Poderoso caballero es Don Dinero





Antes de seguir adelante, quiero dejar claro que siempre he sido un admirador de Asimov... aunque no de cualquier Asimov, sino del de su primera etapa como escritor de ciencia ficción así como del posterior ensayista científico. Por desgracia, su tardío retorno a la literatura de anticipación no sólo no colmó mis expectativas sino que, muy al contrario, resultó para mí una decepción absoluta.

Viene esto a cuento porque estoy acostumbrado a encontrarme con numerosas discusiones entre partidarios y detractores del Buen Doctor que, al parecer, no se están dando cuenta de que hablan de escritores muy distintos pese a tratarse de una misma persona; al menos en lo que respecta al autor oficial, que ya se sabe que la de los negros es una larga tradición literaria. Dicho sea de paso es algo muy similar a lo que ocurre con Arthur C. Clarke, pero por no extenderme me limitaré a hablar tan sólo del primero de ellos.

Por esta razón, me parece importante delimitar las diferentes -y consecutivas- etapas de la carrera literaria de Asimov, ya que sólo así podremos apreciar las diferencias que existen entre ellas; tal como he apuntado son básicamente tres, aunque como cabe suponer las fronteras entre ellas no son del todo nítidas.

La primera etapa, y la más antigua, corresponde a la juventud y primera madurez del escritor, desarrollada en su mayor parte a la sombra del editor John W. Campbell. Contaba Asimov con 18 años cuando publicó su primer cuento a finales de la década de los 30, y a partir de ese momento su fama comenzó a crecer como la espuma. Los años cuarenta fueron sin duda los más fértiles de su carrera, ya que sus primeros relatos de robots están fechados en 1940 mientras Fundación, su mítica trilogía, apareció por entregas entre 1942 y 1949 y, ya con el formato de libro, entre esa última fecha y 1953.

Pero la labor de Asimov como escritor de ciencia ficción no se limitó ni mucho menos a estas dos series, ya que simultáneamente escribió numerosos relatos, digamos independientes, que a mi modo de ver están entre lo mejor de todo lo escrito en su época... y probablemente, también en las posteriores.

Ya en los años 50, además de las citadas recopilaciones de la trilogía de Fundación y de la de Yo Robot (1950), Asimov se embarcó por vez primera en la redacción de novelas. Entre 1950 y 1952 publicó su trilogía del Imperio (Un guijarro en el cielo, En la arena estelar y Las corrientes del espacio), y entre 1954 y 1957 las dos primeras entregas de su durante muchos años inconclusa trilogía de los robots (Bóvedas de acero y El Sol desnudo). También durante esa década escribiría la novela El fin de la eternidad (1955), la serie juvenil Lucky Starr y algunas recopilaciones de relatos como A lo marciano (1955), Con la Tierra nos basta (1957) o Nueve futuros (1959). Por lo general, todas estas obras no desmerecen en absoluto de las escritas en la década anterior.

Pero a partir de Nueve futuros Asimov dejó prácticamente de publicar ciencia ficción, si hacemos excepción de la antología El resto de los robots (1964), Viaje alucinante (1966) -aunque sobre esta novela hablaremos largo y tendido más adelante-, Anochecer y otras historias (1969), Los propios dioses (1972), Compre Júpiter y otras historias (1975) o El hombre bicentenario y otras historias (1976)... una producción ciertamente escasa en comparación con su obra anterior, aunque en modo alguno carente de interés con la excepción -vuelvo a remitirme a más adelante- del bluff de Viaje alucinante.

¿Había perdido Asimov la inspiración? ¿Se había vuelto perezoso? En modo alguno. Al contrario, en la madurez de su vida -había nacido en 1920- se encontraba en plenitud creativa. Lo que ocurría era que, coincidiendo con el inicio de la década de los años sesenta, se volcó de lleno en el campo de la divulgación científica, género que ya había ensayado años atrás pero que a partir de entonces le absorbió la mayor parte de su tiempo.

Las razones para este cambio fueron sencillas, y él mismo las desvela con total sinceridad en sus memorias: la divulgación científica estaba entonces mucho mejor pagada que la ciencia ficción. Asimov era ya un autor famoso, y su nombre vendía tanto que no sólo se limitó a la divulgación científica, por cierto con unos espléndidos resultados, sino que abordó sin el menor prejuicio todo tipo de géneros en los que él no era precisamente un especialista, desde el histórico hasta el literario pasando incluso por la mismísima Biblia. A diferencia de las anteriores no conozco ninguna de estas facetas de su producción, razón por la cual no puedo opinar ni bien ni mal acerca de su calidad... aunque venderse se vendían, y por lo visto estupendamente. Y de remate, abordó asimismo otros géneros tales como la poesía, la literatura infantil o la novela policíaca al tiempo que tampoco desdeñaba firmar como antologista de libros de ciencia ficción, aunque desconozco si realmente seleccionaba él los relatos o si se limitaba a prologarlos y comentarlos.

