¿Fue Julio Verne un escritor de ciencia ficción?





Julio Verne hacia 1878. Fotografía de Félix Nadar tomada de la Wikipedia



Existen dos temas relativos a la ciencia ficción sobre los que se lleva discutiendo eternamente sin que se haya podido llegar a un acuerdo y sin que, muy probablemente, éste llegue a alcanzarse nunca. El primero es la propia definición del género, y sospecho que cada aficionado tendrá la suya propia. Y el segundo su origen, que nos lleva a considerar si determinados escritores más o menos antiguos escribieron o no obras que puedan ser encuadradas en la ciencia ficción.

Voy a centrarme en el segundo y, más concretamente, en uno de los autores sobre los que más tinta se ha vertido acerca de si fue o no uno de los precursores de la ciencia ficción; me estoy refiriendo a Julio Verne, del cual todos hemos leído al menos algunas de sus novelas más conocidas.

Así pues, sin más preámbulos, voy a lanzar la pregunta: ¿Escribió Julio Verne ciencia ficción? Pues... depende de como lo consideremos.

Me explicaré, aunque para ello tendremos que hacer algo de historia. Prescindiendo de presuntos antecesores cogidos más o menos por los pelos como Luciano de Samotracia, Dante Alighieri, Johannes Kepler, Cyrano de Bergerac o, si me apuran, hasta el mismísimo Cervantes en los episodios del Quijote dedicados al caballo Clavileño y a la cabeza parlante de Barcelona -más evidentes me parecen los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift-, suele haber consenso en que la primera obra de ciencia ficción propiamente dicha habría sido Frankenstein de Mary Shelley, la cual, aunque es innegable que usa un recurso tan de ciencia ficción -al menos para la época- como el de utilizar la electricidad para dotar de vida artificial a un remiendo de piezas de cadáveres, en sentido estricto no pasa de ser una novela romántica en la que las motivaciones de la autora eran muy diferentes, por lo que la creación científica del monstruo no pasa de ser una mera excusa introducida por exigencias del guión.

Novela por lo demás excelente cuya lectura recomiendo encarecidamente, sobre todo a aquéllos cuyo conocimiento del mito de Frankenstein provenga exclusivamente de sus innumerables versiones cinematográficas, la mayor parte de las cuales tan sólo aprovechan la anécdota del monstruo prescindiendo de todo el trasfondo de la obra original que, en cualquier caso, tiene mucho más de terror gótico que de auténtica ciencia ficción.

En realidad, y aunque a lo largo del siglo XIX -sobre todo su segunda mitad- y los primeros años del XX aparecieron numerosas obras mucho más cercanas a nuestro género, entre ellas varias españolas detalladamente estudiadas por Agustín Jaureguízar, sería más propio hablar de protociencia ficción considerando a sus autores como precursores de un género que todavía no estaba definido como tal, por lo que incluso quienes escribieron obras claramente emparentadas con éste no eran conscientes de esta especialización y pertenecían sin excepción a la corriente general de la literatura.

El primero a quien se puede considerar irrebatiblemente como un verdadero autor de ciencia ficción fue sin duda alguien tan tardío como H.G. Wells, que no empezó a publicar sus novelas -La máquina del tiempo es de 1895- hasta las postrimerías del siglo XIX, apareciendo muchas de ellas ya en el XX.

Y, no lo olvidemos, se suele dar como nacimiento oficial del género la fundación en 1913 por Hugo Gernsback de la revista Amazing Stories aunque, hasta que ya en la década de 1940 John W. Campbell no la sacó del gueto de las publicaciones pulp, la primitiva ciencia ficción no pasó de ser una más de las distintas variantes de las novelas de aventuras, cambiando apenas el escenario que, en vez de ambientarse en lugares exóticos como las islas malayas, China, India, Siberia, la selva africana, el Caribe o los polos, lo hacía en el espacio. Y por supuesto, de científica tenía bastante poco.

