¿Protección de qué?





Adán y Eva, de Rubens. Así imagino yo a quienes trafican con datos personales



Supongo que conocerán el proverbio atribuido a san Bernardo de Claraval “El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, que suele ser aplicado a aquellas iniciativas fallidas a las cuales les sirve de poco la buena voluntad si acaban rindiendo resultados no deseados y con frecuencia peores.

Algo que es especialmente grave cuando se trata de leyes dadas las consecuencias negativas que puede acarrear, como sucedió recientemente con dos de ellas, la de Garantía integral de la libertad sexual, conocida popularmente como la ley del sólo sí es sí, o la de Protección y bienestar animal; unas iniciativas a las que difícilmente podría oponerse cualquier persona mínimamente decente pero que, promovidas desde unos posicionamientos ideológicos sesgados y doctrinarios, junto con el caso omiso que se hizo a la opinión de los expertos, lejos de mejorar la situación anterior tal como se pretendía lograron justo lo contrario, con peligrosos agresores sexuales en la calle tras sustanciales rebajas de sus condenas en el primer caso, y mascotas abandonadas y quién sabe si sacrificadas de forma subrepticia en el segundo. Con el agravante de que las respectivas responsables del desaguisado, no satisfechas con haber hecho oídos sordos a las advertencias, se negaron en redondo a reconocer su error y, todavía más grave, a intentar solucionarlo.

Pero no es mi deseo extenderme sobre este ejemplo de cerrazón política, ya que se han vertido sobre él ríos de tinta y poco sería lo que yo pudiera aportar, sino exponer otro ejemplo de ley de la que desconozco si su redacción fue o no adecuada -los vericuetos jurídicos son para mí más inextricables que el mítico Laberinto de Creta- pero cuya aplicación está resultando de lo más pintoresco, por decirlo de una manera suave. Y como no ha creado alarma social aunque desde mi punto de vista debería haberlo hecho, sigue adelante sin que nadie se preocupe al parecer de pulirla.

Me estoy refiriendo a la Ley de protección de datos -su nombre oficial es bastante más largo-, promulgada en 2018 en sustitución de la anterior de 1999 y modificada en mayo de 2023. No voy a entrar en un análisis detallado de la misma puesto que las 167 páginas del BOE que ocupa son suficientes para disuadir a cualquiera que no esté versado en el críptico y soporífero lenguaje jurídico, pero sí me gustaría comentar las consecuencias que ha tenido en dos casos reales que me afectaron recientemente los cuales, aunque quizás podrían ser considerados como anecdóticos, a mi entender son prueba de que o bien la ley no funciona como debiera, o bien no se persigue su incumplimiento por parte de las autoridades responsables de que así sea.

Comencemos por el primero. Aunque los edificios de viviendas más modernos cuentan con cuartos de contadores centralizados para la medición del consumo de agua, gas o electricidad, en los que son más antiguos suele ser habitual que los contadores de agua y de gas, no así por lo general los de electricidad, se encuentren en el interior de las viviendas -es todo un clásico el empeño de los fontaneros por poner a los primeros debajo de los fregaderos de la forma más inaccesible que se les pueda ocurrir- o a la entrada en ellas de la conducción, debiéndose leer también desde el interior.

Otro clásico es también que los empleados de las compañías encargados acostumbren a ir a leerlos justo a las horas en las que no suele haber nadie en las casas, circunstancia que resuelven dejando un aviso que el titular debe rellenar con el valor de la lectura y remitirlo a la compañía, o bien quienes se manejen en internet -ancianos y analfabetos digitales abstenerse- enviándola directamente a la página web correspondiente, lo que no deja de ser un engorro. Por esta razón las compañías arbitraron una solución mucho más cómoda tanto para ellas como para los usuarios: pegaban en el portal una hoja donde cada vecino podía poner la planta y la letra de su piso junto con la lectura correspondiente. Esta hoja se mantenía durante varios días hasta que era retirada. Y santas pascuas.

Pero era algo demasiado bonito como para durar. Primero llegó el confinamiento provocado por la pandemia y, por razones de seguridad -al menos eso dijeron-, los empleados dejaron de pasar por las casas. Bien, no hay mal que cien años dure y la pandemia se fue, lo que permitió una vuelta a la normalidad aunque no en todo, ya que hubo quienes aprovecharon que el Pisuerga pasaba por Valladolid -no me estoy refiriendo específicamente al tema que nos ocupa- para seguir alargando una situación que les beneficiaba al ahorrarse gastos de personal.

He de reconocer que no recuerdo con certeza si se volvieron a poner las hojas en el portal -aunque sospecho que no- o si desaparecieron más tarde, pero para el caso es lo mismo: a efectos prácticos ya no existen y, mucho me temo, se trata de una iniciativa irreversible. Porque al preguntar a la compañía la razón de esta supresión, su respuesta fue la siguiente:


Lamentamos informarles que, cumpliendo con la Ley de protección de datos, no se pueden anotar las lecturas en el cartel. Esta medida nos perjudica a nosotros tanto como a los vecinos que no puedan estar en su domicilio el día de la lectura, ya que deben enviarla por otro de los medios que ponemos a su disposición.


Puesto que no tengo motivos para dudar de su sinceridad habrá que echarle la culpa a la dichosa Ley de protección de datos, aunque reconozco que no me siento con fuerzas para buscar entre sus 167 páginas el apartado que prohíbe que se pongan en los portales las citadas hojas. Lo cual, dicho sea de paso, me deja ojiplático.