Tan bien le fue, que durante más de veinte años tan sólo publicó una novela y varias recopilaciones de relatos... bueno, y el pastiche de Viaje alucinante, cuya historia es bien conocida aunque, en mi caso, tan sólo cuento con la versión del propio Asimov. Viaje alucinante (Richard Fleischer, 1966) fue inicialmente una película de ciencia ficción basada en un guión original de Jerome Bixby y Harry Kleiner que, pese a lo inverosímil de su argumento -los protagonistas, junto con el submarino que tripulan, son reducidos hasta un tamaño microscópico e introducidos en el interior de un cuerpo humano-, alcanzó un gran éxito. Tanto, que ese mismo año los productores solicitaron a Asimov que escribiera una novela basándose en el guión. Y así lo hizo éste, a cambio -supongo- de una jugosa remuneración.

Huelga decir que yo en su lugar habría hecho exactamente lo mismo, pero... lejos de ser discreto y callarse aplicando el viejo aforismo del emperador Vespasiano de que el dinero no huele, Asimov se empeñó en justificarse afirmando -eso sí, con toda la razón- que el susodicho guión tenía más agujeros que un queso de gruyere y más trampas que una película de chinos, y que había sudado tinta para escribir una novela mínimamente coherente desde un punto de vista científico, tales eran los disparates con los que tuvo que bregar. En cualquier caso Viaje alucinante -me refiero a la novela- es mucho más floja que la producción propia de Asimov, algo que no es de extrañar puesto que aparte de la espectacularidad -para entonces- de sus efectos especiales y del reclamo de estrellas como Raquel Welch, la película no vae un pimiento.

Insisto de nuevo. Si yo hubiera sido Asimov, y me hubieran pagado lo que ofrecieron a él, también habría aceptado sin dudarlo un solo instante; no es por ello por lo que le critico, sino por su empeño en disculparse del embolado insistiendo una y otra vez en que a él jamás se la habría ocurrido ese engendro. Quien está a las duras tiene que estar también a las maduras, y si tanto le preocupaba su reputación, lo mejor que podría haber hecho es rehusar. Pero no lo hizo.

Y es que a estas alturas, aun sin pretender hacer la menor broma -sería políticamente incorrecto- sobre su origen judío, lo cierto es que Asimov era ya un pesetero de cuidado. Y aquí nos encontramos con algo que nunca he entendido, el hecho, por otro lado frecuente, de que la gente se vuelva más avariciosa cuanto más rica es... entendería que alguien que tiene que luchar todos los días por sacar adelante a su familia pelee por el último duro -perdón, euro-, pero no que el Asimov famoso y millonario se jugara su prestigio como escritor de ciencia ficción a cambio de un dinero que no le hacía la menor falta. Vamos, igualito igualito que el Tío Gilito.

Pero no quedaron ahí las cosas. Pese a jurar que jamás volvería a hacerlo, algo más de veinte años después, en 1987 concretamente, se desdijo de forma descarada escribiendo la secuela Viaje alucinante II: Destino el cerebro, tan mala o si cabe todavía peor que la anterior... sin que en esta ocasión pudiera echarle la culpa a nadie, ya que no había ningún guión previo por medio y la responsabilidad era exclusivamente suya. Aparte de que esta novela es infame, se da además la circunstancia de que está escrita de forma descarada pensando en una futura adaptación cinematográfica, algo que paradójicamente no se llegó a dar. Pero la intención estaba clara, y el cinismo de su autor quedó plenamente al descubierto. Eso sí, supongo que se embolsaría sus buenos dólares por ello.

Y es que a estas alturas Asimov había entrado ya de lleno en su tercera etapa como escritor, la más mediocre de todas y responsable, en buena medida, del rechazo hacia la obra del Buen Doctor por parte de muchos aficionados; rechazo que comparto plenamente aunque limitándolo a este período en exclusiva. La brillante luz que emanara nuestro escritor durante décadas se había convertido en una pálida lamparilla, y la responsabilidad era, mucho me temo, del dinero, o mejor dicho, de la avidez por el mismo de un Asimov que a esas alturas era ya más que millonario, ya que evidentemente no se le había olvidado escribir. En fin, como ya he dicho es algo que le pasa a mucha gente, así que tampoco tiene demasiado de particular por más que a los aficionados, y en especial a los que hasta entonces habíamos sido sus admiradores, nos cayera como un jarro de agua helada.