Pero vayamos al grano. Conforme al esquema cronológico que acabo de exponer queda claro que Julio Verne, que publicó su primera novela - Cinco semanas en globo- en 1863 y la última, sin contar las obras póstumas ni los refritos de su hijo Michel, en 1905, el año de su muerte, habría de ser considerado como mucho un precursor del género y no un escritor perteneciente al mismo, ya que las novelas de H.G. Wells no empezaron a publicarse hasta diez años antes de su muerte y ninguna de las que él escribió durante esta década figura entre las más conocidas de su bibliografía.

Otro factor a tener en cuenta es que, forzado por las exigencias de su contrato con el editor Hetzel, que le obligaba a entregar tres novelas al año, como tantos otros autores famosos -es paradigmático el caso de Alejandro Dumas- Verne contó con la ayuda de negros, aunque cabe suponer que el núcleo central de las novelas sí fuera suyo. Diferente fue el caso de su hijo Michel, que tras su fallecimiento entró literalmente a saco en sus manuscritos inéditos, reescribiéndolos a su gusto e incluso llegando a escribir novelas completas que hizo pasar por suyas.

En cualquier caso, y hechas estas salvedades, vuelvo a repetir la pregunta: ¿Fue Julio Verne un autor -o un precursor- de la ciencia ficción? Pues, aunque esto sorprenda a más de uno, la verdad es que, considerando la totalidad de su producción literaria, la respuesta es negativa al menos desde un punto de vista estadístico.

Esta aparente paradoja se debe a que los árboles de sus novelas más conocidas ocultan el bosque de su bibliografía completa. O, dicho más claramente, al hecho de que varias de sus novelas más famosas hayan sido vinculadas habitualmente a la ciencia ficción -aunque sobre este punto habría que matizar bastante-, se contrapone la evidencia de que la mayor parte de su producción literaria corresponde bien a novelas de aventuras ambientadas en escenarios más o menos exóticos, bien a títulos en los que se recurre a la tecnología de su época sin que sus argumentos tengan nada o casi nada de especulativos, una condición fundamental para que pudiéramos considerarlos realmente de ciencia ficción. Veámoslo con más detenimiento.

Respecto a las primeras, poco hay que explicar. Miguel Strogoff, La vuelta al mundo en ochenta días o El faro del fin del mundo, por poner ejemplos sobradamente conocidos, son meras novelas de aventuras ambientadas en lugares exóticos, excelentes sin duda, pero en las que cualquier parecido con la ciencia ficción brilla por su ausencia.

Y no son en modo alguno excepciones, ya que si consultamos la bibliografía completa de Julio Verne veremos que, por el contrario, este tipo de novelas donde son frecuentes los piratas, los naufragios, los ataques de indígenas hostiles o de animales salvajes o los viajes por lugares remotos, constituyen una parte muy importante de ella: Las aventuras del capitán Hatteras, Los hijos del capitán Grant, El país de las pieles, El Chancellor, Un capitán de quince años, Los náufragos del Jonathan, Las tribulaciones de un chino en China, La jangada, Escuela de robinsones, El testamento de un excéntrico, El rayo verde, Kerabán el testarudo, Dos años de vacaciones, César Cascabel, Claudio Bombarnac, Los piratas del Halifax, Segunda patria... A las que se suman aquéllas que se podrían considerar históricas o costumbristas: Un billete de lotería, El camino de Francia, Familia sin nombre, Aventuras de un niño irlandés, Las historias de Jean-Marie Cabidoulin, Norte contra Sur, Los hermanos Kip, Un drama en Livonia o El piloto del Danubio.

Un segundo grupo lo forman las novelas que podríamos denominar científicas aunque siempre ceñidas a la tecnología existente en la época en la que fueron escritas o, cuanto menos, se hallaban ya en fase de estudio o desarrollo: el globo aerostático de Cinco semanas en globo, el trasatlántico de Una ciudad flotante, la cartografía en Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral, los vehículos de vapor en La casa de vapor, las exploraciones geográficas en El soberbio Orinoco...

