesto que los dos tipos de galletas corrientes que tenía en casa resultaron tener un 16,6 % y un 10,2 % en el caso de las modestas marías. Comparadas con otros dulces, me encontré con el 25 % de las magdalenas y el 31 % de los croissants. En conclusión, me parece una cantidad exagerada de grasa para unas simples galletas, por muy artesanas que éstas sean.
Pero esto, aunque preocupante, no era lo peor. Resulta que la totalidad de esta grasa era, según la información de la propia caja, margarina vegetal procedente de aceite de soja modificado genéticamente. Ahí es nada. Yo, la verdad, no comparto esa histeria infundada -al menos de forma global- contra los alimentos manipulados genéticamente, ya que si nos paramos a pensar ninguna de las plantas cultivadas en la actualidad, ni ninguno de los animales domésticos, se parecen demasiado a sus ancestros silvestres de los cuales derivaron, por cultivo o domesticación, a partir del Neolítico; basta con comparar a un lobo con un yorkshire para comprobarlo, y el hecho de que durante miles de años se hiciera de forma artesanal, mientras ahora se manipula directamente el material genético, no supone mayor diferencia que la rapidez con la que se consiguen los objetivos. Claro está que nos encontramos también con las pretensiones de las grandes multinacionales de patentar semillas y razas de animales así modificadas con objeto de controlar el monopolio de su venta, pero ésta es ya otra historia.
Lo que sí me preocupa, y mucho, no es la manipulación genética de la soja, sino que nos están enchufando -y en cantidades desmesuradas- un aceite de poca calidad en comparación, pongo por caso, con el de girasol y, sobre todo, que este aceite no está como tal sino en forma de margarina, una transformación que, si bien facilita su manipulación en las fábricas de alimentos, lo hace a costa de unas transformaciones químicas en las moléculas del aceite, concretamente una hidrogenación que provoca su conversión en grasas saturadas, o en grasas semisaturadas trans, sobre las cuales recae la sospecha, y algo más que la sospecha según determinó la Organización Mundial de la Salud ya en 1993, de ser perniciosas para la salud. En conclusión, cuando terminé con la caja -no la iba a tirar- me abstuve de volverlas a comprar.
Por desgracia, con los intereses económicos de la industria alimenticia primando sobre los de los consumidores, tenemos al enemigo acechando por todos lados. Véase, si no, con lo que me encontré cuando se me ocurrió mirar la letra pequeña de la caja de un roscón -era víspera de Reyes- que se anunciaba como relleno con nata. Sí, efectivamente algo de nata tenía... para ser más exactos el 45% del total del relleno, y supongo que ya sería bastante más que muchos otros. El 55% restante, aditivos aparte que también los había en abundancia, correspondía a un sucedáneo industrial elaborado a partir de leche desnatada en polvo y grasa vegetal sin que se especificaba el origen de esta última, por lo que cabe suponer que no fuera precisamente de primera calidad. En cualquier caso me hubiera dado lo mismo de haberse tratado de aceite de oliva virgen; más de la mitad del relleno no era nata, por lo que el etiquetado -salvo la letra pequeña, obviamente- era, desde mi punto de vista, falso y tendencioso al tratarse de una omisión intencionada.
Podría seguir poniendo ejemplos ad infinitum: por ejemplo, unas mantecadas industriales con un 2% de mantequilla y un 17% de aceite de girasol; y todavía dando las gracias porque el aceite en cuestión no fuera de palma, o similar. Eso sí, ese exiguo 2%, que ni siquiera servía probablemente para darle sabor -para eso estaban ya los aditivos-, bastaba para anunciarlas con todo descaro como elaboradas con mantequilla... lo cual, no siendo legalmente falso -no me imagino a los fabricantes tan tontos-, era un auténtico timo. Otro caso similar era el de unas magdalenas con aceite de oliva, en las cuales esta noble grasa entraba en su composición en un porcentaje meramente simbólico.