Pero retomemos la obra de ciencia ficción de Asimov, que habíamos dejado colgada a mediados de los años setenta. Según afirma en sus memorias, a principios de los años ochenta sus editores le rogaron encarecidamente que retomara la literatura de ciencia ficción, algo a lo que se resistió durante algún tiempo... supongo que hasta que le ofrecieran lo suficiente. Así, en 1982 hizo doblete con una antología de todos los relatos de robots que había escrito hasta entonces y con la novela inédita Los límites de la Fundación, en la que retomaba su famosa trilogía más de treinta años después de que publicara la última entrega de los relatos originales. En este caso, y a diferencia de los tres libros anteriores, se trataba de una novela completa y no de una recopilación de relatos, pero para el caso era lo mismo; el éxito lo tenía más que garantizado puesto que todos los admiradores de su obra clásica, yo entre ellos, nos apresuramos a comprarla.

Los límites de la Fundación no estaba mal, pero no llegaba a la altura de sus predecesoras. Digan lo que digan, y algún amigo mío me tirará de las orejas por esto que voy a decir, se nota que es una obra de circunstancias, sin la frescura de las anteriores. Pero bueno, el caso era que Asimov había retomado al fin su inconclusa historia -todavía faltaban varios siglos para que terminaran los mil años de interregno previstos por Hari Seldon-, y todo parecía indicar que pensaba continuar con ella. ¡Qué ingenuo fui!

Asimov no sólo había dejado sin terminar la serie de Fundación, sino también su antigua trilogía de robots de la que únicamente había llegado a escribir dos novelas, Bóvedas de acero y El sol desnudo. Faltaba, pues, la tercera entrega, y ésta llegó en 1983 con Los robots de Aurora, también con Elías Baley y el robot Daniel Olivaw como protagonistas. Mi opinión aquí es similar a la de Los límites de la Fundación, aunque he de reconocer que nunca me entusiasmaron demasiado las incursiones del Buen Doctor en el género policíaco, por lo que en realidad ninguna de estas tres novelas figura entre mis favoritas. De todos modos, tampoco estaba mal.

El melón estaba ya empezado, y como cabe suponer a partir de ese momento todo fue empezar a cortarle rajas. El problema estribaba en que, aunque la serie de Fundación todavía podía tener cuerda para rato, no ocurría lo mismo con la del robot Daniel Olivaw. Pero a grandes males, grandes remedios: ¿por qué no enlazar ambas -y de paso también los cuentos de robots y las tres novelas del ciclo del Imperio- en una única serie? La tarea podía parecer interesante, pero las dificultades eran considerables ya que no sólo eran dispares entre sí sino incluso antagónicas, dado que en Fundación, teóricamente situada más al futuro que la los robots, no aparecía un solo hombre mecánico...

La verdad, justo es reconocerlo, es que Asimov logró unirlas sin que se les notaran demasiado los remaches, lo cual dice mucho de su oficio como escritor. Así, en 1985 publicó Robots e Imperio, cuarta de la serie de los robots y en la cual se esbozaban ya los puentes que la unirían con Fundación. De 1986 es Fundación y Tierra, perteneciente a este último ciclo; de 1988 Preludio a la Fundación, precuela de la serie en la que aparece un joven Hari Seldon recién llegado a Trántor justo antes de que desarrollara su teoría de la Psicohistoria, y de 1993 Hacia la Fundación, novela con la que concluía el laborioso engarce.

Durante esos años publicó también otras novelas como la floja Némesis, Robbie y Sally, todas de 1989 y las dos últimas escritas a partir de los relatos homónimos, junto con las antologías de relatos Los vientos del cambio (1983), Sueños de robots (1986), Azazel (1988) o Visiones de robots (1990), la mayoría de las cuales tan sólo incluían algún título inédito -utilizado como reclamo para vender el libro- siendo el resto relatos ya conocidos reeditados hasta la saciedad. Y por supuesto, su catálogo de obras de los géneros más variopintos se incrementó de manera espectacular hasta hacer sospechar que no tuviera tiempo ni siquiera para dormir.

Huelga decir que, al menos en lo que a la ciencia ficción se refiere, este período iniciado hacia 1982 y tan sólo interrumpido por su muerte en 1992 -aunque sus obras “póstumas” siguieron apareciendo durante algún tiempo- es, con diferencia, el más mediocre y mercenario de todos. En realidad el caso de Asimov no se diferencia demasiado del de otros escritores famosos contemporáneos suyos -pertenecientes al género o no- que, apoyándose en el prestigio de su nombre, no tuvieron escrúpulos para franquear la tenue frontera que separa la creación del puro mercantilismo, la novela del best-seller; pero esto no me sirve de consuelo, sobre todo teniendo presente su bibliografía anterior. En general, no sólo sus novelas de los ciclos de los robots y de Fundación, sino también sus relatos postreros, son de calidad muy inferior a la de sus obras más antiguas, y se nota claramente el desaliño de lo que ha sido escrito pensando tan sólo en vender sin la menor preocupación por su calidad.

