El Henares complutense (II)
De la presa de Cayo al
Puente Zulema
Salvado ya el obstáculo de la presa de Cayo el Henares parecerá mostrar una repentina inquietud por alejarse de una ciudad que ha osado profanar de manera tan cruel sus hasta entonces vírgenes riberas; y así, tras formar una ancha y roma isla de cantos rodados que a veces, cuando el estiaje lo permite, puede llegar a convertirse temporalmente en península mientras otras, con un Henares hinchado y con ínfulas de río importante, queda temporalmente sumergida, éste recoge sus divididas aguas para encaminarse, estrecho y bullicioso y también -dicen los entendidos- profundo, en dirección opuesta a aquélla que habría de acercarle a las estribaciones de la ciudad a la que presta su nombre, dejando como único embajador al rescatado caz -el arruinado molino no tuvo esta suerte- que discurre cantarín a la vera de varios barrios complutenses.
El Henares aguas abajo de
la presa de Cayo
Este momentáneo divorcio entre río y ciudad, refrendado por la simbólica barrera opuesta por el caz a la invasión del cemento y el asfalto, hace que el Henares pueda experimentar un momentáneo respiro que le permite volver por sus fueros, siquiera durante algún tiempo, libre momentáneamente de perturbaciones humanas. Ceñido de nuevo al cortado vientre de los cerros que le constriñen por su flanco izquierdo, permite no obstante gozar de un cómodo recorrido por la arbolada margen opuesta sin más requisito que cruzar el destartalado puente que salva el caz casi en su misma embocadura.
Es la Isla del Colegio un feraz paraje agrícola parte del cual fue adquirido años atrás -el resto de su superficie, ajena por completo a los vaivenes políticos, sigue estando cultivada- por el ayuntamiento complutense con la pretensión, o al menos eso afirmaron sus responsables de entonces, de construir en su solar un gran parque que a la postre quedó reducido al inmisericorde cemento del nuevo recinto ferial, el viajero se ha de encontrar de nuevo con la naturaleza en su estado más prístino y original... O casi, si logra abstraerse de la molesta plaga de ciclistas y corredores que pululan por allí haciéndose los amos de los caminos que surcan la zona.
Pese a ello, podrá permitirse el lujo de imaginar por unos momentos ser digno émulo de tantos españoles ilustres que en sus años mozos pasearon sus hábitos estudiantiles por estas regaladas riberas. Mas el Henares, ajeno por completo a estas humanas flaquezas, continúa adelante con su paciente labor de milenios excavando poco a poco la deleznable, aunque tenaz escarpa que le sirve de margen izquierda describiendo para ello, por mor de la topografía del terreno, una suave curva que actúa así de límite para el torturado extremo norte de la comarca alcarreña.
El Henares en el recodo
de la Isla del Colegio
Sin embargo, esta huida hacia el sur no será indefinida ya que a poco el Henares, cual si de un arrepentido consorte se tratara, se vuelve bruscamente sobre sus pasos en busca de la ciudad de la que poco antes quisiera alejarse, describiendo para ello un violentísimo recodo que bien podría servir de ejemplo para un libro de geografía, tan espectacular resulta este brusco meandro cuyas riberas se muestran veladas por la frondosidad que las envuelve para decepción del viajero, que se ve imposibilitado de disfrutar de una visión panorámica de tan interesante lugar debiendo contentarse con ver y fotografiar los retazos parciales que se atisban entre los árboles, no por ello menos interesantes al reflejar la impasible labor de zapa de un río que aquí ha decidido cambiar bruscamente de camino alejándose de las protectoras laderas de los cerros.
El Henares a la salida
del recodo de la Isla del Colegio
A pesar de su nuevo rumbo, que le lleva a desandar buena parte del camino recorrido en su repentina fuga, el Henares no retorna a las cercanías de Alcalá sino que describiendo de nuevo otra curva, en esta ocasión más abierta y en sentido contrario a la anterior, remolonea perezoso atravesando un terreno excepcionalmente llano y fértil por ambos lados: La Alvega, a su izquierda, y la Isla del Colegio a su derecha, fincas ambas salvadas casi milagrosamente de la especulación feroz desatada en pasados años. Se trata, por cierto, del paraje conocido con el poético nombre de Aguas Verdes, lugar donde el Henares comienza a ensancharse de nuevo en respuesta a la cercanía de una nueva presa, la de los García en este caso; mas el viajero prefiere imaginar que el pobre río, después de su alocada fuga, se detiene al fin a tomar resuello lejanos ya los humillantes despropósitos a los que fuera sometido aguas arriba de su curso.
