¡Maarchando una de orugas a la plancha...!





Apetitoso, ¿verdad? Y no es de lo peor...
Fotografía tomada de http://aluress.deviantart.com


Si cualquiera de nosotros, y yo el primero, oyéramos decir eso a un camarero, seguro que saldríamos corriendo del bar cual alma que lleva el diablo y no lo volveríamos a pisar en la vida... porque los insectos en general son uno de los tipos de “alimentos” que a cualquier europeo, u occidental en general, le provoca una irreprimible repugnancia, repugnancia que se extiende a otos animales: otros invertebrados tales como las lombrices, reptiles -excepto la exquisitez de la sopa de tortuga, que por cierto nunca he probado-, ratas, perros... muchos de los cuales, por cierto, constituyen auténticas delicatessen gastronómicas en otras latitudes de este pícaro mundo. Y viceversa, yo vi a un japonés poner una cara de repugnancia extrema cuando respondí a su pregunta sobre qué eran los callos, y no conseguí convencer a una hindú para que probara el pulpo...

Y es que, en el fondo, todo es cultural. No estoy hablando, por supuesto, de prohibiciones religiosas, todas absurdas en sí mismas y todas empeñadas en jorobarnos la vida porque sí; son los casos del cerdo y el alcohol para los musulmanes, el cerdo y el marisco (entre otras muchas cosas) para los judíos ortodoxos, la vaca para los hindúes, la sangre para los testigos de Jehová... al fin y al cabo, ellos se lo pierden. De lo que estoy hablando es de los hábitos culturales; no existe en España, pongo por caso, ninguna prohibición que nos impida comer, qué se yo, lombrices de tierra, pero seguro que a nadie en su sano juicio se le ocurriría hacerlo.

Y ni siquiera hay consenso generalizado. La casquería en general causa casi al cincuenta por ciento entusiasmo o rechazo, y yo soy uno de los que se pondrían literalmente enfermos ante la posibilidad de degustar unos apetitosos sesos o unas nutritivas criadillas, repulsión que extiendo a todo tipo de vísceras y similares, callos incluidos. Reconozco que las pocas veces que he probado algún tipo de casquería el sabor no me ha agradado, pero lo cierto es que tampoco puedo reprimir el asco que me provoca... por fortuna no estoy solo. Yo en concreto tengo también mis manías personales; confieso que no puedo con los caracoles, y siempre me he preguntado por qué a la gente le chiflan estos bichos y sin embargo echarían la primera papilla ante un guiso de sus parientes cercanas las babosas, que al fin y al cabo no son sino caracoles sin concha... Por cierto que también tardé mucho en poder vencer mi repulsión instintiva hacia unos bichos tan feos como los mejillones, las almejas o el resto de la familia... y ahora he de confesar que me resultan muy ricos.

Siguiendo con los ejemplos de las diferencias culturales, no hace falta ni siquiera salirse de España para encontrarnos ejemplos como el de los asturianos, a los que les privan los erizos de mar, o los gaditanos, una de cuyas especialidades gastronómicas son las ortiguillas, es decir, las anémonas de mar. Hasta no hace mucho las ratas de agua eran unos manjares muy apreciados en diversas áreas rurales de nuestro país, y en Andalucía y Extremadura no hacían ascos a los lagartos o a las culebras... eso sin contar con el famoso refrán de “dar gato por liebre” -por algo sería- o con la carne de caballo, que mucha gente sería incapaz siquiera de probar.

Curiosamente, muchas de nuestras fobias y filias gastronómicas no tienen la menor justificación lógica. Volvamos al ejemplo de los insectos y de sus parientes cercanos los arácnidos, parte importante de la dieta en muchos países: aquí el rechazo a estos bichos es total y absoluto, pero paradójicamente nos encanta el marisco cuando los crustáceos no son, en definitiva, sino sus primos acuáticos. Porque, ¿qué diferencia hay, visto de forma objetiva, entre un langostino y un saltamontes, entre un centollo y una tarántula, entre una cigala y un escorpión? Ciertamente no demasiada, y como me comentaba una amiga el primero que se comió una langosta debía de tener mucha hambre...

Pero por favor, aparten de mi boca esos bichos, y más vale que no me inviten a tomar una copita de mezcal, por mucho que antes le hayan quitado el gusano. Ya sé que hay turistas intrépidos dispuestos a comer cualquier cosa a la que les inviten en esos países exóticos a los que no tengo el menor interés en ir, que algunos personajes conocidos como Miguel de la Cuadra Salcedo “degustaron” todo tipo de bichos en televisión o que incluso había una tienda, creo que en un mercado de Barcelona, especializada en vender todo tipo de insectos... pero yo soy bastante más escrupuloso.


Addenda de 2018




¿Les apetece un Pepito Grillo a la plancha?


