El Pozo de los Ramos
Aunque todos los afluentes del Henares, e incluso el Henares mismo, presentan parajes de gran interés paisajístico a lo largo de sus respectivos cursos, es sin duda al Sorbe a quien le cabe el honor de ser el más prolífico de todos en lo que a lugares capaces de sorprender al viajero más existente respecta. A lo largo de una parte muy importante de su recorrido, desde su mismo nacimiento en tierras de Cantalojas hasta más allá incluso de su represamiento en Beleña, es decir, en todo su curso alto y parte de su curso medio, el Sorbe atraviesa terrenos quebrados y abruptos que, si bien no pueden ser considerados de alta montaña, sí representan unas considerables dificultades orográficas que el Sorbe se ve forzado a salvar a fuerza de espectaculares tajos por entre los cuales se escurre grácilmente en busca de las tierras bajas de Razbona y Humanes.
Son muchos realmente los tesoros que esconde este gentil riachuelo, pero lo accidentado de los terrenos por los que discurre, vírgenes casi por completo de cualquier intervención humana, dificulta hasta prácticamente impedir que éstos puedan ser visitados por un viajero que, aunque razonablemente capaz de trotar por parajes no demasiado agrestes, carece de las aptitudes físicas y de la preparación necesarias para una tarea que no está precisamente al alcance de cualquiera.
Por esta razón el viajero se verá limitado a poder visitar tan sólo unos cuantos lugares en los cuales, por una razón u otra, el acceso es posible o no resulta demasiado dificultoso. Uno de ellos es el embalse del Pozo de los Ramos, el primero de los dos remansamientos artificiales con los que el Sorbe paga tributo a la avidez de unos humanos deseosos de apropiarse para su beneficio propio de los caudales líquidos que el Sorbe atesora. Es el Pozo de los Ramos un pequeño azud propiedad, no de la Mancomunidad de Aguas del Sorbe como parecería lo más lógico, sino del advenedizo y acaparador Canal de Isabel II, organismo madrileño que drena las aguas aquí captadas hasta el vecino pantano del Vado para desde allí, confundidas ya con las del Jarama, enviarlas finalmente a la siempre sedienta capital de las Españas.
No contento con todo lo que se llevaba, que no era poco, tiempo atrás amagó el Canal con convertir el pequeño azud en un embalse mucho mayor con el que poder expoliar aún más estas deprimidas comarcas, cuya única riqueza es precisamente el agua... tan sólo para seguir manteniendo el inhumano modo de vida de la cada vez más inhóspita megalópolis madrileña. Por fortuna tan pernicioso proyecto no sería llevado finalmente a cabo, de forma que el Sorbe pudo seguir disfrutando de esa tranquilidad de la que secularmente ha gozado.
Pero el azud existe y es una realidad desde hace ya varias décadas; y puesto que donde hay una presa siempre habrá obviamente un acceso a la misma, el viajero ha decidido visitar unos parajes que, por fotografías y por descripciones, sabe que no puede dejar en modo alguno fuera de sus itinerarios. Así pues, una radiante mañana de finales de mayo, con la primavera estallando por todos los rincones y con un sol que comienza a calentar con firmeza la recias tierras castellanas, el viajero se encaminará hacia Humanes primero y hacia Tamajón después para finalmente desviarse, en las cercanías de Almiruete, de la carretera que conduce desde este último pueblo, famoso por sus botargas, a Palancares y a Valverde de los Arroyos.
El desvío que conduce a la presa carece de cualquier tipo de rótulo indicador, por lo que quien no esté avisado de su existencia podrá pasar probablemente de largo. Una barrera bajada impide el paso de vehículos por la carretera, pero esto no supone ningún obstáculo digno de mención; una caminata de apenas un par de kilómetros, que a la vuelta serán por cierto cuesta arriba, bastará para llevarle hasta la misma presa por una carretera abandonada e invadida ya parcialmente por la vegetación pero que no obstante resulta perfectamente practicable a pie. Bien pensado la barrera, lejos de ser un inconveniente, resulta más bien una ventaja al alejar a los coches de unos parajes que merecen ser preservados de su instinto depredador; con ellos se evita también la siempre indeseable presencia de los domingueros, especímenes urbanos incapaces de disfrutar del campo sin agredirlo de alguna manera.
