La muerte de un río





Vista aérea de la confluencia del Henares (derecha) y el Jarama (izquierda) en Mejorada del Campo
Fotografía tomada de henareshoytv.com


Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar, que es el morir... Así dice el poeta, y a fe que dice bien puesto que el discurrir de los ríos camino de su inexorable final bien puede compararse con el lento desgranar de la vida de los hombres, sus efímeros y arrogantes compañeros de viaje; porque es evidente que todos los ríos nacen, crecen, viven... Y mueren, bien en el mar, que es el anónimo camposanto de los ríos caudales, bien en brazos de un hermano mayor que se encargará de transportar sus caudales hasta el lejano e ignoto océano.

El Henares, ciertamente, no constituye ninguna excepción a esta regla: nacido de un modesto manantial allá por las romas estribaciones de la Sierra Ministra, vendrá a encontrar su final aguas abajo de Alcalá y no muy lejos de ella, concretamente en las proximidades de Mejorada del Campo, de manos de un Jarama que se le cruza en su camino tras más de ciento cincuenta kilómetros de aventura vital... Sí, cierto es que son varios los autores de siglos pretéritos, empezando por el alcalaíno Cervantes, que reiteran una y otra vez la primacía del Henares frente al Jarama y la consiguiente persistencia de su curso hasta las proximidades de la localidad de Aranjuez, donde toda pretensión de prioridad frente al padre Tajo pasaría ciertamente por disparatada; pero no menos evidente es que todos los geógrafos modernos hacen del Henares un simple, si bien importante, tributario del Jarama y no al contrario... Y el viajero, que no sienta cátedra en geografía ni busca en definitiva polemizar sobre quién precede a quién en la jerarquía fluvial, se limitará a seguir lo indicado por aquéllos que condenan a la muerte por extinción, que es lo mismo que decir por desembocadura, a ese jovial Henares que nacido en la lejana localidad de Horna vendrá así a morir apenas rebasada la ilustre ciudad a la que presta su nombre.

Pero dejémonos ya de disquisiciones y vayamos a la geografía. El paraje en el que tiene lugar la junta de los ríos es una amplia alameda que ha sabido conservar el encanto de lo silvestre a pesar de estar enclavada en plenos aledaños de la megalópolis madrileña; y, a no ser por el nuevo puente de la línea de ferrocarril de alta velocidad Madrid-Barcelona que, aguas abajo de la confluencia, cruza un engrosado Jarama de turbias y corrompidas aguas víctima de los intestinos de las varias poblaciones asentadas en esta zona, bien le parecería encontrarse al viajero en un lugar enclavado en cualquiera de aquellas paradisíacas riberas en las que tenían su escenario las idílicas novelas pastoriles tan populares en la España de siglos pretéritos.

La realidad, aunque distinta, no deja por ello de ser sumamente interesante máxime cuando existe la promesa formal -y por el momento sin culminar- de devolver a ambos ríos su pureza ancestral librándolos del cruel estigma de la contaminación... Y resulta además atractiva, puesto que ambos ríos -Henares y Jarama, o Jarama y Henares, que tanto monta- ofrecen a los ojos curiosos del viajero el hermanamiento, que no rendición, de sus parejos caudales para formar así un nuevo y vigoroso curso -llámese Henares o Jarama- que será el encargado de llevar sus conjuntas aguas hasta un padre Tajo que finalmente habrá de conducirlas hasta el mar. Rápido y bullicioso y diríase que con prisas el Jarama, pausado y tranquilo el Henares, ambos fundirán en este lugar sus aguas siguiendo la ley inexorable de los ríos que es también la de los hombres: crecer para finalmente morir.




La desembocadura del Henares vista desde la orilla del Jarama


Dos opciones se le presentarán al viajero deseoso de visitar la junta de los ríos: acercarse por la ribera del Jarama o hacerlo por la opuesta del Henares, practicables ambas y parejas asimismo en interés. Si en un principio se decide por la primera podrá acceder a ella, una vez cruzado el puente metálico que lleva de Mejorada a la orilla derecha y salvada la barrera de la vía, aprovechando un conjunto de caminos que sirven de cuadrícula a una cuidada explotación agrícola allí asentada al abrigo de la amplia vega; y, tras realizar a pie los últimos metros de su recorrido, podrá finalmente contemplar con toda facilidad los dos ríos que allí mismo confluyen: a su izquierda el Jarama, a su derecha... también un engrosado Jarama, que ha prometido no incurrir en discusiones geográficas, y frente a él un Henares capturado a mitad de un meandro que no podrá terminar ya jamás.