Las cosas han cambiado bastante durante los casi siete años transcurridos desde que escribiera el artículo, aunque no mi opinión al respecto, es decir, mi negativa tajante a probar siquiera estas delicatessen invertebradas sin que considere necesario justificarla; simplemente, no me apetece. Pero como dijo el Guerra hay gente pa tó, así que allá cada cual con sus gustos y sus aficiones gastronómicas.

Lo malo, o por lo menos lo molesto, es que pretendan cambiar nuestros hábitos alimenticios, y mucho me temo que es por ahí por donde deben ir los tiros. Ciertamente no se trata de algo nuevo ya que los intentos del gremio de la alimentación por introducir nuevos productos son continuos, a veces promoviendo una diversificación de la oferta que en sí misma es positiva -ahora podemos elegir entre muchos más quesos, pongo por ejemplo, que cuando hace varias décadas sólo disponíamos de los españoles, por lo demás excelentes-, a veces como el sushi por puro exotismo -con su consiguiente dosis de esnobismo, me temo- o bien buscando de forma descarada una mayor rentabilidad mediante el uso de ingredientes más baratos y generalmente de peor calidad, caso por ejemplo del omnipresente pavo o del aceite de palma, lo cual resulta ya bastante más discutible.

Y ahora, al parecer, les ha llegado el turno a los bichos. Por si fuera poco el bombardeo de diversos organismos internacionales intentando convencernos de las excelencias de la nutrición insectívora, poniendo como ejemplo que son muchos los países en los que se consumen -también los esquimales comen carne de foca cruda y no por ello siento el menor deseo de probarla-, en enero de 2018 entró en vigor un Reglamento de la Unión Europea que abría las puertas a la comercialización para el consumo humano de productos elaborados a partir de insectos, y tan sólo unos meses después una conocida cadena comercial ponía a la venta aperitivos elaborados con diferentes bichos.

En realidad, y tal como ha ocurrido en otras ocasiones con la legislación comunitaria, la nueva normativa es un tanto ambigua, por lo que no han faltado críticas acerca del oportunismo de la citada cadena que en realidad se habría aprovechado de un resquicio legal mientras las autoridades sanitarias españolas están en contra de esta autorización. Yo, en principio, nada tengo que objetar a que se comercialicen insectos para el consumo siempre y cuando se haga con luz y taquígrafos; al fin y al cabo tampoco pruebo la casquería o los caracoles, y no por eso pretendo que se dejen de vender o que la gente deje de comerlos. Lo peligroso sería que, de forma solapada, comenzaran a introducirlos de forma solapada como ingredientes no deseados en alimentos comunes, tal como ocurre por ejemplo con la baba rosa o los despojos cárnicos que van a parar a las salchichas camuflados como “carne”, o con el ubicuo aceite de palma que sólo muy recientemente viene indicado como tal en las etiquetas. De hecho, ya “comemos” insectos, concretamente cochinillas, cada vez que tomamos algo de atractivo color rojo -desde yogur sabor fresa hasta ketchup- en cuya composición entre, “camuflado” bajo la aséptica etiqueta E120, el colorante rojo carmín o ácido carmínico, obtenido por trituración de estos bichitos. De hecho los veganos -otros que tal bailan- rehúsan consumirlo, aunque por razones distintas a la entomofobia.

Lo llamativo del caso es que desde hace algún tiempo existen en Europa, incluso en España, “criaderos” de estos bichos, tradicionalmente destinados a la alimentación animal bien como pienso para el ganado doméstico, bien como alimento para mascotas exóticas tales como reptiles, peces de acuario o ciertas aves. Y, claro está, existiendo la oferta la tentación de ampliar la demanda debía de ser muy fuerte, por lo que no es de extrañar que intentaran colarnos los gusanos y los grillos que les sobraran. Eso sí por la puerta grande, ya que la bromita tiene su precio: entre 400 y 500 euros el kilo según la variedad, que si bien no llega al nivel de las angulas sí es muy superior al de la carne o el pescado más selectos; lo cual, ahora que el sushi se ha democratizado perdiendo así su aura rompedora, les convierte en un producto gourmet idóneo para extravagantes que quieran dar la nota. Teniendo en cuenta que en muchos países del Tercer Mundo se consumen insectos precisamente por ser unos alimentos baratos, la paradoja no deja de tener su guasa.

Y no cuela que me los intenten vender como una fuente de proteínas, vitaminas y otros nutrientes, o que su cría sea más respetuosa con el medio ambiente que la ganadería tradicional porque contamina menos y genera muchos menos gases de efecto invernadero; antes me paso a las acelgas -y bien lavadas, por si acaso- que probar siquiera estos bichos... y menos, a esos precios.


Publicado el 1-8-2011
Actualizado el 26-4-2018