La paradoja del sentido único





Viendo algunos episodios de la serie El Ministerio del Tiempo, me encontré con la excusa, que constituye una de las líneas rojas de su hilo argumental, de que es posible viajar al pasado pero no al futuro, puesto que éste todavía no existe. Y, efectivamente, a lo largo de los diferentes capítulos los protagonistas intervienen en diversos episodios de la historia española, pero siempre retrocediendo en el tiempo a partir del momento actual, 2015 en la primera temporada y 2016 en la segunda.

En realidad no se trata de un caso único, ya que éste es un tópico bastante habitual en el subgénero de los viajes por el tiempo. Y si bien ha habido autores, empezando por el mismísimo H.G. Wells, que se han atrevido a lanzar a sus protagonistas al ignoto futuro, yo diría que han sido bastantes más los que prefirieron la menos arriesgada opción de ubicar sus narraciones en el pasado.

Desde mi punto de vista se trata tan sólo de un simple truco literario: como cabe suponer, es mucho más sencillo elegir un marco histórico conocido que arriesgarse a crear ex novo un futuro imaginario que, amén de su dificultad intrínseca, si además el autor tiene la audacia de recurrir a un futuro cercano, con toda probabilidad se encontrará con que éste coincide poco o nada con la prosaica realidad. Además, el recurso al pasado permite jugar con las ucronías, un interesante subgénero -¿o subsubgénero?- a caballo entre la ciencia ficción y la novela histórica, algo que evidentemente no es posible con la otra alternativa.

Sin embargo, y pese a que en la práctica no existe ninguna necesidad argumental de justificar esta preferencia hacia el pasado, y de hecho son muchos los escritores que no se complican la vida en absoluto, en algún momento que no he sido capaz de identificar se gestó la explicación, más tarde ampliamente repetida, a la que he hecho alusión y que, en una primera lectura, parece tener su lógica, sobre todo si le aplicamos el determinismo filosófico de la sempiterna dualidad causa-efecto.

Pero, ¿es realmente así? Yo siempre he defendido que la ciencia ficción, en cualquiera de sus múltiples variantes, ha de ser verosímil, es decir, coherente y consecuente consigo misma. Porque, partiendo de la base de que su naturaleza es la especulación, no podremos especular, y esto es lo que la diferencia fundamentalmente de la fantasía, sin que exista una lógica interna que nos sirva de marco de referencia. Así, aunque tengamos que aceptar unas premisas claramente imaginarias tales como los viajes a mayor velocidad de la luz, la telepatía o los propios viajes por el tiempo, éstas serán siempre respetadas de una manera digamos científica, sin artificios de ningún tipo, recursos mágicos sacados de la manga o, en general, el irritante deus ex machina final que te hace acordarte de todos los antepasados de quien ha recurrido a él para terminar de forma chapucera su novela.

En el caso concreto de los viajes por el tiempo, algo imposible desde el punto de vista científico pero tremendamente fascinante para los aficionados a la ciencia ficción, el riesgo de resbalar era, como cabe suponer, muy elevado, los intentos de sistematizar este ámbito condujeron hacia una serie de tópicos cuya misión era la de evitar o, cuanto menos, minimizar, el peligro de acabar en un callejón sin salida. Me estoy refiriendo, claro está, a las paradojas temporales, algunas tan conocidas como la del abuelo -si voy al pasado y mato a mi abuelo automáticamente dejo de existir-, la de la inmutabilidad del tiempo -se haga lo que se haga por intentar alterar al pasado éste siempre reaccionará en sentido contrario, neutralizando cualquier intervención- o la de la predestinación, en la cual el viajero temporal se ve forzado a alterar el pasado, incluso en contra de su voluntad, ya que su intervención resulta necesaria para que la historia se desarrolle tal como la conocemos. Eso sin contar, claro está, con los socorridos bucles temporales en los que suelen verse atrapados los protagonistas, tal como le ocurre a Bill Murray en la conocida El día de la marmota.

Sin embargo, al parecer nadie ha caído en la evidencia de que la aludida imposibilidad de los viajes temporales al futuro, bajo la excusa de que a éste, a diferencia del pasado, no se puede viajar porque todavía no existe, es en sí misma una paradoja temporal como la copa de un pino, a la cual me he tomado la libertad de bautizar, por analogía con el código de la circulación, como la paradoja del sentido único.

Analicemos el tema. Vamos a imaginar, como hipótesis de partida, que nuestro protagonista descubre la manera de desplazarse a través del tiempo, pero sólo hacia el pasado por las razones anteriormente expuestas. Por lo tanto, únicamente podrá hacerlo desde el momento en el que se encuentra -2016, por ponerlo fácil- para atrás. Y elige, pongamos por caso, el reinado de los Reyes Católicos, y no por casualidad tal como explicaré más adelante. Una vez allí hace lo que tenga que hacer y se vuelve a 2016. Hasta aquí todo perfecto, y hemos respetado en todo momento la paradoja del sentido único.