A mi entender, lo que una ley de protección de datos debe proteger es que nadie obtenga datos personales tuyos sin tu conocimiento ni tu consentimiento, es decir de forma fraudulenta, y mucho menos que disponga de ellos a su antojo trapicheando con ellos y vendiéndoselos a terceros; hasta aquí nada que objetar. Pero existe un detalle que es importante tener en cuenta. La infracción de la ley existe cuendo la recopilación de los datos personales se hace en contra de tu voluntad, ya que tú eres libre de dárselos a quien mejor te parezca, o bien cuando la empresa receptora los utiliza para fines ajenos a aquéllos para los que se han solicitado por ser necesarios para los servicios contemplados en el contrato. Cierto es que en muchas ocasiones, sobre todo cuando te ofrecen algo “gratis”, suelen pedírtelos, dependiendo de ti dárselos o bien renunciar al “regalo” ofrecido a cambio; y como suelen respetar la letra de la ley aunque sea de forma torticera, una vez que hayas picado en el anzuelo -y no será por falta de advertencias- poco podrás hacer si te arrepientes, por lo que conviene ser siempre prudentes aun cuando las consecuencias habituales -las estafas y los engaños son otra cuestión- no suelan ir más allá de un molesto e indeseado bombardeo publicitario.

Volviendo al tema la lectura de los contadores, resulta evidente que a nadie le obligaban a poner la suya en el papel del portal sino que se trataba de algo completamente voluntario, por lo que se supone que a quienes así lo hacíamos no dábamos la menor importancia a que los vecinos se pudieran enterar de nuestros “secretos”. Porque díganme ustedes si una anotación del tipo “5º B, 1.347 m3” violaba nuestra sacrosanta intimidad, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera reflejaba el consumo de agua o gas del último período sino únicamente la última lectura, por lo cual una hipotética Vieja del visillo tendría que llevar una contabilidad de las sucesivas lecturas para enterarse de cuanto gastaban sus vecinos, dato por lo demás que de poco le serviría salvo para satisfacer sus instintos cotillas. Por lo tanto, su supresión era algo completamente absurdo por muy amparado que pudiera estar por la ley de marras.

Pasamos ahora a la otra cara de la moneda. Hace unos días estaba en casa cuando llamaron al teléfono fijo -no al móvil- preguntando por mi mujer. No preguntaron por doña Fulanita de Tal, sino tan sólo por Fulanita, en el tono coloquial que se hace cuando se llama a alguien con quien se tiene suficiente confianza. Puesto que ella no se encontraba allí en ese momento, y pensando que se trataría de alguna conocida -la voz era femenina- suya, le pregunté quien llamaba para poder decírselo cuando llegara.

La respuesta me dejó perplejo. La interfecta, siguiendo en plan colegui, se identificó como Natalia -creo que fue ése el nombre que dijo, pero podría haber sido cualquier otro- sin añadir su apellido ni ningún otro dato identificativo. Tuve que preguntarle qué quería y me empezó a soltar el rollo de una oferta de tarifa combinada de gas y electricidad... no pudo seguir porque la interrumpí diciéndole que no me interesaba, a lo cual respondió en un tono tirando a airado que todavía no me lo había explicado. Zanjé el asunto aclarándole que no teníamos la menor intención de salirnos de las tarifas reguladas -esto es algo que también tiene su miga-, una razón de peso que la movió a despedirse de forma brusca y colgar. Y ahí quedó todo.

Es mucho lo que se podría hablar de la insoportable -y tolerada por quienes deberían controlarla- tabarra de la publicidad telefónica, tema del que ya me ocupé en Los vendedores cansinos, por lo cual no lo repetiré aquí; pero en esta ocasión mediaron varias circunstancias que según mi modo de ver incumplían de lleno la Ley de protección de datos, y no la majadería de las lecturas del contador. Para empezar no se trataba de una llamada a ciegas de esas que preguntan por el titular de la línea -en estos casos me limito a colgar inmediatamente al resultar inútil decirles que no te interesa y que te dejen en paz-, sino que preguntó por mi mujer o al menos por su nombre que, aunque es relativamente frecuente, también sería casualidad que acertara a la primera. Pero no se trataba de una casualidad, puesto que inmediatamente dio también la dirección de nuestro domicilio.

Huelga decir que no llamaban de nuestras compañías de gas o electricidad, ya que cuando éstas o cualquier otra -agua, teléfono, bancos, seguros...- se ponen en contacto con sus clientes para hacerles alguna oferta, te citan por tu nombre completo y se identifican, sin que exista confusión posible ni marrullería alguna. Pero aquí no se dio ninguna de estas circunstancias y ni siquiera llegué a enterarme de donde me llamaban, algo que en casos similares han intentado ocultar diciéndolo a regañadientes sólo tras preguntarlo directamente y tener que insistir en muchas ocasiones.

Por consiguiente, dado que no éramos clientes suyos pero sí tenían datos personales nuestros tan sensibles como el domicilio y el teléfono, los cuales evidentemente no les habíamos proporcionado, la pregunta inmediata es: ¿Para qué nos sirve en la práctica una presunta Ley de protección de datos que prohíbe cosas irrelevantes como la lectura del contador escrita voluntariamente en el portal, al tiempo que permite que empresas desconocidas trafiquen con datos personales sin nuestro conocimiento ni nuestro consentimiento?

Tampoco se trata de un caso único; si conocen ustedes a algún profesional de la enseñanza o la sanidad, por poner tan sólo dos ejemplos, pregúntenle por el encaje de bolillos que tienen que hacer con los datos que manejan en su trabajo para evitar una infracción de la dichosa ley en circunstancias que llegan a ser auténticamente surrealistas.

Si tiene alguna lógica, que venga Groucho Marx y lo vea.


Publicado el 27-12-2023