De tatuajes y otros “adornos” corporales





Atractivo el muchacho...


Dice el refrán que sobre gustos no hay nada escrito, aunque también hay otro dicho que afirma que algunos gustos merecen palos... en cualquier caso, y por muy estrafalarias que personalmente me puedan parecer, opino que cada cual es muy libre de practicar las aficiones que más les gusten, sin más límite que el de no molestar a los demás.

Por supuesto sobre esta última matización habría mucho que decir, ya que por desgracia son cada vez más los que la olvidan, de forma deliberada o no. Por poner tan sólo un ejemplo, hace unos días leí en un periódico una denuncia del comportamiento incívico de muchos viajeros en los transportes públicos, y a la queja de un lector acerca de la manía que tenían algunos de “regalar” a sus compañeros de viaje con su particular selección musical, por supuesto a decibelio pelado, un garrulo le respondió que si le molestaba tanto se pusiera tapones en los oídos... sin comentarios.

Pero no es de esto de lo que quiero hablar ahora, sino de la afición que muchos muestran hacia algo que, de forma objetiva, supone una agresión, o un peligro para sus propios cuerpos. Evidentemente parto de la base de que cualquiera es muy dueño de machacárselo de la manera que considere más conveniente, para eso es suyo, incluyendo claro está suicidios lentos tales como el consumo de tabaco u otras drogas... nada más lejos de mi intención, pues, que pretender catequizarlos, ya que considero que todo mayor de edad -incluso esos menores que burlan la ley por tan sólo unos meses- es muy libre, en lo que a esto respecta, de hacer de su capa un sayo, faltaría más.

Sin embargo no puedo evitar la tentación de hablar del tema, sin hacer juicios de valor pero sí reflexionando acerca de lo complicado que puede llegar a ser el comportamiento humano en  cuanto tiene de autodestructivo.

Veamos el ejemplo de algo que se ha puesto de moda últimamente, los tatuajes y su pariente próximo, el piercing, un espantoso barbarismo -me refiero al sustantivo- cuya traducción literal, perforación, es mucho más contundente en español que en inglés. En cualquier caso ambas prácticas tienen en común la agresión al cuerpo, sea por introducción de tinta en el interior de la piel -algo que desde un punto de vista médico no parece demasiado recomendable-, sea por la perforación de diversas partes del cuerpo, incluyendo las más recónditas y delicadas.

Y eso sin entrar en consideraciones estéticas, aunque a mí ambas prácticas siempre me han parecido bárbaras, en el sentido de que las identifico con culturas primitivas -lo siento por los políticamente correctos- y no con una sociedad desarrollada como la nuestra. Pero en fin, para gustos se hicieron colores...

El caso es que los médicos están hartos de advertirlo: la práctica del tatuaje o del piercing puede acarrear problemas graves en forma de infecciones o reacciones alérgicas a lo que en definitiva no es sino una agresión a tu propio cuerpo. Cierto es que en Occidente a prácticamente todas las mujeres se les han taladrado las orejas cuando eran poco más que recién nacidas, con objeto de que pudieran utilizar un adorno tan femenino como son los pendientes... pero aunque es lo mismo no es lo mismo, ya que ambos sexos van ahora mucho más allá de los simples pendientes taladrando prácticamente todo lo taladrable, no sólo los lóbulos de las orejas -y el resto de ellas- sino también diferentes partes del rostro -nariz, cejas, los propios pómulos- y del resto del cuerpo, desde el ombligo o la lengua -me da grima sólo con pensarlo- hasta... bueno, mejor lo dejamos discretamente aquí, que podría haber niños leyéndolo.

Eso sin contar con que algunos han convertido sus orejas en algo parecido a un muestrario de ferretería sin dejar apenas un espacio libre para nuevos abalorios, mientras otros, no contentos con un pequeño agujerito, se lo agrandan con una especie de carretes o remaches huecos de un calibre más que considerable, supongo que siguiendo el criterio de que a mayor tamaño más machos...

Por cierto, mi única experiencia al respecto, y no precisamente por voluntad propia, fue cuando me tuvieron que coser un puñado de grapas, por distintas partes del cuerpo, a raíz de una intervención quirúrgica; aunque me las quitaron al cabo de tan sólo una semana, les puedo asegurar que no me produjo el menor placer en llevarlas puestas, sino justo lo contrario. Así pues, no lo entiendo.

En cualquier caso, todo es ponerse; a lo mejor dentro de poco nos podremos cruzar en la calle con émulos aventajados de las mujeres jirafa birmanas o de los mursi, un pueblo etíope cuyas mujeres se colocan unos hermosos platos en el labio inferior que, mira por donde, pueden ayudar a ahorrar en vajilla. Otras opciones posibles son las escarificaciones de la piel -variante africana del tatuaje-, los tarugos de madera embutidos en los lóbulos de las orejas -una tradición amazónica- o los recios aros atravesando el tabique nasal a imitación de los bueyes domésticos... y ya puestos, ¿por qué no recuperar la antigua costumbre sioux, recreada en la película Un hombre llamado caballo, de colgar de un árbol a los jóvenes que abandonaban la pubertad utilizando para ello unos garfios clavados en la piel? ¿A que molaría?

Y si piensan que exagero, carguen en su ordenador el buscador Google, escriban la palabra piercing y seleccionen la opción de buscar imágenes. Les aseguro que no tiene desperdicio, aunque no se lo recomiendo a los estómagos delicados.




Estrambote

Recientemente ha saltado a los medios de comunicación la noticia de que el Ministerio de Defensa estaba rechazando a todos los aspirantes a ingresar en el Ejército que llevaran tatuajes en lugares visibles de la piel. Por supuesto se ha armado un buen revuelo, criticando los afectados -y también, supongo, todos aquellos que suelen aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid para arremeter contra el Ejército o contra cualquier otra institución, venga o no a cuento- lo que ellos consideran una normativa abusiva y arcaica, no faltando incluso quien apelara a la Constitución (!) tildando la medida de anticonstitucional.

Supongo que, según esos criterios constitucionales, alguien -varón, evidentemente- podría esgrimir su derecho a ser un soldado melenudo, pongo por caso, o a cambiar la guerrera por una chupa de cuero en el mejor estilo heavy, y me gustaría saber si dirían lo mismo si fueran El Corte Inglés o cualquier banco quienes los rechazaran por idéntico motivo.

Aparte de algo tan obvio como que el Ejército está en su derecho -y si no estás de acuerdo, que también estás en tu derecho, dedícate a otra cosa- de exigir a sus miembros unas normas de uniformidad determinadas, lo cual incluye no sólo la ropa sino también la piel y el corte de pelo, lo que demuestra esta astracanada no es sino la falta de sensatez de quienes, dejándose arrastrar por una moda, se someten a una intervención si no irreversible, sí complicada y, sobre todo, cara. De hecho, recuerdo haber leído hace algún tiempo, en una entrevista al dueño de una tienda de tatuajes, que éste afirmaba que su mayor negocio no estaba en hacerlos, sino en borrarlos... concretamente 1.200 euros por uno pequeñito, según decía una frustrada -y tatuada- aspirante a soldado, que no es moco de pavo.

Y es que, si la gente fuera un poco más lista, probablemente se ahorraría muchos problemas a lo largo de su vida.


Publicado el 13-7-2011
Actualizado el 18-7-2013