El alto Sorbe (I)
El Sorbe, principal afluente del Henares amén de generoso proveedor de aguas a la mancomunidad formada por Alcalá, Guadalajara y varios pueblos comarcanos además de ¡cómo no! al insaciable Canal de Isabel II, es por muchas razones el río más interesante de toda la cuenca a la que pertenece, más interesante incluso que un padre Henares condenado a discurrir durante gran parte de su curso por unas tierras bajas y arcillosas que pagan su fertilidad con una considerable merma de su belleza paisajística. El Sorbe, por el contrario, puede permitirse como río tributario que es, la licencia de recorrer unas tierras serranas que constituyen sin duda los parajes más pintorescos de toda la cuenca del Henares.
Y es que nuestro río es, ciertamente, el único curso de agua de todas estas comarcas al que se le puede considerar con propiedad un río serrano, con su cauce firmemente asentado en el recio espinazo de la imponente sierra del Ocejón serpenteando juguetón por unos parajes arriscados y fragosos que resultan ser un deleite para todo aquél enamorado de la naturaleza en su estado virgen. Cierto es que el Henares en su curso alto, el Dulce en sus justamente famosas hoces o el Bornova en la laguna de Somolinos y en los cortados que forma en las cercanías de Hiendelaencina muestran también un innegable atractivo paisajístico; pero es sin duda el Sorbe, en todo su curso alto, quien se lleva la palma de esta peculiar e imaginaria competición surgida de modo espontáneo en la mente del curioso viajero.
Al igual que ocurre en muchos otros ríos el Sorbe no nace en un manantial bien definido, una fuente primigenia elegida las más de las veces antes por capricho o necesidad de geógrafos cartesianos que por realidad evidente; porque nuestro río, y en esto tampoco es ninguna excepción, se forma en realidad por coyunda fraternal de varios riachuelos hermanos que unen sus aguas en un curso único, el verdadero Sorbe, sin que pueda proclamarse en puridad la primacía de ninguno de ellos sobre el resto de sus vecinos y compañeros.
El Alto Sorbe es además, y al igual que el mitológico dios Jano, poseedor de un doble y contrapuesto rostro para deleite del buen conocedor de la zona y desconcierto del viajero ayuno: Por un lado, el carácter afable y familiar del arroyo o río de Galve, que drena con suavidad la vertiente sur de la roma sierra de Pela; por el otro, la terna de bravos ríos serranos nacidos al amparo de las estribaciones más norteñas del áspero macizo del Ocejón: El Lillas, el Sorbe y, algo más al sur, el Sonsaz.
Cuatro son, pues, los cursos de agua que conforman en realidad el Alto Sorbe; cuatro pequeños ríos que sorprenderán al viajero y le harán retornar satisfecho de una excursión por lo demás difícil a causa del deficiente estado de la red viaria de la comarca; dificultad que, no obstante, ha servido para conservar intactos estos parajes frente al afán destructor de tantos y tantos excursionistas de fin de semana que, lejos de abandonar la ciudad, suelen acostumbrar a llevarla con ellos allá donde puedan alcanzar en sus correrías.
Pero éste no es el caso del viajero que, sumamente respetuoso con la naturaleza por compulsión más todavía que por convicción, no puede dejar sin conocer esta interesante y atractiva comarca. Para ello tendrá que tomar en primer lugar la carretera comarcal que enlaza la histórica villa de Atienza con la no menos linajuda villa de Ayllón, ya en segovianas tierras; rodeo éste muy importante de acuerdo con los mapas pero prácticamente inevitable a causa del deplorable estado de conservación de las rutas teóricamente más directas. Marchando, pues, en dirección a Ayllón, tendrá ocasión el viajero de cruzar a poco el breve curso del Cañamares justo en la población homónima y de bordear no mucho después la hermosa laguna de Somolinos, dejando atrás el vigoroso manantial en el que tiene su origen el Bornova para finalmente, una vez remontado el profundo barranco que prolonga durante unos centenares de metros la cabecera de este último río, irrumpir con fuerza en el alto páramo en el que tiene sus anónimas fuentes el riachuelo de Galve. Se trata, según los planos, de la vertiente meridional de la sierra de Pela, divisoria de las aguas que van a dar al Duero de las que acabarán finalmente en el lejano Henares; sierra que en realidad no es sino una desgastada y carcomida meseta alejada por completo de la imagen que se suele tener de las regiones montañosas.
Son en total poco más de ocho kilómetros de carretera cruzados a cada poco por alguno de los numerosos arroyos que, nacidos no mucho más allá, acabarán confluyendo entre sí y con otros nacidos más al sur en las cercanías de Galve de Sorbe; una modesta red fluvial cuyos componentes destacan tan sólo durante los meses húmedos del año drenando las tierras del término municipal de Campisábalos, pequeña localidad que alberga en su caserío una espléndida iglesia románica muestra de un pasado más halagüeño con esta alejada comarca hoy deprimida y despoblada.