El Henares en la curva de
la Isla del Colegio
Paralelo ahora al alcalaíno barrio de Venecia, todo un recuerdo de cuando el Henares jugaba a ser mayor sacando sus aguas de madre con mayor frecuencia de la deseable, nuestro río discurre aún bastante separado de éste interponiendo entre ambos el consabido curso del caz, que finalmente le viene a devolver los caudales que aguas arriba tomara prestados en el majestuoso recodo donde el Henares complutense se muestra más río antes de llegar a la Tabla Pintora, nombre éste plenamente merecido por ser tan amplio remanso espejo tradicional de las torres de la ciudad, idílica imagen hoy sustituida por el ominoso reflejo de una de las mayores herejías urbanísticas cometidas en toda la historia de Alcalá: el barrio conocido, quizá irónicamente, con el nombre de Nueva Alcalá, una impersonal y amazacotada mole de ladrillos y hormigón surgida como al descuido sobre el solar de la que fuera una de las más ubérrimas huertas de la vega complutense; barrio insulso donde los haya que comete la insolencia, insólita por estos pagos, de asomarse hasta la misma ribera del Henares apenas separados ambos, barrio y río, por el antiguo muro de contención hoy transformado en ameno paseo fluvial.
El Henares antes de
llegar a la Tabla Pintora
No, ciertamente no se reflejan ya en la tersa lámina del remanso las viejas torres que tanto sorprendieran al viajero Ponz, ni existe tampoco desde hace mucho tiempo la destartalada barca que tantas veces utilizara el viajero, cuando niño, para cruzar un Henares que entonces se le antojaba una inmensidad líquida, digno émulo en su imaginación infantil de los mayores ríos asiáticos o africanos... Arribando a la postre a una misteriosa orilla opuesta que le permitía corretear a su antojo por toda la llana y feraz finca de la Alvega en pos de imaginarias y exóticas aventuras.
El Henares remansado en la
Tabla Pintora
Los años han pasado inexorables y el viajero dejó hace mucho de ser un niño, pero la finca de la Alvega se muestra igual que medio siglo atrás, constituyendo una llamativa singularidad dentro de la habitualmente arriscada y áspera orilla izquierda del Henares. Este hecho, unido a la abundante arboleda que festonea entrambas riberas, convierte al lugar en uno de los más apacibles de todo su recorrido a lo largo de la ciudad complutense, y aún lo sería más de no mediar la ominosa mole de ladrillos que surge por detrás del espeso muro vegetal advirtiendo que la civilización está allí mismo reclamando su tributo.
Continúa el Henares su camino, ancho y tranquilo, sirviendo de afortunada barrera entre el malhadado barrio que deja a su derecha y el paraje aún virgen que surge a su izquierda, camino de la cercana presa que se adivina en lontananza. Está a su vez protegido el propio Henares de la invasión urbana por el antiguo malecón, unas intervención humana relativamente poco dañina en esta ocasión puesto que respeta razonablemente la línea de la primitiva ribera.
El Henares en la presa de
los García
En cuanto a la presa, denominada de los García, nada tiene de particular con respecto a sus compañeras si no es lo innecesario de su labor ya que, si bien continúa cumpliendo escrupulosamente con su tarea secular de remansar las aguas del río, se ve imposibilitada para derivarlas hasta el antiguo y arruinado molino por impedírselo el cegamiento de su caz, circunstancia que convierte en estéril su laborioso empeño. Merecería la pena recuperar este caz como se recuperó el de la Isla del Colegio, y ciertamente el ayuntamiento complutense, que también ha adquirido en fechas recientes esta isla de los García, prometió hacerlo a la par que ajardinaba el hoy abandonado terreno; pero el viajero, que sólo cree en los políticos al modo del apóstol Santo Tomás constatando que años después nada de esto se ha hecho todavía, prefiere limitarse a certificar esta declaración de intenciones a la espera, ojalá sea así, de verla convertida en una realidad para solaz de los alcalaínos.
Aguas abajo de la presa de los García el Henares parece tener prisa por abandonar de nuevo las vecindades molestas por lo que, tras describir un nuevo giro, se interna una vez más en terrenos no urbanizados que suponen asimismo un importante cambio en el paisaje de ambas riberas y, en especial, de la martirizada margen derecha, puesto que en la opuesta la virgen finca de la Alvega continúa mostrándose en todo su esplendor.
El Henares tras abandonar
la presa de los García
El viajero imagina clara la voluntad de nuestro río de zafarse de influencias humanas y así lo demuestra, recién salvado el obstáculo de la presa, formando una pequeña isla cuando sus aguas son abundantes que, a diferencia de lo que aconteciera con la anterior de la presa de Cayo, no sólo no está desnuda y descarnada sino que, muy al contrario, muestra una exuberante población de árboles increíblemente apiñados en su reducida superficie. Algo más allá las aguas del Henares se reunirán de nuevo en un cauce en ocasiones estrecho y en ocasiones más amplio pero en todo momento agreste y nada domesticado, lo que le hace ganar en prestancia todo aquello que pierde en amplitud, lo que le permite alcanzar en ocasiones una imagen atrayente e idílica.