Pero Verne fue más allá, y es ahora cuando empezamos a internarnos en la parte de su producción literaria que suele ser considerada de ciencia ficción. En ella se abordan tecnologías que no se utilizaban en su época o todavía se encontraban en un estado muy embrionario, tales como el submarino de Veinte mil leguas de viaje submarino, el navío volador -más cercano a los helicópteros que a los aviones- de Robur el conquistador, los artefactos de La isla misteriosa o las obras de ingeniería capaces de modificar la geografía de La invasión del mar.

Conviene tener presente que tanto Julio Verne como sobre todo su editor Hetzel eran firmes partidarios del positivismo, una corriente muy popular en su época que asociaba el progreso de la sociedad a los avances científicos y tecnológicos que trajo la Revolución Industrial, razón por la que creían que estos avances seguirían dándose en el futuro de forma ininterrumpida. En consecuencia, más que hacer un ejercicio de especulación Julio Verne se limitaba a extrapolar las ideas, más tecnológicas que científicas, que ya circulaban en su época; de hecho tanto los submarinos de los españoles Cosme García (1860) y Narciso Monturiol (1864) como los utilizados en la Guerra de Secesión norteamericana (1861-1865) fueron anteriores a la publicación de Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), por lo que en realidad Julio Verne no los inventó aunque, eso sí, los imaginó más avanzados, al igual que hizo con la isla flotante -una especie de plataforma marina capaz de navegar- de La isla de hélice (1895).

Algo similar ocurrió con los aparatos voladores más pesados que el aire, en definición del propio escritor, aunque en Robur el conquistador (1886) sí se adelantó al histórico vuelo de los hermanos Wright y todavía más -el Albatros, vehículo volador de Robur, no era un avión sino un barco sostenido y propulsado por hélices- al autogiro de Juan de la Cierva y a los helicópteros, cuyos primeros prototipos datan de finales de la II Guerra Mundial.

No obstante, aunque en la época en que escribió esta novela todavía no existían ni los aviones ni los helicópteros, sí se especulaba teóricamente con ellos, y con anterioridad al avión de los hermanos Wright en las décadas finales del siglo XIX hubo varios pioneros que realizaron ensayos de vuelo como el francés Clément Ader o el alemán Otto Lilienthal, los cuales es posible que sirvieran de inspiración a Verne.

Así pues, la capacidad predictiva de estas novelas no pasaba en realidad de ser similar a la que tendría una novela escrita en la actualidad en la que se recreara el primer viaje tripulado a Marte. ¿Ciencia ficción? Pues más bien poca, o en cualquier caso de muy corto alcance.

Corro el riesgo de que se me acuse de herejía si meto en el mismo saco a De la Tierra a la Luna, en realidad dos novelas distintas -De la Tierra a la Luna (1865) y Alrededor de la Luna (1870)- aunque se suelen publicar juntas, ya que aquí se adelantó en un siglo al histórico vuelo del Apolo 11. No obstante, si las analizamos en detalle veremos que su adscripción a la ciencia ficción no es tan evidente.

La primera de las dos novelas narra la construcción del cañón gigante y el lanzamiento del proyectil en cuyo interior viajan los protagonistas; prescindiendo del hecho de que Verne erró al pensar que con este método se podría vencer la gravedad de la Tierra -al fin y al cabo los autores de ciencia ficción no suelen acertar en sus predicciones-, lo que nos encontramos es con una detallada descripción de la tecnología militar -más concretamente de la artillería- de su época y, eso sí, con unos minuciosos cálculos astronómicos muy similares a los del Proyecto Apolo, pero perfectamente conocidos por los astrónomos decimonónicos. La novela, huelga decirlo, es buena, pero tiene poco de especulación.

Más interesante para nuestro estudio es Alrededor de la Luna, publicada cinco años más tarde, ya que es donde se relata realmente el viaje espacial de los protagonistas describiendo minuciosamente sus peripecias. Me van a permitir, no obstante, que a modo de comparación con la que sí es una verdadera novela de ciencia ficción, resalte las diferencias existentes entre ésta y Los primeros hombres en la Luna de H.G. Wells, publicada en 1901.

