El Henares de Fontanar
El Henares en el puente de la
carretera de Fontanar a Tórtola
El Henares, como río caprichoso que es, acostumbra a mostrar al viajero caras bien distintas cual si de un calidoscopio fluvial se tratara. A veces ancho y sosegado, a veces pequeño y veloz y, en ocasiones, parco en aguas y mezquino en aspecto, nuestro río tiene la virtud de sorprender al viajero confiado mostrándose ante él en multitud de ocasiones de una manera completamente distinta a la por él esperada.
Mas a pesar de todo, no cabe la menor duda de que hay parajes a lo largo de todo su curso bajo en los que el Henares se muestra en la plenitud de sus caudales jugando a ser mayor y refocilándose en unas repentinas anchuras celosamente defendidas por el manto protector de las espesas alamedas que acostumbran a crecer con profusión al abrigo de sus siempre frescas riberas, lugares en los que el viajero se sentirá plenamente identificado con esa beatitud que tan cantada ha sido siempre por los autores clásicos.
El Henares, sabido es, se hace definitivamente mayor a raíz de su confluencia con el Sorbe, su principal afluente y el último de los grandes a la hora de rendirle parias. A partir de entonces solamente recibirá las magras aportaciones de algunos tributarios menores tales como el Torote o el Badiel, junto con el desgranar continuo de los modestos arroyos que a él entregan sus escasas aguas. Cabría esperar, pues, un mayor empaque del Henares aguas abajo de Alarilla, hecho no obstante que paradójicamente no suele ocurrir con demasiada frecuencia aunque, eso sí, se pueden encontrar en diferentes lugares de su curso varias hermosas muestras de este saber hacer de nuestro río, tal como tiene lugar en las cercanías de la localidad de Fontanar, no muy lejos ya de la ciudad de Guadalajara.
Fontanar no está bañada en sentido estricto por el Henares, aunque sí se asienta en un solar cercano al río y fácilmente comunicado con éste merced a la carretera local que enlaza esta villa con la vecina localidad alcarreña de Tórtola de Henares, carretera que viene a cruzarse con nuestro río a poco de abandonar el primero de estos dos pueblos... Y lo hace en uno de los lugares en los que el Henares se muestra más majestuoso y maduro, mucho más incluso que en la mayor parte de su discurrir aguas abajo de este punto.
Y es que el Henares ciertamente parece aquí, gracias a su recién estrenada enjundia, otro río distinto por completo del modesto subafluente del Tajo que naciera allende las tierras de Sigüenza para bañar sin pretensiones los predios de Matillas, Jadraque, Espinosa y Humanes: ancho hasta casi la exageración, calmas y plácidas sus espejeantes aguas, frondosas y lujuriantes las alamedas de sus riberas, diríase que es el escenario ideal para cualesquiera de las numerosas novelas pastoriles que hicieron tanto furor en el ya lejano Renacimiento... Y el viajero quisiera imaginarse a los Salicio, Tirsi, Galatea o Diana escondidos entre la espesura y ajenos por completo al inexorable discurrir de los siglos. No, es evidente que no puede ser; pero... ¿pudo haber sido?
Cierto es que la placidez de las aguas muestra bien a las claras la existencia de un remansamiento temporal de las mismas, y cierto es también que el en algunos lugares vislumbrado lecho indica asimismo que éstas son someras y el caudal, por lo tanto, escaso; cuestión ésta por otro lado evidente ya que el Henares podrá jugar con sus aguas a su antojo, pero nunca podría multiplicarlas cual si de un mago oriental se tratara. Modesto es nuestro río y modesto es también su líquido capital, por lo que por fuerza habrá de ser pasajera su ambiciosa expansión, iniciativa ésta que parece haber sido propiciada por algo tan prosaico como es el momentáneo alejamiento del río de su secular compañero, el escarpe descarnado de la Alcarria que si bien lo protege, también habitualmente lo constriñe.
Pero esto no le importará en absoluto al viajero que, abandonando su vehículo a la vera de la carretera, descenderá por el talud del puente hasta alcanzar la fresca alameda que crece en la margen derecha del río. Desde aquí tendrá una visión excelente de la fábrica del puente, una recia construcción de piedra sillar que asienta sus sólidos arcos en los tajamares que parten las plácidas aguas del río con una delicadeza que casi pudiérase decir materna. En contra de lo habitual las riberas del río son aquí bajas y están cubiertas de carrizos, mientras que en la orilla derecha -la izquierda, aunque también arbolada, se presenta más desnuda- los altos álamos y los abundantes matojos contribuyen a crear una sensación de placidez ya presentida por el viajero en su visión desde lo alto del puente. Con un horizonte cerrado apenas unos metros más allá por el muro de verdor, con un Henares que discurre lánguidamente a su vera, el viajero se sentirá plenamente en comunión con la generosa naturaleza... Cuestión ésta ciertamente difícil de alcanzar en la cada vez más artificial y deshumanizada vida ciudadana. El viajero es feliz y se encuentra en paz en tan placentero lugar, pero algo en su interior le dice que no puede quedarse allí todo el tiempo que él quisiera; así pues, lanzando una postrer mirada al apacible soto desandará su camino subiendo hasta la carretera para retomar su vehículo. Sabe que la carretera, una vez rebasada la breve llanura que forma la ribera izquierda del Henares, trepa hasta los cercanos páramos alcarreños, pagos éstos que sólo son capaces de alentar unos torturados barrancos de anónimo nombre y paupérrimo caudal; así pues, dando por terminada esta etapa, dará la vuelta para arribar poco después a Guadalajara.
Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 6-10-2013