Mientras la ribera izquierda continúa siendo llana y se muestra profusamente arbolada la derecha, dejados felizmente atrás los últimos edificios que la constreñían, linda ahora con una antigua finca agrícola, también protegida en toda su longitud con un malecón convertido de hecho en la verdadera ribera ya que, por ceñirse éste en demasía a la verdadera linde del río, en ocasiones llega a confundirse con ella sin dejar virtualmente espacio para que los árboles puedan medrar al abrigo de la humedad del cauce. Algo más adelante, por el contrario, el muro se separa un tanto permitiendo la existencia de una pequeña alameda, a la cual su accesibilidad ha degradado preocupantemente en comparación con el denso arbolado de la mucho más protegida, en todos los sentidos, orilla opuesta.
El Henares aguas abajo de
la presa de los García
Algo más adelante un nuevo accidente geográfico volverá a llamar la atención del viajero: El Henares, describiendo de nuevo un violento giro que le hace volver una vez más sobre sus pasos, culmina aquí el ancho y generoso meandro cuyo recorrido emprendiera tras el primer recodo situado aguas abajo de la presa de Cayo. Vista desde el aire la forma de este meandro recuerda vivamente a la de una herradura, cuyos talones serían ambos recodos mientras el amplio vientre central vendría a corresponder al tramo que discurre tras la Isla del Colegio y al remanso de la Tabla Pintora.
De esta forma la finca de la Alvega queda convertida en una pintoresca península ceñida por el cinturón verde del Henares en la totalidad de su perímetro a excepción del estrecho istmo, de apenas trescientos metros de anchura, que separa a los dos espolones de los recodos al tiempo que oficia de puente con la vecina escarpadura de la Alcarria. Aunque en realidad esta corta lengua de tierra se asemeja más bien a una frontera entre la suave llanura de la Alvega y los arriscados terrenos de los cerros, los cuales, indiferentes por completo a la deserción del río, no muestran aquí ninguna solución de continuidad por más que fueran las aguas del Henares quienes labraron con paciencia milenaria las caprichosas formas de su borde.
Es por ello por lo que la línea de los cerros remarca con total nitidez el camino que antaño siguiera el Henares antes de que éste optara por haraganear, dibujando sus caprichosas revueltas a despecho de una orografía que, lejos de rendirse a sus veleidades caprichosas, siguió señalando el camino más corto. Ciertamente no faltaron proyectos para provocar de la mano del hombre aquello que la naturaleza habrá de tardar aún varios siglos o, incluso, milenios en conseguir, un atajo que pudiera conducir de nuevo directamente las aguas de un punto a otro, evitando el rodeo de varios kilómetros que les obliga a describir el antiguo cauce; proyectos hoy felizmente desechados, ya que ningún beneficio importante habría de obtenerse de esta actuación perdiéndose, por el contrario y para siempre, un largo trecho de nemorosas riberas deseosas de poder prestar agradable cobijo a todo aquél que se acerque hasta ellas. Así pues el Henares continúa, y continuará todavía durante mucho tiempo, regodeándose en su lento discurrir por su secular y serpenteante camino para gozo y disfrute de los alcalaínos.
El Henares en el recodo de
la Alvega
El viajero tiene interés en fotografiar esta revuelta y, aunque la bajada por el talud del malecón hasta la orilla del río se le antoja accidentada, se arriesga a bajar dado que las frondosas arboledas le impiden apreciar desde arriba el objeto de su búsqueda, que recuerda haber visto hace ya muchos años: una sólida cárcava contra la que se estrellan impetuosos los hasta poco antes mansos caudales del Henares antes de deslizarse, diríase que humillados, a lo largo del férreo muro que llevan siglos intentando infructuosamente derrotar, al tiempo que a la memoria del viajero afloran olvidados recuerdos de este mismo lugar visto desde la otra orilla, fruto sin duda de alguna de sus excursiones infantiles a la Alvega. Y, dado que varias décadas son mucho en el discurrir de una vida humana, pero apenas suponen un suspiro en el devenir de un río, espera encontrarlo igual que entonces.
El Henares a la
salida del recodo de la Alvega
Finalmente conseguirá llegar a su meta y, salvando la espesa barrera de carrizos y espadañas que se interpone en su camino, llega al pie de las aguas para encontrarse frente al esperado espectáculo de una descarnada escarpa socavada desde tiempo inmemorial por las tenaces aguas. Por el contrario la margen derecha en la que ahora se encuentra se le antoja muy distinta de la que conservaba en sus recuerdos, ya que la imagen de una minúscula playa fluvial en forma de estrecha y desnuda lengua difiere del lugar poblado de plantas de ribera en el que se encuentra, aunque el suelo que pisa sigue siendo la misma arena entregada por el Henares en pago por la tierra arrancada en la orilla opuesta.