Mientras para Wells el viaje a nuestro satélite es una mera excusa -al igual que el medio de transporte, la cavorita, un material antigravitatorio- para describir una imaginaria sociedad selenita que utiliza como crítica del imperialismo victoriano, la novela de Verne es una simple exhibición de la tecnología de su época seguida por una de sus farragosas descripciones científicas, en este caso relativa a la morfología de la superficie lunar... pero sólo de la cara visible, ya que casualmente sobrevuelan la cara oculta cuando es de noche, por lo cual no consiguen ver nada salvo un atisbo momentáneo, gracias a la efímera luz de un bólido incandescente, de unos presuntos mares y continentes cuya existencia son incapaces de confirmar, quedándoles la sospecha de que se tratara de un espejismo. Y por supuesto, tampoco descienden a la superficie lunar.

En resumen, no se moja en absoluto. Por esta razón, insisto, lo único que encuentro a De la Tierra a la Luna -me refiero al conjunto de las dos partes- es una ambientación cercana a la ciencia ficción, pero no así en su argumento, en el que priman sobre todo las descripciones tecnológicas y astronómicas.

Paradójicamente su mucho menos conocida secuela El secreto de Maston (1889) huele bastante más a ciencia ficción. Su argumento es el siguiente: Tras el descubrimiento de unos enormes yacimientos de carbón -el petróleo de la época- bajo los hielos polares, se decide aprovechar la experiencia adquirida con el lanzamiento del proyectil lunar para construir un enorme cañón, tangente a la superficie de la Tierra, cuyos disparos serán capaces de enderezar el eje del planeta provocando la fusión de gran parte de los casquetes polares, lo que permitiría la explotación de estos yacimientos. Puesto que esto provocaría unas alteraciones geológicas y climáticas que, si bien beneficiarían a algunas zonas perjudicarían gravemente a otras, se prohíbe hacerlo a sus promotores, consistiendo buena parte de la novela en las peripecias de los protagonistas intentando eludir la prohibición.

Finalmente consiguen construir el cañón en las laderas del Kilimanjaro -Verne eligió acertadamente un punto cercano al ecuador y situado en una región que en su época era todavía remota- y dispararlo... sin que ocurra el tan temido cambio de inclinación del eje de rotación terrestre gracias a un oportuno -e involuntario- error de cálculo. La novela, escrita en clave de parodia de su antecesora, es divertida y contiene un elemento especulativo ausente en ésta.

Otra obra de Julio Verne cuya adscripción al género también considero dudosa es la conocida Viaje al centro de la Tierra, la segunda de sus novelas publicadas -en 1864- tras Cinco semanas en globo. A primera vista el argumento no puede ser más de ciencia ficción: un investigador descubre la existencia de un mundo subterráneo y lo explora encontrándose con fauna prehistórica e incluso con hombres primitivos. Como novela de aventuras es excelente, y sin duda la habrían firmado sin el menor escrúpulo muchos autores de la época pulp. Pero... ¿es realmente ciencia ficción?

Para mí se trata más bien de una novela de fantasía, dado que el postulado principal carece de la más mínima base científica, aunque fue relativamente popular a finales del siglo XIX de mano de la seudociencia de la teosofía. Aquí la comparación puede hacerse con El mundo perdido de Arthur Conan Doyle, publicada en 1912 y con un argumento similar, aunque en esta ocasión la ubicación del lugar donde habitan los dinosaurios es bastante más verosímil: en un tepuy, una de las altas mesetas amazónicas aisladas de su entorno a modo de islas.

Sorprende ciertamente que un escritor tan racionalista como Verne -y todavía más su editor-, que de haber nacido en nuestros días se habría decantado probablemente por la ciencia ficción hard, se dejara arrastrar por una temática tan poco rigurosa; pero ahí está, y es una de sus novelas más conocidas.

