Elogio y loa al papel higiénico





El Elefante, todo un icono de mi infancia


En los servicios de mi centro de trabajo, desde hace tiempo, se pueden leer unos carteles solicitando que no se arroje a los inodoros las servilletas de papel que se usan para secarse las manos, dado que podrían llegar a producirse atrancos en los desagües. Y no es un capricho, ya que la propia responsable del mantenimiento me explicó que estas servilletas, a diferencia del papel higiénico, no se desmenuzaban con el agua, lo que ya había provocado más de una llamada a los fontaneros.

Yendo todavía más lejos, en un programa de Madrileños por el mundo vi con perplejidad que decían que en un país determinado, creo que era Chipre, estaba prohibido tirar el papel higiénico usado al inodoro por idénticos motivos, siendo necesario hacerlo en una papelera cuyo -maloliente, supongo- contenido acababa en la basura. Aunque por supuesto yo evito usar el retrete como cubo de basura improvisado, la verdad es que no llego a tanto y siempre tiro el papel higiénico al inodoro tal como hace todo el mundo que yo conozco, sin que nunca hasta ahora haya padecido el menor percance por ello.

Sin embargo, y pese a que no tengo motivos para dudar de los citados carteles, que por supuesto respeto, me pregunto cómo los sistemas de evacuación de nuestros domicilios y trabajos se han podido volver tan delicados de un tiempo a esta parte con respecto a los existentes, virtualmente idénticos aunque no tan sofisticados, hace ya varias décadas, justo cuando yo era un crío.

Para empezar por entonces en mi casa, como en otras muchas por no decir en prácticamente todas, se usaba el entonces omnipresente papel higiénico “El Elefante”, el cual, haciendo honor a su nombre y a la ilustración de la funda de celofán amarillo que lo envolvía, un majestuoso proboscídeo de color rojo, presentaba más parecido con el papel de estraza con el que entonces envolvían los tenderos, que con los suaves papeles higiénicos que usamos ahora. Recuerdo que era un papel áspero y bastante compacto que, desde luego, no daba la imagen de deshacerse demasiado bien en el agua... y sin embargo, no solía haber atrancos por ese motivo.

Y no se crea; pese a lo que se pudiera pensar, “El Elefante” era entonces -años sesenta y setenta del pasado siglo- casi un lujo asiático. En muchas casas para tal menester se recurría a los democráticos periódicos viejos, que lo mismo servían para un barrido que para un fregado; incluso se les podía dar los dos usos consecutivos -aunque mejor no aplicarles la propiedad conmutativa- durante un mismo viaje a lo que entonces ya se llamaba, en plebeya hispanización del término original inglés, el váter: primero leyendo las noticias, y luego usándolos como material de limpieza.

Todavía recuerdo en casa de mi abuela, un caserón antiguo ya desaparecido, el gancho de hierro clavado en la pared, poco más que un alambre doblado, del cual colgaban trozos de periódicos viejos cortados a un tamaño adecuado, aproximadamente de una cuartilla; más de una vez tuve que recurrir yo a ellos, ya que mi pobre abuela, criada entre estrecheces como tantos otros de su generación y viuda en plena posguerra sin la menor pensión y con tres hijos en edad escolar, todavía consideraba muchos años después que incluso el basto papel higiénico de la época era un lujo superfluo e innecesario... y lo curioso del caso es que su inodoro tampoco solía atrancarse, aunque a veces, eso sí, era necesario recurrir a la escobilla para empujar hacia abajo a los papeles de periódico empeñados en flotar en vez de aceptar su inexorable destino.

Y eso que, al fin y al cabo, tanto mi abuela como yo vivíamos en una ciudad; de las escasas experiencias rurales de mi infancia todavía recuerdo con terror cuando, en más de una ocasión, me mandaron al corral al preguntar donde se podía hacer eso... obviamente, haberme interesado en esas circunstancias por el papel higiénico, o por su correspondiente sucedáneo, hubiera supuesto hacer el más espantoso de los ridículos.

En cualquier caso huelga decir que yo, en mi casa, tiro todos los periódicos viejos al correspondiente contenedor de la esquina, mientras que para estos menesteres recurro, como todo el mundo, al papel higiénico que venden en los supermercados, por fortuna mucho más agradable al tacto que el dichoso “El Elefante” de mi infancia. Y si ustedes tienen el capricho, podrán comprar todas esas sofisticaciones -mucho más caras, por supuesto- que nos ofrecen ahora, con texturas superdelicadas, colores surtidos, perfumes variados y hasta incluso impregnados de un suave bálsamo protector. Quién lo diría entonces...

Eso sí, convendría que fuéramos conscientes de que algo tan humilde y tan habitual ahora en nuestras casas fue, en realidad, un invento extremadamente útil que contribuyó a hacer más agradable nuestra vida. ¿O no?


Publicado el 26-9-2011