Cuatro kilómetros más allá de Campisábalos la carretera atraviesa con suavidad la imperceptible divisoria de aguas entre el Tajo y el Duero enfilando hacia el abandonado caserío de Villacadima, tierras éstas regadas por un pequeño arroyo tributario ya de la cuenca de este último río. Y, puesto que esta ruta no le permite al viajero sino atisbar la parte más humilde y menos vistosa de la cuenca alta del Sorbe, éste deberá escoger obligatoriamente entre dos posibles alternativas: bien continuar de Villacadima a Galve de Sorbe por una carretera que desciende por el bien formado valle del por lo demás insignificante arroyo que los mapas designan con el nombre de Valdillón, tributario del Galve, o bien -si estaba previamente advertido- tomar desde el principio un camino más meridional y asimismo más interesante si lo que desea es contemplar con mayor detenimiento la zona por la que discurren los principales afluentes del Sorbe e, incluso, el Sorbe mismo.
Si opta por esta segunda posibilidad, el viajero deberá tomar poco antes de Somolinos la carretera que conduce a Albendiego y a los dos Condemios, reducto secular a decir de los entendidos de la más rancia pureza racial ibérica. Pasados los Condemios, que vierten aún sus aguas al recién nacido Bornova,el viajero llegará finalmente a Galve de Sorbe, una imponente atalaya medieval que aún hoy conserva el majestuoso aplomo que le confiere el bien conservado castillo; población que, sorprendentemente, ostenta el apellido de un río que no riega en modo alguno sus predios. A no ser, claro está, que siguiendo el parecer de algunos geógrafos se confiera al arroyo o río de Galve el honor de ser considerado como el verdadero curso alto del Sorbe en detrimento de sus mucho más justificados compañeros de cuenca. Según esta teoría, y a decir de algunos conocedores del país, las fuentes del Galve habrían de ser buscadas en cuatro pozas naturales bautizadas con los sonoros nombres de Mingón, Lucía, Sepultura y Calderón, las dos primeras madres nutricias del arroyo de la Dehesa y las dos restantes de su tributario Valdecimbro, todas ellas situadas en rincones demasiado recónditos para saciar la curiosidad del viajero.
El río Galve junto a la
carretera de Galve de Sorbe a Cantalojas
Aún tendrá que alejarse el viajero algo más de dos kilómetros del caserío de Galve para encontrarse con el ya bien formado riachuelo, hasta poco antes conocido como arroyo de la Dehesa y ya con su nombre definitivo, sea éste el de Galve o el de Sorbe, bullidor tras haber recogido el relativamente abundante tributo en aguas rendidos por sus pequeños afluentes en este húmedo otoño. Es aquí el Galve un riachuelo plácido que serpentea tranquilo por la pradera que araña suavemente con su cauce sin molestarse apenas en esbozar el valle; es la llanada su dominio bajo la vigilancia atenta del cercano castillo, un dominio que se estrechará rápidamente aguas abajo de la carretera hasta convertirse, a decir de los mapas, en un áspero desfiladero que discurre en dirección sur camino de la confluencia con sus hermanos. Pero aunque interesante, no es ésta la ruta prevista hoy por el viajero, ruta además complicada por la ausencia total de caminos que acompañen al Galve hasta su cercano final; y es por eso por lo que, aun siendo plenamente consciente de su atractivo, deberá el viajero refrenar su impaciencia reservándola para una mejor ocasión.
No mucho más allá del modesto puente por el que la carretera salva el curso del Galve se encuentra la bifurcación que conduce -o que trae de, según como se mire- a Villacadima por un lado y a Cantalojas -y aquí no hay alternativa posible, puesto que la carretera termina en este pueblo- por el otro. Es en el amplio término municipal de esta última población donde tienen su nacimiento los ríos Sorbe, Lillas y Sonsaz o, lo que es lo mismo, las tres cuartas partes al menos de la red hidrográfica del Alto Sorbe; localidad, no obstante, cuyo arroyo (¿puede alguien imaginarse un pueblo sin arroyo?) vierte todavía sus aguas al vecino Galve... Paradojas, ciertamente, de la complicada geografía que rige por estos alejados pagos.
Será a partir de entonces cuando comience la segunda y más dificultosa etapa del viaje, la que discurre en definitiva por el segundo rostro de la cabecera del Sorbe. Acabada la carretera en el mismo pueblo, habrá de continuar el viajero a partir de entonces por un anónimo sendero más que camino que pronto se bifurcará en dos: el de la izquierda conduce tras un largo serpenteo hasta el valle del Sonsaz, mientras que el de la derecha será el que le lleve hasta los dominios del Lillas y del Sorbe.