También más bien tirando a fantástica es La esfinge de los hielos (1897), aunque aquí la razón es otra ya que se trató de un homenaje a la novela de Edgar Allan Poe Las aventuras de Arthur Gordon Pym (1838), cuya narración inconclusa continúa.

Y, como ya está bien de hacer de abogado del diablo, a partir de ahora voy a pasar lista a las novelas de Julio Verne que para mí sí son de ciencia ficción o, para ser más precisos, de protociencia ficción, ninguna de las cuales, como ya he comentado, es demasiado conocida.

En primer lugar, la que me parece más evidente dentro de las novelas que publicó en vida es Héctor Servadac (1877). Júzguese si no: Un cometa se acerca a la Tierra hasta casi chocar con ella. La catástrofe se evita por poco, pero el cometa arranca un fragmento de la corteza terrestre desde el norte de Argelia -entonces colonia francesa- hasta el estrecho de Gibraltar, llevándosela consigo junto con sus habitantes. Éstos, obligados a recorrer el largo periplo del cometa hasta los confines del Sistema Solar, no sólo logran sobrevivir al frío sino que desarrollan un plan para volver a la Tierra durante la siguiente aproximación del cometa varios años más tarde... a bordo de un globo aerostático aprovechando el momento en el que las atmósferas de los dos astros entran en contacto. Con independencia de la inverosimilitud del argumento, la novela tiene un delicioso aire pulp.

Otra novela significativa es Los quinientos millones de la Begún (1879). Aunque lastrada por un exagerado nacionalismo -Francia había sido derrotada por Alemania, y había perdido la Alsacia y la Lorena, tan sólo ocho años antes-, esta novela también cuenta con un argumento decididamente de ciencia ficción. Un científico francés y otro alemán, enemigos irreconciliables, se reparten la ingente herencia de una princesa hindú, y ambos la invierten en construir sendas ciudades en un territorio remoto de los Estados Unidos. La francesa es una utopía civilizada y pacífica, y la alemana un ominoso régimen dictatorial que parece preludiar al nazismo. Mientras los franceses practican el humanismo y la filantropía, los alemanes están empeñados en destruir a la que consideran su rival, para lo cual desarrollan toda una panoplia de armas de destrucción masiva, que se diría ahora, completamente futuristas para la época. Finalmente serán los propios alemanes quienes, en su locura, provoquen la autodestrucción de su ciudad por un fallo de las poderosas armas que tenían destinadas para sus enemigos.

También se puede incluir en este grupo a El castillo de los Cárpatos (1892), donde el típico científico loco que tanto juego ha dado en la ciencia ficción popular se asienta en un castillo abandonado en un remoto lugar de los Cárpatos y desarrolla en él todo un conjunto de inventos que hacen creer a los lugareños que se encuentra embrujado. Con un claro tono steampunk -en realidad no hay nada mágico, ya que se trata de un conjunto de ingeniosos artilugios mecánicos y ópticos- la novela escora más hacia la fantasía y el misterio que hacia la ciencia ficción propiamente dicha, a la que tan sólo se le puede asociar de forma tangencial.

Ante la bandera (1896) tiene como protagonista a un ingeniero inventor de un explosivo, el Fulgurador Roch, con una capacidad destructiva infinitamente superior a las de las armas de su época y suficiente para derrotar a las armadas conjuntas de varias potencias navales e incluso destruir la propia isla donde se refugiaba, por lo que algunas fuentes consideran al Fulgurador Roch, quizá de manera exagerada, como un precursor literario de la bomba atómica, aunque su naturaleza era exclusivamente química.

Dueño del mundo (1904), una de las últimas novelas publicadas en vida por su autor, es una secuela de Robur el conquistador y, a mi modo de ver, mucho más cercana a la ciencia ficción que aquélla, ya que describe un vehículo que, a diferencia del Albatros, es capaz de volar, rodar por tierra y navegar, tanto por la superficie del mar como bajo ella. Aunque dista de ser una de las mejores obras de Verne y argumentalmente es inferior a su predecesora, es probablemente una de las novelas en las que su imaginación futurista llegó más lejos.

