Razbona



Razbona, pequeña población situada a unos diez kilómetros de distancia de Humanes, a cuyo municipio pertenece, en nada se diferencia de tantas y tantas pequeñas aldeas de Guadalajara que agonizan lentamente a causa del cáncer de la despoblación, salvándolas únicamente de la extinción, y eso de una manera parcial, su elección como segundas residencias por parte de algunos habitantes de las cada vez más insoportables ciudades.

Nada parecía haber, pues, en Razbona que pudiera estimular en principio la curiosidad del viajero; mas un atento estudio del mapa de esta zona habría de convencerlo de la existencia de un dato de interés para él en la minúscula aldea: El paso del río Sorbe por las proximidades de su caserío, lo que le habría de facilitar una visión del mismo en un lugar, cercano relativamente a su desembocadura, en el que el Sorbe se muestra ya como un río maduro y sosegado que discurre plácidamente hacia su final. Y, puesto que Razbona se alza junto a la carretera que enlaza Humanes con la serrana Tamajón, nada más fácil que acercarse hasta ella para, dejando allí el coche, descender a pie hasta el cercano valle en el que se adivina el curso del río.

Porque, si algo tiene de curioso el caserío de esta aldea, es el hecho de que éste se asome al brusco cortado del inmediato valle dándole una curiosa apariencia, que no pasó desapercibida al viajero, de una Cuenca en miniatura. Pero dejemos por ahora el pueblo y centremos nuestra atención en el río, al cual es bastante cómodo llegar gracias a un camino más o menos pavimentado que desciende hasta el mismo, camino que facilita también el acceso, más por cierto de lo que quisiera el viajero, a los inevitables y siempre poco agradables domingueros que, a modo de plaga bíblica, acostumbran a invadir estos parajes a poco que el tiempo les acompañe.

Y merecerá la pena, ciertamente, el viaje hasta este lugar a pesar, incluso, de que el Sorbe no muestre aquí sus mejores galas ante los ojos de sus visitantes; pedregoso y con escaso caudal, debido sin duda esto último, más que a la escasez de lluvias, a la cada vez mayor sed de Alcalá y Guadalajara, divagan sus magras aguas entre las anfractuosidades de un cauce que le viene evidentemente estrecho, sin faltarle incluso la humillación de verse atravesado por un camino por el cual es vadeado no ya por los vehículos todoterreno, sino también por los más modestos utilitarios.




Acueducto de Razbona


Pero sin duda, lo más espectacular del paraje será el largo acueducto que, con ínfulas de puente, atraviesa de parte a parte la amplia vaguada por la que discurre nuestro río sirviéndose para ello de toda una numerosa teoría de pilares de hormigón que, zancada a zancada, le permitirán salvar este accidente topográfico. No le resultará nada difícil deducir al viajero que la conducción debe de proceder del cercano embalse de Beleña, transportando por ello sus líquidos caudales hasta las ciudades de Alcalá y Guadalajara; cruel paradoja ésta, que permite al expoliador transportar impunemente el producto de su saqueo por encima de su inocente víctima, un río Sorbe que arrastra con pesar sus menguados caudales al tiempo que ve cómo discurren sobre su cabeza las aguas que no mucho atrás le pertenecieran legítimamente. Y como el viajero se beneficia también de esta continua sangría en su condición de complutense, no tendrá por menos que acongojarse ante tan necesario, pero no por ello menos triste, tributo.

Puesto que la parte superior de la conducción está protegida por unas losas planas, es perfectamente posible acceder a la misma utilizándola a modo de improvisado puente, por lo que el viajero podrá con toda comodidad cruzar la vaguada del río al tiempo que gana una interesante perspectiva para la observación del mismo. Resulta curioso, al menos para él, que un curso de agua reducido a su mínima expresión pudiera labrar no obstante tan anchuroso valle; cosas de la geología, sin duda, aunque el viajero prefiere imaginar a un río Sorbe más opulento que el de hogaño, un Sorbe capaz de labrar sin problemas esta considerable obra que a todas luces le viene ahora grande.




El Sorbe aguas arriba del acueducto


Por lo demás, la observación desde su privilegiada atalaya le será ciertamente fructífera: Bajo él, el Sorbe discurre discretamente entre piedras; aguas arriba, el río forma un remanso cuyo entorno se le antojará al viajero degradado, parte por culpa de los inevitables domingueros, parte a causa de los restos que sobraron de la construcción del acueducto que ahora le sirve de mirador, restos que, en forma de gruesas piezas de tuberías, permanecen allí abandonados sin que nadie se haya molestado, al parecer, en hacerlos retirar. Por fortuna, la vista que se abre en la otra dirección es mucho menos deprimente, con un Sorbe que parece querer huir avergonzado escabulléndose con inquietud de tan desagradable lugar. Puede que esta impresión sólo exista en realidad en la mente del viajero; pero lo cierto es que éste, al ver cómo unas frondosas alamedas parecen querer arropar con su verde albornoz el curso humillado del río que les da vida, no puede evitar imaginarse a un Sorbe que, poseedor de cualidades humanas, prefiere esconderse antes que sufrir la ignominia de mostrarse con tan poco elegante aspecto.




El Sorbe aguas abajo del acueducto


Pasado el breve cauce del río el viajero verá como el lecho de la vaguada, árido y arenoso y apenas poblado por unas ralas junqueras, se extiende durante una considerable extensión de terreno antes de perderse en una cerrada arboleda que al pronto excitará su imaginación: ¿Discurrirá por allí un segundo brazo del río que le pueda redimir de su triste condición? Y, aunque durante un momento alentará esta esperanza, la realidad se mostrará finalmente mucho más prosaica: No, no hay allí ningún río, no hay tan siquiera nada que se parezca a un cauce siquiera seco... Aunque la frondosidad del lugar y la abundancia de junqueras parecen indicar que el agua, subterránea en esta ocasión, no debe de andar muy lejana, lo que supone, siquiera a título simbólico, una pequeña compensación.

Nada le quedará ya por observar al viajero una vez alcanzado el final del acueducto, por lo que volviéndose sobre sus pasos desandará el camino andado. Volverá, pues, a cruzar sobre el Sorbe descubriendo en esta ocasión una puñalada más asestada al indefenso río: Flotando sobre la balsa de agua que forma un pequeño muro de cantos rodados apilados poco más abajo del cauce, se adivinan las irisaciones de una mancha de amenazador aceite. El Sorbe está, pues, contaminado en este lugar; y, puesto que aguas arriba de su curso prácticamente no existen poblaciones capaces de cometer esta felonía, la pregunta surgirá inmediatamente en la mente del viajero: ¿Quién contamina de forma tan gratuita las prístinas aguas del pobre río?

No, no lo llegará a saber, aunque sospeche de los poco escrupulosos visitantes que se agolpan en la ribera. Así pues, y sintiendo un poso de amargura en su interior, abandonará el acueducto para poco después, tras alcanzar su vehículo, alejarse de un lugar que tan tristes impresiones le infundiera.



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 30-7-2015