La presa del Pozo de los
Ramos es lo primero que se vislumbra al descender por el camino
Afortunadamente el lugar está libre por completo de tan dañina plaga, por lo que el viajero podrá gozar sin limitaciones de su paseo. La carretera desciende por la ladera de un profundo y encajado barranco en cuyo fondo se oye, más que se ve, el rumor de un pequeño tributario del Sorbe al que los mapas identifican con el nombre de arroyo de las Presas; se trata del colector natural que avena la resguardada ladera en la que se asienta Almiruete, el cual en su corto recorrido hasta el cercano curso del Sorbe ha labrado un considerable tajo en la dura roca salvando el fuerte desnivel que separa su cabecera de su desembocadura.
El paraje es, sin ningún género de dudas, espectacular: Ambas laderas del barranco, cortadas diríase que a pico en la dura y lustrosa pizarra, brillan bajo la luz radiante de la primavera tardía mostrando toda una gama de verdes que les confieren un aspecto tan llamativo como cautivador. Allá abajo, el lecho del arroyo aparece oculto por la abundante vegetación que tapa casi por completo el bullente caudal del juguetón riachuelo. Al frente, por último, se vislumbra, cuando las revueltas del camino lo permiten, la cercana presa que anuncia de esta manera el final de su trayecto.
Poco más allá el descenso llegará a su fin y el viajero, impaciente por contemplar un paisaje que intuye atractivo, ve abrirse su hasta entonces cerrado horizonte pudiendo al fin disfrutar a sus anchas, por vez primera, de la visión que se despliega ante sus ojos. El estrecho barranco por el que caminara hasta entonces, abierto finalmente al confluir con el no mucho más amplio cortado del Sorbe, le permite ahora contemplar sin obstáculos de ningún tipo el engrosamiento de las aguas formado por la pequeña represa, al cual habría que calificar con más propiedad de azud que de embalse dado lo limitado de su superficie. No serán más de quizá unos cien metros de anchura por alrededor del doble de longitud, apenas pues algo más que un pequeño remanso natural acrecentado modestamente por la mano del hombre; pero conviene no engañarse con ello, ya que lo menguado de su extensión no menoscaba en un ápice el gran interés paisajístico del mismo.
El azud visto desde la
cúspide de la presa
Y es que el Sorbe, amante de los lugares agrestes como buen río serrano que es, muestra aquí su cara más arriscada para desconsuelo de un viajero al que le gustaría sin duda poder remontar su curso, o descender por él, desde ese mismo lugar... Tarea virtualmente imposible puesto que el río carece aquí por completo de riberas, sustituidas éstas por unas escarpadas e inaccesibles laderas cortadas a cuchillo en la dura roca. Tan sólo la estrecha desembocadura del arroyo de las Presas consigue romper brevemente la verticalidad de las márgenes del Sorbe abriendo en ellas unas minúscula playa que constituye de esta manera el único acceso posible al cauce del río.
Tras abandonar definitivamente la ladera por la que hasta entonces discurriera, la carretera salvará un último desnivel para, tras cruzar el moribundo arroyo, dirigirse finalmente a la presa... Y aquí el adjetivo moribundo no es una simple licencia literaria sino la pura y simple realidad ya que el riachuelo, que tan sólo unos metros antes se mostrara vivaracho y cantarín, se hunde en su propio lecho debajo mismo del puente hasta desaparecer por completo. De esta manera el tramo final de su recorrido es tan sólo un cauce seco y vacío que muere inútilmente poco más allá en la ribera del azud, sin entregarle ni una sola gota de agua... Paradojas de la naturaleza que se volverán a repetir, el viajero lo sabe bien, en la desembocadura del jovial Torote allá por los pagos complutenses.
Otro ángulo del azud
visto desde la cúspide de la presa
Pronto se olvidará el viajero de esta pequeña curiosidad para centrar su atención en el magnífico espectáculo que se abre ahora ante sus ojos. La cúspide de la presa, como suele ser habitual en todas ellas, es perfectamente practicable y le conduce hasta la orilla opuesta, que es la izquierda, donde un ciclópeo muro de piedra le impedirá por completo el paso. Tan sólo una casi imperceptible vereda, tallada en la misma roca conduciendo al parecer a ninguna parte, remonta la empinada ladera sin que se pueda adivinar siquiera su destino. Pero puesto que no es intención del viajero trepar por las abruptas anfractuosidades de un terreno completamente impracticable para todo aquél que carezca de la adecuada preparación, éste se limitará a contemplar el paisaje que se muestra ahora frente a él.
