El ¿cine? de ciencia ficción





Si prescindimos de algunos precedentes históricos de interés para los estudiosos, pero poco relevantes de cara a los aficionados, resulta curioso descubrir que el cine y la ciencia ficción nacieron prácticamente a la par allá por los años postreros del siglo XIX, y no por casualidad, sino porque ambos fueron claros frutos del ingente cambio tecnológico y social que tuvo lugar por entonces; cine y ciencia ficción pueden ser considerados, en definitiva, sendos hijos del progreso.

No es de extrañar, pues, que el maridaje entre ellos tuviera lugar muy pronto; sólo hay que recordar ejemplos bien conocidos de temprano cine de ciencia ficción tales como el Viaje a la Luna de Georges Meliè (1902) o Metrópolis de Fritz Lang (1927), sin olvidarnos de los curiosos trabajos del aragonés Segundo Chomón tales como El hotel eléctrico (1908), la temprana adaptación del clásico de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra (1908) o el Nuevo viaje a la Luna (1909).

Con la llegada del sonoro comenzó la edad dorada del cine, y también por esas fechas -inicios de los años treinta- la literatura de ciencia ficción inició su camino hacia la madurez. Como cabía esperar, a lo largo de las décadas que son comúnmente consideradas como su período clásico (años 30 a 50), el cine fijó frecuentemente su atención en la cada vez más pujantes (al menos en los Estados Unidos) ciencia ficción, dando como resultado numerosas películas encuadradas en este género.

Sin embargo, la mayor parte de ellas no pasaron de ser meras producciones de serie B, quedando lejos pues de los géneros privilegiados por la industria de Hollywood. Esta circunstancia no es de extrañar; era la época de los pulps, y la mayor parte de la ciencia ficción escrita entonces estuvo limitada a los cada vez más estrechos márgenes de la literatura popular norteamericana. Así pues, era lógico que el cine de entonces fuera asimismo popular, lo que no fue óbice para que se produjeran obras maestras de la talla de King Kong (E. Schoedsack, 1933), Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951), Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956) o El increíble hombre menguante (Jack Arnold, 1957), basada esta última en una novela de Richard Matheson.

También hubo otras muchas películas quizá de menor entidad, pero no por ello carentes de interés, que contribuyeron de forma eficaz a fijar en el imaginario colectivo toda una serie de tópicos que acabarían sirviendo de arquetipo del género, tales como Los invasores de Marte (William Cameron Menzies, 1953), La humanidad en peligro (Gordon Douglas, 1954) o La Tierra contra los platillos volantes (Fred F. Sears, 1956), entre otras muchas. Rodadas con modestia y escasez de medios, estas películas contaban, no obstante, con algo que ahora se echa lamentablemente de menos: imaginación.

Llegaron los años sesenta, y con ellos los vientos de cambio, a veces en la dirección apropiada, a veces no tanto. Y como cabe suponer, tanto el cine como la ciencia ficción emprendieron nuevos rumbos no necesariamente parejos. Así, mientras la ciencia ficción escrita pugnaba por abandonar la concha protectora de la literatura popular, adentrándose en ocasiones en los procelosos mares de la vanguardia más desbocada, el cine siguió otros derroteros que lo alejaron drásticamente del género. Se rodaron, eso sí, películas fuera del ámbito norteamericano, principalmente en Europa y Japón, pero por lo general éstas no es que fueran ya de serie B, es que acostumbraban a ser, como poco, de serie Z.

Hubo excepciones, por supuesto, algunas de ellas del calibre de 2001. Una odisea del espacio, la celebérrima película rodada por Stanley Kubrik en 1968, o El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner, también de ese mismo año, malograda con una sucesión de nada menos que cuatro secuelas -cada vez peores- que se alargó hasta 1973, y definitivamente desgraciada por el penoso remake perpetrado por Tim Burton en 2001. También hubo películas curiosas, como la ingenua Barbarella (Roger Vadim, 1968), la desconcertante Zardoz (John Boorman, 1973), o la desvergonzada Flesh Gordon (Michael Benvenista y Howard Ziehm, 1974), parodia erótica de Flash Gordon. No obstante, puede afirmarse que durante toda la década de los sesenta y la primera mitad de los setenta, el cine de ciencia ficción vivió años de vacas flacas, a pesar curiosamente de su coincidencia con los años gloriosos de la carrera espacial norteamericana, con aterrizajes en la Luna incluidos.

