La matraca musical
Tintín y la
Castafiore. Y eso que era ópera...
Escribo este artículo durante mis vacaciones estivales en el pequeño pueblo del interior peninsular en el que busco refugio todos los veranos, del cual no es necesario decir su nombre, a la manera cervantina -aunque yo sí me acuerdo mucho de él durante los once meses que me veo obligado a soportar el fárrago de la gran ciudad-, dado que lo que voy a criticar no es potestativo suyo, sino general por desgracia de toda la geografía hispana, razón por la cual sería injusto centrar mis iras en él.
El pueblo, en realidad, es un remanso de paz -no faltará quien, aburrido, diga que lo es a la manera de un cementerio- salvo la semana en la que tienen lugar las fiestas patronales, las cuales por desgracia coinciden con mis vacaciones anuales; y aunque siempre que puedo procuro huir durante esos días a otros pagos menos fiesteros, esto no siempre es posible, por lo que no me queda otro remedio, como ocurrió en esta ocasión, que tragármelas enteritas y sin anestesia, puesto que en un lugar tan reducido es imposible aislarse de los elementos.
Pero vayamos al grano. Si hay algo que me molesta especialmente de las fiestas, tanto de las del pueblo como de las de cualquier otro sitio, es la borrachera de decibelios con la que bombardean impunemente a tus sufridos tímpanos; y no se te ocurra quejarte, porque lo más seguro será que te tilden de rarito o, en un alarde de conmiseración, que te digan que son sólo unos días. Sí, eso es cierto, pero qué días...
En concreto, lo que más me molesta de las fiestas del pueblo, con diferencia, son las orquestas que suelen amenizar el baile nocturno -más bien noctámbulo- de la plaza del ayuntamiento. Independientemente de su calidad musical media, sobre la que prefiero correr un tupido velo, lo peor de todo es que parecen empeñados en destrozarte los oídos con un volumen sonoro a todas luces desproporcionado e innecesario, dado que consiguen hacerse oír en prácticamente todo el pueblo -lo que ya tiene su mérito- a costa, eso sí, de no poder aguantar mucho tiempo en primera fila.
Por si fuera poco, por lo general suele existir una proporcionalidad inversa entre la calidad musical del grupo en cuestión -suelen cambiar cada día- y la potencia de sus equipos de sonido, de manera que cuanto más malos son -y los hay realmente malos- más alto ponen el volumen, habíéndose dado el caso hace unos años de un grupo que, al conectar sus equipos, éstos consumieron tanta potencia que dejaron sin luz a todo el pueblo.
Yo, sinceramente, no veo la necesidad de que te aturdan a un nivel tal que me resultaría insoportable hasta la mismísima Novena Sinfonía de Beethoven... pero al parecer ni los responsables del bombardeo sonoro, ni por supuesto las autoridades competentes, están dispuestos a mover un dedo para evitarlo.
E insisto, no se trata de un problema específico de este pueblo. Al contrario, en las ciudades es todavía peor. Por poner un ejemplo vale el de las fiestas de Alcalá de Henares, mi ciudad natal, de cuyo recinto ferial hace años que huyo como de la peste; en esta ocasión no son sólo los músicos los responsables de la algarabía sino también los propios feriantes, los cuales parecen querer competir en una guerra sin cuartel intentando cada uno de ellos poner su equipo de sonido a mayor volumen que los vecinos. Las consecuencias de este crescendo decibélico son fáciles de imaginar: a poco que estés allí un rato, saldrás con un dolor de cabeza bastante considerable.
Claro está que, siendo justos, no podemos culpar tan sólo a los feriantes del triste honor de que España sea uno de los países más ruidosos del mundo civilizado. Fíjense, por ejemplo, en la música ambiental que suele sonar en muchas tiendas de calzado o ropa, sobre todo si éstas van de modernas. Soy consciente de que los gustos musicales son muy variados y de que los míos, que van hacia la música clásica al tiempo que me resulta desagradable todo cuanto huela a rock, pop o similares, no son precisamente mayoritarios; pero les aseguro que no pretendo -aunque me gustaría- que me pongan de fondo La cabalgata de las walkirias o el coro de esclavos de Nabuco mientras compro unos zapatos. En realidad lo que suene como música ambiental me importa poco, dado que no voy allí a hacer una audición sino simplemente a efectuar una compra; me conformo, eso sí, con que no moleste, y creo sinceramente que no es pedir demasiado.
El problema es que por lo general sí suele molestar, dado que los responsables de estos establecimientos acostumbran a poner la música -o lo que sea- en plan discotequero, es decir, a todo trapo. Supongo que esto no será casual sino que se deberá a una iniciativa deliberada, probablemente intentando reproducir en cierta manera esos ambientes de discoteca, con el volumen desatado -vuelvo a renunciar a opinar sobre la calidad musical de los temas que allí se oyen-, que tanto parecen gustarles a una mayoría de los jóvenes de nuestro país, por más que a medio plazo todos ellos vayan a acabar, como denuncian infructuosamente los médicos, con serios problemas auditivos.
Da igual. Eso sí, cuando hace años Renfe tomó la iniciativa de poner hilo musical en los trenes de cercanías, y conste que era una música muy suave -no necesariamente clásica- y a un volumen realmente moderado, de forma que no molestaba en absoluto, se vio obligada a suprimirlo no mucho tiempo después debido a las protestas de muchos que, seguramente, no habrían protestado de haberse tratado de rock duro a toda pastilla...
Al igual que tampoco se preocupan de ver si molestan hablando a grito pelado por el móvil, usando reproductores musicales a todo volumen o, simplemente, montando escándalo en el vagón... pero éste será el tema de otro artículo diferente.
Publicado el 27-8-2011