Aguas arriba, es decir, en dirección al pantano, el Sorbe se muestra amplio y generoso en toda la amplitud que permite la angostura de la hoz, con unas laderas diríase que cortadas a cuchillo dada la precisa verticalidad de las mismas. La vista es espectacular, de ello no cabe la menor duda, pero las revueltas caprichosas que describe el río limitan su horizonte a apenas unos pocos centenares de metros.
Aguas abajo la situación cambia por completo; y no por culpa de la orografía, que ésta es virtualmente la misma antes y después de la presa, sino gracias a que el Sorbe, liberado al fin del dogal que le atenazara, da rienda suelta a sus caudales sin más limitaciones que las secularmente impuestas por la naturaleza... eso sí, pagando por su libertad el tributo de una última ignominia al verse obligado a abandonar la presa en forma de amplio surtidor que dispersas sus aguas en todas direcciones antes de que éstas tengan ocasión de reunirse de nuevo en su ancestral y recobrado cauce. Un aliviadero, en esta ocasión abierto, proporciona una segunda y más digna vía de escape al inquieto caudal del humillado Sorbe, que de esta manera verá reparado, al menos en parte, su lastimado orgullo.
El Sorbe tras abandonar la
presa
Más allá del pie de la presa, apenas recuperado su camino secular, el Sorbe parece como si quisiera ocultarse del impertinente viajero avergonzado por la humillación sufrida; y realmente lo logra gracias a la complicidad de una espesa cortina de árboles que, no contentos con poblar sus estrechas riberas, invaden el propio lecho del río levantando una auténtica y eficaz barrera vegetal que impide vislumbrar lo que ocurre más allá de ese punto. En realidad el viajero supone que, incapaces de medrar en la dura e inhóspita pizarra de las laderas, los árboles han arraigado donde buenamente han podido; nada de misterio hay en ello, pero no obstante la impresión es tan vívida que, pese a todo, le cuesta trabajo creer que no haya nada de voluntario en este curioso y peculiar fenómeno.
Tras hacer las fotografías de rigor, que no es cuestión de desaprovechar la oportunidad que se le brinda, el viajero procederá a descender por la escalera que conduce hasta el pie de la presa. Ésta, al contrario de lo que ocurre con las vecinas de Beleña y Alcorlo, está construida con hormigón y no con simple tierra, aunque lo modesto de sus dimensiones hace que carezca de toda espectacularidad. Desde allí abajo la vista no es esencialmente distinta de la que pudiera disfrutar desde arriba, por lo que el viajero centrará su atención en la posibilidad de descender por la ribera siquiera hasta los árboles que de forma tan eficaz velan el curso del río... empeño inútil, puesto que no existe el menor sendero que permita llegar hasta allí, sino tan sólo una escarpada orilla por la que resultaría imposible caminar con un mínimo de seguridad. De esta manera, y a pesar de que serán apenas unos cien metros los que le separan de su objetivo, tendrá que renunciar muy a su pesar a alcanzarlo.
Lamentándose de no poder recorrer el río en ninguno de los dos sentidos, y visto que poco más es lo que puede hacer allí, el viajero se volverá sobre sus pasos abandonando el recoleto y apacible rincón que tanto le ha agradado. Bajo el fuerte sol la cuesta arriba se le hace un tanto pesada, tiempo que aprovecha para meditar acerca del peligro que corre este lugar de quedar inundado ante la amenaza conjunta de la avidez madrileña y la insensibilidad de unos ingenieros capaces de arrasar sin el menor escrúpulo cualquier paraíso natural que tenga la desgracia de ponérseles por delante. Y así, mientras alcanza finalmente su vehículo, antes de que abandone definitivamente la zona formulará mentalmente un deseo: el de que jamás sea construida allí ninguna presa. Que por fortuna, habría de cumplirse.
Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 28-7-2015