La desembocadura vista desde la orilla del Henares


No contento el viajero con esta visión intentará alcanzar la junta por el lado del Henares; para ello habrá de desandar lo andado volviendo a cruzar el puente y la sempiterna vía del AVE. Ya en la ribera digamos henariana del curso de agua común, le bastará con remontar ésta en busca de la cercana confluencia. Tiene este río conjunto, que el viajero se resiste a llamar Jarama, un curso bastante amplio y rectilíneo, casi diríase un canal, desnudo de árboles en las riberas y sucio hasta la ignominia en sus aguas, negras y putrefactas para vergüenza de propios y ajenos. El estigma de la contaminación ciertamente ha hecho aquí sus estragos, y el viajero no puede evitar preguntarse, no sin un poco de morbosidad, si tan repulsivos detritus procederán del corrompido Jarama o si, por el contrario, habrán sido aportados por el no demasiado más limpio Henares... Cuestión ésta ciertamente trivial a la vista de tan desoladores resultados.

Siguiendo siempre la margen izquierda, teñida como la opuesta de extraños y nada naturales colores, el viajero remontará las aguas en busca de una confluencia que sabe cercana pero que no acaba de encontrar; tan discreta es la llegada del Jarama, tan absoluto es en la práctica a despecho de los geógrafos el dominio del Henares, que en esta época de estiaje la aportación del río teóricamente principal queda prácticamente desapercibida ante la de un Henares que parece no inmutarse lo más mínimo ante una nueva contribución frente a la que se verá obligado a perder su ser. Y es que el viajero se ve obligado a insistir en que él ve un Henares engrosado, y no un Jarama advenedizo, antes y después de la prácticamente invisible confluencia, la cual está marcada tan sólo por una hilera de árboles que anuncian a un Jarama que parece querer pasar desapercibido ante el incalificable robo de patrimonio que aquí tiene lugar.

Por lo demás, el lugar es una amplia balsa, amplia incluso para el seco estío, en la que la orilla del Henares se adorna con una fresca pradera salpicada con algunos, no demasiados, árboles jóvenes. El lugar es placentero y lo sería aún más si no fuera por la al parecer inevitable contaminación que castiga a los dos ríos independientemente de las promesas políticas de limpiarlos; y, al menos a ojos del viajero, la competición tiene tan sólo un ganador por más que en los mapas se afirme lo contrario: el Henares, al que el viajero imagina viajando hasta Aranjuez antes de entregarse en brazos del padre Tajo. Pero como no es su intención la de polemizar, se conformará con dar por terminados en este lugar sus viajes considerando que el Henares legal -el real es otra historia- concluye aquí definitivamente su periplo vital.

Una tercera opción existe todavía, al menos en teoría, para observar el lugar, la de aprovechar la privilegiada atalaya del AVE para, desde el cómodo interior de este ferrocarril, disfrutar calmadamente de la panorámica que se ofrece delante mismo de los ojos; mas por desgracia, ¡ay!, la velocidad de este moderno medio de transporte es tal, que el curioso viajero, pese a estar sobre aviso, apenas si tendrá tiempo para atisbar fugazmente la deseada coyunda de los ríos antes de que ésta desaparezca de su vista. Cosas del progreso...

Y eso es todo. Han sido ciento cincuenta kilómetros largos los que ha durado una aventura que, iniciada más allá de Sigüenza, ha venido a concluir, de manera tan brusca como romántica, en este mismo lugar; y es que el Henares, verdugo hasta ahora de sus numerosos y sacrificados tributarios, viene finalmente a sufrir aquí esta misma suerte a manos de su, más que superior, compañero Jarama, un Jarama al que rinde humildemente sus aguas que es como decir su propia vida.




El Henares y el Jarama, con sus aguas ya reunidas


El lugar tiene un algo melancólico que embarga el alma del viajero sin que éste pueda hacer nada por evitarlo; muere aquí el Henares, ciertamente, pero un Jarama renovado recoge su testigo cargando sobre sí la responsabilidad de conducir sus aguas más lejos, más lejos, más lejos...



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 10-7-2018