Las circunstancias cambiarían radicalmente con el estreno en 1977 de La guerra de las galaxias, primera entrega de la todavía inconclusa saga galáctica de George Lucas. Conocido es el éxito arrollador cosechado por esta película, el cual acarreó un renovado interés de Hollywood por el género el cual, y de esto pronto hará treinta años, no ha desaparecido hasta ahora.

Se da la paradoja -y probablemente es en ello donde radicó la clave de su fulminante éxito- de que, tanto La guerra de las galaxias como sus secuelas, son pura ciencia ficción pulp al más viejo estilo aunque, eso sí, a lo grande. Si entendemos serie B simplemente como unos presupuestos limitados, La guerra de las galaxias tuvo la virtud de romper con el círculo vicioso que había lastrado a la mayoría de las películas de ciencia ficción de la historia del cine, gracias en buena parte a unos efectos especiales que causaron sensación en su momento. Es evidente que la película de Lucas perseguía unos fines diametralmente opuestos a los de la intelectual obra de Kubrik y, a diferencia de ésta, logró llegar al gran público, incluso a muchos que no eran aficionados al género... creando escuela, cosa que jamás conseguiría 2001 pese a sus innegables virtudes.

A partir de entonces fue la explosión, para lo bueno y, desgraciadamente, también para lo malo. De repente los productores descubrieron que el cine de ciencia ficción vendía, y se apresuraron a meter la cuchara en el guiso. Los resultados, como cabía esperar, fueron dispares. Así, mientras Lucas explotaba su filón de oro, otros afamados directores como Steven Spielberg contribuían con obras tales como Encuentros en la tercera fase (1977) o E.T. (1982). Otras películas notables del género fueron Alien (Ridley Scott, 1979), asimismo desvirtuada con una serie de secuelas que parecen no tener fin; Blade Runner, basada en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de este mismo director y rodada en 1982; Terminator (James Cameron, 1984), o Robocop (Ray Lee, 1987).

Lamentablemente, al socaire de estas excelentes películas surgieron muchas otras que poco o nada bueno aportaron al género, algo que cabía explicar teniendo en cuenta su oportunismo, por más que algunas de ellas contaran con presupuestos de lujo como la mediocre versión de Flash Gordon producida por Dino de Laurentiis (Mike Hodges, 1980), o con el respaldo de una novela convertida en superventas, tal como ocurrió con la fallida Dune (David Lynch, 1984), eso sin contar con los innumerables subproductos de serie B -o Z- que, al socaire del boom, comenzaron a invadir las salas de cine, e incluso alguna que otra parodia como la divertida La loca historia de las galaxias (Spaceballs, Mel Brooks, 1987).

No se acabarían ahí las cosas, ya que los productores descubrieron nuevos filones. Uno de los primeros en ser explotado fue el de las series televisivas, de las cuales el ejemplo más significativo es sin duda el de Star Trek; estrenado el primer largometraje de la serie en 1979, bajo la dirección de Robert Wise, veintitantos años después vamos ya por algo así como la novena o la décima entrega, eso sin contar con las sucesivas series de televisión con las que los largometrajes están íntimamente interrelacionados. Otro caso mucho más efímero fue el de Galáctica, cuyo episodio piloto (Richard A. Colla, 1983), previsto en un principio, al igual que el resto de la serie, para su pase por televisión en 1978, fue proyectado finalmente en las salas cinematográficas aprovechando la galactomanía del momento.

Asimismo entrarían a saco en el fértil yacimiento de los cómics norteamericanos, no siempre de ciencia ficción en sentido estricto pero normalmente relacionados en mayor o menor medida con ella. Los éxitos de Superman (Richard Donner, 1978, con tres secuelas, anunciándose el próximo rodaje de una quinta entrega), o de Conan el bárbaro (John Milius, 1982, con una secuela), originaron una invasión de héroes y superhéroes varios que parece no tener fin: Batman (Tim Burton, 1989, con tres secuelas), Patrulla X (Bryan Singer, 2000, una secuela), Spiderman (Sam Raimi, 2002, una secuela), Hulk (Ang Lee, 2003), Daredevil (Mark Steven Johnson, 2003), Catwoman (Pitof, 2004)... Y como el panteón de superhéroes americanos está tan superpoblado, mucho es de temer que entre secuelas por un lado, y nuevos aterrizajes cinematográficos por otro, sigamos teniendo para rato.