Evidentemente la solución sería tan sencilla como prohibir este sutil juego sintáctico al que tan aficionados son los fabricantes de alimentos industriales; porque aunque la preposición con no implica, en el uso normal del idioma, una noción de exclusividad, hay que tener mucha cara dura para resaltar con letras gordas en el envase la presencia de un ingrediente atractivo -aceite de oliva, mantequilla, pollo de corral, jamón ibérico- en cantidades mínimas silenciando o minimizando que éstos suelen ir acompañados por otras alternativas mucho menos nobles añadidas, además, con esa generosidad que permite el uso de materias primas baratas. Que sea un engaño al consumidor y, en el peor de los casos, una práctica poco recomendable desde un punto de vista nutricional, es algo que al parecer no parece importar demasiado ni a los fabricantes ni, y esto es todavía más grave, tampoco a los gobernantes que debieran poner coto a estos desmanes.
Y a veces, ni eso. El otro día, en uno de los supermercados de mi barrio, se me antojó comprar unos torreznos. Había dos variedades de la misma marca, los normales -naturales, según la etiqueta- y unos nuevos que se anunciaban con sabor a jamón ibérico. Picado por la curiosidad cotejé la lista de ingredientes de ambas modalidades, encontrándome con la sorpresa de que el sabor a jamón ibérico provenía, al parecer, de la siguiente relación de aditivos que no aparecían en los normales: maltodextrina, aroma, glutamato E621, aromas de humo y antiapelmazante E551. Puesto que ni la maltodextrina, un derivado del almidón, ni el antiapelmazante E551, gel de sílice, saben precisamente a jamón, habremos de descartarlos. De los tres restantes el humo dará sabor a ahumado, pero tampoco entra que yo sepa en la composición del jamón serrano. Aroma puede ser cualquier cosa, y dado que ni siquiera el propio fabricante especifica de qué es, también fuera. Así pues nos quedamos con el glutamato, un viejo conocido de la industria alimentaria también conocido como umami, el cual da sabor a carne a los alimentos a los que es añadido. Ojo, he dicho sabor a carne, no sabor a jamón ni, mucho menos, a jamón ibérico. Y desde luego no se extrae del jamón, ni siquiera del más barato, sino que se obtiene por fermentación bacteriana de azúcares residuales (melazas de azúcar o de cereales), aunque también se puede extraer de ciertas algas o hidrolizando proteínas, aunque no creo que se use para ello los solomillos. Se trata de un producto natural ya que es uno de los aminonácidos presentes en las proteínas, lo que no evita que exista cierta polémica sobre su posible toxicidad en caso de ser ingerido en dosis elevadas. En cualquier caso, lo que resulta evidente es que es completamente falso atribuir sabor a jamón -y además ibérico- el proporcionado por el citado glutamato.
Otra marrullería habitual consiste en camuflar información, supongo que amparándose en una ley permisiva porque no creo que se atrevieran a hacerlo de otra manera... con el agravante de que, al dar la información en varios idiomas -cosa de la globalización- te puedes encontrar con la sorpresa, y ni siquiera hace falta ser un políglota para descubrirlo, de que se están escamoteando datos a los consumidores españoles, que por lo que se ve debemos de ser más tontos que la media. En este caso pillé a una lata de cerveza envasada por una conocida marca española que, a juzgar con la gran cantidad de idiomas en los que aparecía traducida su composición, debe de exportarse a bastantes países. Pero vayamos al grano. Según el texto escrito en español, la cerveza contenía malta de cebada. La información en inglés y en italiano era similar, pero leyendo la lista de ingredientes en francés, portugués o danés me encontré con la sorpresa de que, además de la malta de cebada, llevaba agua, lúpulo y maíz. Lo del agua y el lúpulo se cae por su propio peso porque son ingredientes fundamentales de la cerveza, pero lo del maíz es ya otra historia. Cierto es que la cerveza se suele elaborar, además de con cebada, también con otros cereales; nada de malo hay en ello. Lo malo es que no se diga, puesto que el consumidor tiene derecho a conocer los ingredientes de aquello que esté comprando y esta falta de información no deja de ser un engaño. Curiosamente en español, inglés e italiano no aparece el término ingredientes, como sí ocurre en los otros idiomas, sino el mucho más ambiguo contiene, sutileza que, mucho me temo, no es en modo alguno casual. Y sorprende ciertamente que, tratándose de países de la Unión Europea, haya estas diferencias tan llamativas entre unos y otros. Porque si esto ocurre con una inocente lata de cerveza, ¿qué ocurrirá con otros alimentos mucho más complejos?
Publicado el 9-1-2015
Actualizado el
20-3-2015