No resulta fácil definir Una ciudad ideal, ya que se trata de un breve texto que Julio Verne leyó como discurso en una sesión pública de la Academia de Amiens celebrada en 1875. Podría considerarse como una utopía irónica en la que el escritor imagina encontrarse en Amiens, donde residía, pero en el año 2000, comparando el presente de la ciudad con un futuro imaginado. Según la edición francesa de la Wikipedia aprovechó elementos de París en el siglo XX, la novela distópica que, como veremos más adelante, le fue rechazada por su editor permaneciendo inédita hasta 1994.

He dejado para el final varias obras póstumas -tres cuentos y cuatro novelas- en las cuales, en mi opinión, es donde encontramos el Verne más cercano a la ciencia ficción, aunque en la mayoría de ellas no es sencillo discernir cuanto hay suyo y cuanto de su hijo Michel. El eterno Adán es un cuento, o novela corta, de su última etapa, escrito hacia 1901 y publicado en una antología de relatos breves en 1910. Yo lo conocí por la versión que apareció en 1978 en el número 101 de la revista Nueva Dimensión -nueve años más tarde sería publicado también en la colección de Orbis dedicada a Julio Verne-, pero en la edición francesa de la Wikipedia, más detallada que la española, se explica que su texto fue manipulado por Michel Verne y que una edición de la versión original no fue publicada hasta 1991.

En cualquier caso lo que nos interesa es el argumento. En un lejano futuro un investigador descubre un manuscrito en el que se relata la extinción de una antigua civilización de la que no se tenía la menor noticia: la nuestra. Escrito en tono pesimista, El eterno Adán concluye reflexionando sobre la condena indefectible de la humanidad a caer una y otra vez en la barbarie volviéndose a repetir un ciclo eterno de crecimiento y destrucción, por lo que la cultura en la que está ambientado el relato ni ha sido la primera ni tampoco será la última de las que surjan sobre la faz de la Tierra.

El título del segundo cuento, En el siglo XXIX: La jornada de un periodista norteamericano en el 2889 (se puede descargar aquí), ya lo dice todo. Tal como explica Manuel Rodríguez Yagüe es un breve texto de apenas diez páginas, escrito a modo de reportaje periodístico en clave de humor, publicado en 1889, en inglés, en la revista americana The Forum. Un año más tarde apareció su versión francesa, revisada y modificada, y en 1905 su hijo Michel lo incluyó en una antología de cuentos titulada Ayer y mañana. Al parecer, también Michel intervino en su redacción, y según algunos investigadores él sería el autor de la primera versión, mientras la segunda habría sido revisada por su padre.

También resulta significativo el título Un expreso del futuro, que algunas fuentes atribuyen en su totalidad a Michel Verne; publicado en 1895 en la revista The Stand Magazine, es un breve relato que describe un ferrocarril subterráneo que atraviesa el Atlántico entre Estados Unidos y Europa, usando un sistema neumático para impulsar a unos vagones cilíndricos por el interior de unos tubos de acero a una velocidad de 1.800 kilómetros por hora... lo cual resulta ser finalmente un sueño del narrador.

La caza del meteoro, publicada en 1908 con los inevitables retoques de su hijo, relata el descubrimiento de un meteorito, o asteroide, que resulta estar compuesto prácticamente de oro puro. Mientras dos astrónomos discuten sobre la autoría de su descubrimiento reclamando el honor de darle nombre, un excéntrico inventor -francés, por supuesto- opta por la vía práctica y utiliza un artilugio de su invención para capturar gravitatoriamente al meteorito, atrayéndole a la Tierra mientras los dos astrónomos siguen, literalmente, en las nubes. Las cosas se complicarán cuando se desate una auténtica fiebre del oro y se descubra que el meteorito va a caer en Groenlandia, a la que de repente empiezan a rondar todas las potencias mundiales. Al final éste se acaba hundiendo en el mar haciendo imposible su explotación, con lo cual la tranquilidad vuelve a reinar en el mundo.