A la vista de la evidente eclosión, ¿quiere esto decir que la ciencia ficción cinematográfica está pasando actualmente por un buen momento? En absoluto, sino antes bien todo lo contrario, dado que la cantidad no tiene por qué ir pareja -y de hecho no suele hacerlo- con la calidad, para desesperación de muchos.

Los males que corroen al actual cine de ciencia ficción son varios, algunos comunes a la totalidad del séptimo arte y otros, por el contrario, específicos de nuestro género, pero todos igualmente perniciosos. El primero de ellos, general para todo cuanto se rueda hoy en día en Hollywood, es la preocupante banalización del cine americano, sea cual sea su género, lo cual hace sospechar si los productores de las grandes compañías no habrán llegado a considerar como innecesario el trabajo de los guionistas.

Por si fuera poco, el cine de ciencia ficción ha derivado en su mayor parte hacia una hueca pirotecnia de efectos especiales que hace que las películas sean cada vez más espectaculares, pero asimismo cada vez más vacías; incluso aquéllas que, pese a todo, podrían haberse salvado de la quema, se ven indefectiblemente rematadas con una apoteosis final que hace bueno el conocido dicho de mucho ruido y pocas nueces, tal como ocurre en la paradigmática -en el peor sentido de la palabra, por supuesto- y panfletaria Independence day (Roland Emmerich, 1996).

Esto no es en modo alguno accidental, huelga decirlo. Hace algún tiempo, a raíz de su estreno, tropecé en televisión con unas declaraciones del productor de El planeta de los simios (Tim Burton, ¿cómo pudiste caer tan bajo?) en las que éste, con un cinismo que rayaba en lo sublime, defendía el engendro con todo desparpajo afirmando que en los Estados Unidos -evidentemente el resto del mundo le importaba un pimiento- quienes asistían mayoritariamente al cine eran los adolescentes, y éstos, según él, tan sólo buscaban entretenimiento fácil...

Sin comentarios, salvo añadir que, de ser cierto esto, resultaría realmente preocupante esta presunta tendencia hacia el encefalograma plano de las nuevas generaciones de la mayor potencia mundial; esperemos que no nos veamos obligados a hacer bueno el dicho que nos invita a imitar los hábitos alimenticios de las moscas, dado que tantos miles de millones de animalitos no pueden estar equivocados

Por si fuera poco, esta preocupante penuria de ideas ha hecho que los productores hinquen las garras en películas anteriores de éxito, con la nada disimulada pretensión de ordeñar a la vaca hasta que ésta no dé más leche... aunque en ocasiones acaben, incluso, matando al pobre animalito. De la lectura de los párrafos anteriores se puede calibrar la magnitud de la plaga de secuelas que nos inflige, generalmente caricaturas del original cada vez más mediocres según avanza la serie, y capaces de cargarse ideas tan interesantes como las de Alien, Robocop, Terminator, Mad Max (George Miller, 1979) o incluso la mismísima 2001. Ni siquiera películas de segunda fila, como la simpática y entretenida Cortocircuito (John Badham, 1986), quedarían a salvo de esta maldición bíblica.

Teniendo en cuenta que, salvo en contados casos como la saga de La guerra de las galaxias, en principio no estaba prevista ninguna continuación, cabe deducir que la enésima secuela de una película maestra -verbigracia Alien- puede acabar pareciéndose al original como un huevo a una castaña. Puesto que además ni el director ni los actores principales -ni mucho menos el guionista- suelen ser los mismos, es fácil suponer los resultados, sobre todo cuando no se tiene empacho ni tan siquiera en mezclar con la batidora series en principio completamente distintas tal como ocurre con la recién estrenada Alien vs. Predator (Paul W.S. Anderson, 2004), muy al estilo de las ensaladas japonesas o italianas de los años sesenta... ¿Qué será lo próximo, Encuentros en la tercera fase de Dart Vader vs. Mr. Spok con E.T. de árbitro?

Este vampirismo intelectual no acaba aquí, sino que se extiende a otros muchos ámbitos. Así, se saquean impunemente antiguos clásicos sin llegar jamás a su altura, como ocurre con King Kong (John Guillermin, 1976); La invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978); La cosa (John Carpenter, 1982); La mosca (David Cronenberg, 1986); El hombre sin sombra (Paul Verhoeven, 2000), remake de El hombre invisible (James Whale, 1933); El planeta de los simios (Tim Burton, 2001); La máquina del tiempo (Simon Wells, 2002); Solaris (Steven Soderbergh, 2002)...