El río Lillas en el
puente del collado del Hornillo
Tomada esta última vía podrá alcanzar a poco el curso del río Lillas, hermoso en su brevedad, con sus rielantes aguas de un profundo color añil saltando cantarinas por su oscuro lecho de pizarra. Es el Lillas un río gentil que, no obstante sus apenas diez kilómetros escasos de recorrido, ha sabido dotarse de personalidad propia antes de fundir sus aguas con las de su vecino y hermano Sorbe no muy lejos del lugar en el que el camino atraviesa el río sobre un carcomido y añoso puente que no infunde precisamente al viajero una imagen de deseable solidez sino, más bien, de preocupante precariedad.
Una vez cruzado -no sin temores, todo sea dicho- el Lillas, el camino comenzará a trepar rápidamente por la empinada ladera sur del estrecho valle del río marchando inicialmente paralelo al cauce para, posteriormente, enfilar decididamente la cresta que sirve de limpia divisoria de ambos valles no sin dejar antes a su derecha una nueva bifurcación que, bajando hasta la vera del Lillas, remontará luego su curso alcanzando finalmente una zona de acampada situada en un atractivo paisaje en el que el Lillas recibe el tributo de varios pequeños afluentes, lugares fáciles de observar para el curioso viajero gracias a la elevada atalaya desde la que ahora otea con toda comodidad el curso de tan grácil riachuelo.
Curso serpenteante del alto
Sorbe, o río de la Hoz
Ya del lado que vierte al Sorbe el viajero se encontrará frente a un paisaje aún más quebrado si cabe que el del vecino Lillas merced al cual hace honor nuestro río al otro nombre con el que se le conoce en esta etapa de su curso, el de río de la Hoz... Y no sólo el Sorbe, puesto que los profundos barrancos que en él desaguan contribuyen no poco a disecar el accidentado paisaje alejando de paso el cauce del río de la Hoz (llamémosle así para evitar jerarquías innecesarias) de la vista del viajero, quien le verá serpentear en la lejanía cercano, quizá, a vista de pájaro pero realmente apartado al nivel del suelo por interponerse en su camino varios profundos barrancos que dificultan sobremanera su poco vigoroso caminar producto evidente de años y años de sedentarismo urbano.
El paisaje, hermoso en su adustez castellana, cuenta con un aliciente más para todo aquél enamorado de la naturaleza libre: Allá, frente a sus ojos, podrá el viajero vislumbrar las estribaciones primeras del hayedo de la Tejera Negra, una exótica formación arbórea trasplantada a esta tierra de encinas, chopos, olmos y pinares que, junto con el vecino hayedo jarameño de Montejo, supone una avanzada de los húmedos bosques norteños en estas tierras castellanas que, no obstante su lejanía, parecen querer disfrutar imitando en este apartado rincón carpetano la recia vistosidad de los remotos Pirineos.
Una vez alcanzada la roma cima del collado en el que acaba de modo definitivo la senda, el viajero podrá finalmente abarcar con una mirada los amplios horizontes que se abren ante él limitados a septentrión y a poniente por los recios montes que separan los dominios del Sorbe de los feudos respectivos del venerable Duero y del vecino Jarama; también al norte, pero del lado de acá, se vislumbra fácilmente, en la relativa lejanía impuesta por la quebrada orografía de estas fragosas tierras, el nacimiento del Lillas en forma de circo rocoso. Al sur de ese lugar y no demasiado lejos de allí nace también el río de la Hoz en otro circo similar, ubicado lo suficientemente cerca del viajero como para tentar su interés pero ¡ay! lo suficientemente lejos como para desanimarlo ante la perspectiva de una caminata larga y accidentada.
Y el viajero, de espíritu andarín pero de cuerpo acostumbrado más al reposo que al ejercicio, habrá finalmente de resignarse renunciando definitivamente a alcanzar en esta ocasión las fuentes del Sorbe en la esperanza, eso sí, de llegar a ellas en una próxima excursión en la que, aprovechando lo aprendido en ésta, pueda finalmente arribar a su meta por un camino más fácil y, sobre todo, más cómodo. Y así, dejando vagar su vista por postrera vez sobre el dilatado paisaje en el que destacan la barrera montañosa fiel guardiana de la vecina cuenca del Jarama por un lado y la secular atalaya del castillo de Galve por el opuesto, reforzada esta última en la lejanía por la borrosa pero perfectamente identificable silueta del de Atienza, volverá finalmente el viajero sobre sus pasos no sin antes dejar escapar un hondo suspiro a modo de exclamación mitad de alegría por lo que ha contemplado, mitad de lamento por lo que sólo ha podido entrever.
Publicado el 2-1-2010
Actualizado el 27-7-2015