El secreto de Wilhelm Storitz fue publicada en 1910 tras sufrir también las manipulaciones de Michel Verne, y en su versión original en 1985. Aborda el tema de la invisibilidad, obtenida por métodos químicos, y evidentemente recuerda a El hombre invisible de H.G. Wells, publicada en 1897. Cabe la duda de si Verne pudo haberse inspirado en ella ya que se calcula que debió de escribir la suya hacia 1898; sería, pues, posterior en un año a la novela de Wells, aunque la primera edición de ésta en francés no fue publicada hasta 1901.

La impresionante aventura de la misión Barsac es una obra póstuma reescrita totalmente por Michel Verne a partir de bocetos de su padre, publicada por entregas en 1914 y como libro en 1918. Su argumento tiene cierto parecido con Los quinientos millones de la begún, ya que en él aparece una ciudad secreta enclavada en un remoto lugar del desierto del Sahara de la que es dueño un malvado personaje poseedor de diversos avances tecnológicos tales como aparatos voladores no tripulados, un sistema de control remoto o la creación de lluvia artificial.

Más interesante es París en el siglo XX, una distopía con todas las de la ley. Curiosamente se trata de una obra primeriza, ya que fue escrita en 1863 al inicio de la carrera de Verne como escritor y cuando tan sólo había publicado su ópera prima Cinco semanas en globo. Pese al éxito obtenido por esta última, que abrió a Julio Verne las puertas de la gloria, su editor Jules Hetzel se negó en redondo a publicarla a causa de su carácter pesimista, razón por la que el manuscrito permaneció perdido entre los papeles del escritor hasta que fue descubierto en 1989 por su bisnieto, siendo publicado por vez primera en francés en 1994 y un año más tarde en español.

Y, ciertamente, Hetzel tenía razón al menos en el hecho de que esta novela no se parece en absoluto a las que escribió en su primera época, e incluso supera en pesimismo a sus obras más tardías... lo cual, lejos de ser un demérito, es para mí todo un logro, puesto que el todavía primerizo Verne supo desembarazarse de todo posible condicionante para escribir lo que verdaderamente sentía... y muy bien escrito, dicho sea de paso.

La historia, tal como relata el título, transcurre en París en 1960, es decir, prácticamente un siglo después de cuando fue escrita, y describe una sociedad francesa rabiosamente capitalista en la que sólo se valora lo práctico mientras el arte y la literatura son menospreciados. A ello se suma una burocratización total y una sociedad masificada sometida un control asfixiante por parte del estado, un escenario que recuerda en ciertos momentos a distopías tan conocidas como Fahrenheit 451 o Un mundo feliz, ambas muy posteriores. Y, aunque desde el punto de vista científico y tecnológico la sociedad imaginada por Verne es próspera, el precio a pagar por ello ha sido demasiado alto, puesto que ha sacrificado su alma. Lo cual, teniendo en cuenta que Julio Verne fue durante décadas un adalid del positivismo, no deja de llamar la atención.

En resumen: Julio Verne puede ser considerado un precursor de la ciencia ficción en cuanto que escribió algunas novelas enmarcables en lo que podríamos denominar la prehistoria del género, pero estas obras son tan sólo una pequeña parte de su producción literaria.

Conviene no olvidar que el lema de la colección en la que fueron publicadas sus novelas, titulada por cierto Viajes extraordinarios era, en palabras del editor, “resumir todos los conocimientos geográficos, geológicos, físicos y astronómicos acumulados por la ciencia moderna y rehacer, bajo la atractiva forma que le es propia, la historia del Universo”. O, dicho de forma más breve, instruir deleitando. Que acabara escribiendo sobre temas de anticipación no fue, pues, una de sus prioridades.


Publicado el 9-4-2020
Actualizado el 3-3-2023