Que en esos años Asimov sacrificó la calidad en aras de la cantidad es algo tan evidente que no merece la pena siquiera insistir en ello, pero la duda que se plantea en la línea de mi maledicente comentario de dos párrafos más atrás es si escribía todo lo que firmaba, tal como asegura en sus memorias -claro está que no iba a reconocer lo contrario-, o si llegó a recurrir al concurso de negros tal como han hecho numerosos escritores de prestigio de Alejandro Dumas para acá; y desde luego, por muy prolífico que pudiera ser, resulta difícil de aceptar que fuera capaz de escribir tanto sin la menor ayuda. Por otro lado está el hecho patente del bajón de calidad de sus últimas novelas, algo que podría achacarse -aunque no es la única posibilidad- a un método utilizado al parecer por algunos escritores de renombre, que consiste en pergeñar el esqueleto de la narración para que luego sus colaboradores anónimos la completen; no sería un caso estricto de negrismo puesto que el autor oficial sí habría intervenido desarrollando lo fundamental de la obra, pero ciertamente se le parece bastante.

Aparte de eso, claro está, tenemos las “coautorías” oficiales entre Asimov y otros escritores, y aquí lo de las comillas se debe a que todo parece indicar que la única intervención de Asimov fue la de ceder antiguos relatos suyos para que fueran los otros quienes escribieran novelas a partir de ellos, como es el caso de la tres obras escritas por Robert Silverberg y firmadas por ambos: Anochecer (1991), El robot humano -a partir de El hombre bicentenario- y El niño feo, ambas de 1992. Aparte de lo discutible que resulta -al menos para mí- alargar artificialmente un relato que ya es completo en sí mismo, cuando esto lo hace otro autor distinto, aunque sea de la talla de Silverberg, no es de extrañar que los resultados dejen bastante que desear en relación con los textos originales.

Por si esto no fuera suficiente, también autorizó que otros autores, en esta ocasión mucho más desconocidos -el más ubicuo de todos ellos, William F. Wu, es un todoterreno de manual-, escribieran novelas ambientadas en su universo. Eso sí, el nombre de Asimov figuraba bien visible en la portada y, al menos en las ediciones españolas, en un tamaño muy superior al del verdadero autor, que no era cuestión de matar la gallina de los huevos de oro. Entre 1987 y 1994 surgieron las series de Robot City, Robots y aliens y Robots en el tiempo, en total nada menos que dieciocho entregas; aptas tan sólo para los muy frikis, han sido tildadas de desvaídas y acusadas de no respetar el espíritu original de Asimov. En lo que a mí respecta, ni las he leído ni tengo la menor intención de hacerlo. La maraña de apócrifos aparecidos todavía en vida del autor no se limitó a las citadas novelas, ya que en 1989 fue publicada una antología de relatos ambientados en su universo, titulada en inglés Foundation’s Friends y en español Asimov y sus amigos. Claro está que se trataba de un homenaje...

Pero como Asimov tuvo el mal detalle de morirse en 1992 y había que seguir ordeñando la vaca, sus editores, sus herederos o todos ellos en paz y armonía decidieron continuar publicando apócrifos, dado que ya no era posible seguir rebañando más “obras póstumas” del finado; al fin y al cabo, también el Cid ganó batallas después de muerto y nadie se escandalizaba por ello. Rompió el fuego Roger MacBride Allen -según parece, a juzgar por su bibliografía, un profesional de las franquicias- con la trilogía de Caliban, publicada entre 1993 y 1996, y a éste siguieron autores tan conocidos como Gregory Bendford, Greg Bear y David Brin, que entre 1997 y 1999 publicaron la que se ha venido en denominar segunda trilogía de la Fundación.

Y eso es todo por ahora cuando, trece años después de su muerte, las cosas parecen haberse calmado un poco al menos en lo que a libros se refiere, porque las dos recientes adaptaciones cinematográficas de su obra, El hombre bicentenario (Chris Columbus, 1999) y Yo, robot (Alex Proyas, 2004), han sido dos descaradas tomaduras de pelo. Pero bueno, seamos justos, de esto ya no tiene la culpa el Buen Doctor, sino la avaricia de sus herederos.

Resumiendo: para mí Asimov fue uno de los genios indiscutibles no sólo de la ciencia ficción sino también de la divulgación científica, y por méritos propios tiene más que justificada su presencia en un lugar de honor en la historia del género. Por desgracia, durante los últimos años de su vida su afán por publicar casi cualquier cosa malogró buena parte de su bien ganado prestigio, aunque sin duda le debió de reportar pingües ganancias económicas. Que cada cual saque sus propias conclusiones, yo personalmente me quedo con el Asimov de antes de que tuviera lugar su transformación; el otro no me interesa.


Publicado el 9-6-2005 en el Sitio de Ciencia Ficción