El Henares desde el alto del
antiguo vertedero
Tras contemplar a su antojo la pugna secular entre la tierra y el agua, imagen que se llevará consigo recogida en varias fotografías, el viajero se despide de tan apacible rincón y retorna al camino que recorre la cima del malecón para acompañar en su camino a las ahora tranquilas aguas del Henares. Olvidadas ya sus anteriores veleidades nuestro río retoma con decisión su camino, dejando tras de sí a la gentil Alvega para ceñirse de nuevo al manto protector de los cerros pasando junto al que hasta hace unos años fuera el cáncer grisáceo del antiguo vertedero, un montículo artificial fruto de los detritus generados por la ciudad complutense durante varias décadas del que hoy no queda el menor vestigio. No son estos cerros demasiado espectaculares si se comparan con los del Val o con el Malvecino, ya que en realidad se trata únicamente de las estribaciones finales del alto del Gurugú, situado algo más al sur; pero ciertamente tienen también su interés por los cortados que en ellos realiza el Henares, similares en todo a sus hermanos mayores a excepción, claro está, de la diferencia de sus respectivas alturas.
Otra vista del Henares desde
el antiguo vertedero
En este lugar el Henares vendrá a encajonarse intentando ser, un tanto ingenuamente, un Tajo en miniatura con sus dos riberas altas y escarpadas, la una natural y la otra, la derecha, en buena medida artificial a causa del sempiterno malecón que continúa acompañando infatigablemente al río en previsión de repentinas avenidas, circunstancia que no impide al Henares arroparse con una espesa capa vegetal que, arraigada en el estrecho espacio comprendido entre ambas orillas y sus respectivos taludes, forma un cerrado estuche verde que parece querer proteger las aguas progenitoras hasta de los ojos curiosos del viajero al tiempo que se aprovecha de lo recoleto de su solar para medrar tranquilamente a su vez al abrigo de inoportunos de toda laya y pelaje.
Cantiles del Henares
en las cercanías del Puente Zulema
Se aproxima ahora el Henares al Puente Zulema no sin antes lamerle los cimientos a un mellado cerro rey indiscutible de las alturas en este lugar pero, ¡ay!, bárbaramente cercenado por dos de sus costados merced al conjuntado efecto de la zapa paciente del río y de la explosión del polvorín que bajo él se albergaba hasta que volara por los aires allá por 1947. Pero estábamos hablando del Puente Zulema, sin duda uno de los más entrañables rincones alcalaínos, el cual recibe al Henares con su doble fábrica: Primero el puente nuevo, funcional sin duda pero nada airoso, en cuyos estribos rompen las aguas cual si de una pequeña presa se tratara; algo más abajo, los tristes muñones del antiguo puente medieval, dañado seriamente por la explosión del polvorín y demolido poco después so pretexto de evitar las retenciones de agua durante las riadas.
El Henares a su llegada al
Puente Zulema
Apenas los tajamares, firmemente asentados en el lecho del río, y un único arco milagrosamente intacto, son hoy cuanto queda de la sólida obra que mandara ejecutar el arzobispo toledano don Pedro Tenorio allá por los postreros años del siglo XIV, obra que hubiera podido mantenerse en pie aún durante muchos años de haber existido siquiera un poco de compasión hacia el venerable puente. Amputación carnicera, llamó acertadamente en su día a esta absurda destrucción un escritor local; y a fe que no puede ser denominada de otra manera la inútil, la bárbara demolición de esta parte secular del patrimonio alcalaíno, tanto más injustificable por tratarse de una actuación tan cercana en el tiempo. Recientemente estos muñones fueron aprovechados para construir sobre ellos una pasarela que permite a los peatones atravesar el Henares evitando el peligroso cruce por el cercano puente, lo cual si bien ha redundado en una innegable mejora, ésta ha sido a costa de la irreparable pérdida del romanticismo de estas viejas ruinas.
El Henares a su paso por el
Puente Zulema
Cruzando los puentes se llega al moderno cementerio jardín el cual, encuadrado entre las dos carreteras, la nueva del Gurugú y la antigua del Zulema, se asoma con timidez a la ribera izquierda del río en un intento, inédito por estos pagos, de adornar a la muerte con cuidadas praderas y recoletos jardines, aunque lo cierto es que las vallas que cercan el recinto distan realmente mucho de contribuir al ornato del río del que es vecino.
El Henares bajo el Puente
Zulema
Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 10-10-2024