Pero tampoco hacen ascos a hincarle el diente a antiguas y mediocres series de televisión (Perdidos en el espacio, de Stephen Hopkins, 1998), o no tan antiguas, pero no menos mediocres (Power Rangers, de Bryan Spicer, 1995); a videojuegos (Tomb Raider, de Jan de Bont, 2003); a venerables y casposas películas japonesas (Godzilla, de Roland Emmerich, 1998); a clásicos desguazados desvergonzadamente sin respetar ni tan siquiera a escritores de la talla de Heinlein (Starship troopers, de Paul Verhoeven, 1997) o Asimov (El hombre bicentenario, de Chris Columbus, 1999; Yo, robot, de Alex Proyas, 2004); a proyectos frustrados de directores de la talla de Stanley Kubrik, convertidos en un empalagoso producto en aras del insaciable dios Mercado (Inteligencia artificial, de Steven Spielberg, 2001) y, en general, a cualquier cosa que tenga la desgracia de ponérseles por delante, con el agravante de que ahora ya no se trata ya de humildes producciones de serie B (o C, o D, o Z...), sino de flamantes y presuntuosas superproducciones (al menos por la parafernalia que acarrean) en las que el dorado oropel suele ocultar, en la mayor parte de los casos, el vacío más decepcionante y absoluto. Ed Wood, al menos, era más honrado con sus chapuzas.

Claro está que todavía es peor cuando los productores deciden recurrir a ¿ideas? originales que habrían chirriado hasta en las poco exigentes páginas de los pulps americanos o en las de sus homólogos bolsilibros españoles; eso sí, justo es reconocerlo, estos engendros usan y abusan de efectos especiales de todo tipo bajo los cuales lo habitual es que se camuflen unos guiones de encefalograma plano. Sí, la verdad es que pueden llegar a ser espectaculares películas de catástrofes tales como Doce monos (Terry Gilliam, 1995), Armaggedon (Michael Bay, 1998), Deep impact (Mimi Lader, 1998) o El día de mañana (Roland Emmerich, 2004); o bien de bichitos como Parque jurásico (Steven Spielberg, 1993) y sus secuelas, Species (Roger Donaldson, 1995) y sus secuelas, Mimic (Guillermo del Toro, 1996) o The relic (Peter Hyams, 1997), la ya citada Godzilla... No discuto que estas películas puedan poseer ciertos valores cinematográficos, pero desde luego la ciencia ficción es mucho más que eso.

Y no es que no se hayan rodado buenas películas de ciencia ficción -ojo, no confundirlas con las películas oportunistas recubiertas con un barniz de ciencia ficción- estos últimos tiempos; las hay, algunas de ellas excelentes, como es el caso de Mars attack! (Tim Burton, 1996), Gattacca (Andrew Niccol, 1997), Matrix (Larry y Andy Wachowski, 1999) -echada a perder por sus dos decepcionantes secuelas-, eXistenZ (David Cronemberg, 1999), Nivel 13 (Josef Rusnak, 1999), Minority report (Steven Spielberg, 2002) o la paródica Los Increíbles (Brad Bird, 2004)... Lo triste es que, de cara al público general, la imagen que se impone del cine de ciencia ficción, y por extensión de la propia ciencia ficción, es la de las malas películas, no la de las buenas.

Poco importa que la ciencia ficción escrita, y parte de la filmada, hayan logrado alcanzar unas cotas que nada tienen que envidiar a cualquier otro género; para una mayoría, la ciencia ficción es todavía hoy un subproducto de ínfima calidad y nulo valor intelectual, y buena parte de la culpa recae precisamente en esta deleznable manera de mostrarla en el cine. Es algo completamente falso, por supuesto, pero yo en su lugar probablemente pensaría lo mismo. Se trata de algo a considerar muy seriamente, ya que estas películas, lejos de popularizar el género tal como todos desearíamos, lo cierto es que la están perjudicando muy seriamente. Hora es ya de que comience a cambiar la tendencia.




Ver también El ¿cine? de ciencia ficción II (2005-2013).


Publicado el 1-3-2005 en BEM Online
Actualizado el 9-6-2013 en el Sitio de Ciencia Ficción