A continuación imaginemos que un rabino judío contemporáneo de Isabel la Católica -no me lo estoy inventando, ésta es la piedra angular de la serie El Ministerio del Tiempo- inventa asimismo la manera de viajar por el tiempo, mediante las puertas temporales en este caso, aunque el método utilizado resulta irrelevante para nuestro razonamiento. Prescindamos también, en aras de la simplicidad y porque tampoco quiero que esto se convierta en una discusión friki sobre el verdadero origen de las citadas puertas, de cualquier especulación acerca de la verosimilitud del planteamiento, limitándonos a aceptarlo tal cual dándolo por bueno.

Si aplicamos ahora la paradoja del sentido único, nos encontramos de inmediato con la siguiente pregunta: ¿cómo demonios se puede viajar al futuro desde finales del siglo XV hasta 2015 -el episodio fue rodado el año pasado- si acabamos de decir que esto no se puede hacer, puesto que el futuro -se sobreentiende que el de cualquiera, con independencia de la época en que viva- no existe?

Se me argumentará que eso es aplicable para el rabino pero no para los protagonistas, puesto que en realidad éstos no viajan al futuro sino que vuelven a su presente; lo cual se cae por su base en el momento que descubrimos que el citado rabino es rescatado de las garras de la Inquisición y llevado a la sede central del Ministerio del Tiempo, a varios siglos de distancia en su futuro se mire como se mire.

Aún más, resulta que la mayoría de los personajes que aparecen en la serie pertenecen a diversas épocas, lo que no impide que muchos de ellos se muevan por sus respectivos futuros como Pedro por su casa: un soldado de los Tercios de Flandes, una muchacha -Aura Garrido/Amelia Folch- de finales del siglo XIX, otro -Juan Gea/Ernesto Jiménez- procedente del siglo XV... los cuales, dicho de paso, se muestran en ocasiones bastante sorprendidos al descubrir artilugios inexistentes en su época, lo que da lugar a escenas tan divertidas como la de Alonso de Entrerríos, el sobrio soldado del siglo XVII interpretado por Nacho Fresneda, montando en una -para él anacrónica- moto. Otra de las protagonistas principales, Cayetana Guillén Castro en el papel de Irene Larra, procede de los años sesenta, aunque ella prefiere hacer sus correrías por los más divertidos ochenta; sin olvidarnos del mismísimo Velázquez, que tras mucho porfiar logra hacer realidad su empeño de conocer personalmente a Picasso.

Por el contrario, el único protagonista procedente del presente -de nuestro presente-, el encarnado por Rodolfo Sancho, sí se ve afectado de lleno por la imposibilidad de ir al futuro... a su futuro y sólo al suyo, lo cual, se mire como se mire, es algo que chirría bastante.

Claro está que siempre podemos recurrir -y supongo que así lo habrán hecho los guionistas- a la socorrida excusa de que es todo el Ministerio del Tiempo el que sigue -y ya es casualidad- nuestra propia línea temporal, por lo que su avance a través del tiempo está siempre sincronizado con el de los espectadores. Socorrido, sí, pero también forzado, ya que esto nos fuerza a admitir la existencia de una singularidad -es el ciclo vital de Rodolfo Sancho/Julián Martínez, y sólo el de éste, el que la condiciona- en algo en lo que, por pura lógica y por pura física, habría que admitir un comportamiento general y uniforme, sin ningún punto privilegiado respecto a los demás.

Vayamos ahora al otro extremo. Se supone -todavía no he visto la totalidad de los episodios emitidos- que el Ministerio del Tiempo, con más de cinco siglos de historia a sus espaldas, seguirá existiendo por -nunca mejor dicho- un tiempo indefinido, siempre con sus correspondientes agentes. Y aun admitiendo que, por los motivos que sean, los ya existentes en 2016 hayan conseguido burlar al envejecimiento y a la muerte, por lo que continuarían activos, parece lógico suponer que se siguiera reclutando a otros nuevos procedentes de nuestro futuro actual, los cuales no tendrían en principio el menor impedimento para viajar a su pasado, es decir, a nuestro presente. Sin embargo éstos brillan por su ausencia, lo cual entra también en contradicción con el aludido principio de uniformidad.

En resumen: la paradoja del sentido único resulta extremadamente difícil de conciliar con el argumento de que no se puede viajar al futuro porque éste no existe, ya que esta afirmación sólo es cierta para nosotros -y por supuesto para todos los pertenecientes a épocas pretéritas- pero no para quienes pudieran llegar más adelante, los cuales también tendrían su propio límite... indefectiblemente rebasado por los siguientes. Y si alguien del siglo XXI puede visitar sin problemas a Felipe II, que alguien me explique por qué razón, una vez inventados los viajes por el tiempo, un viajero del siglo XXV, pongo por ejemplo, no podría hacer lo propio con nuestra época.

Quede bien claro que estas reflexiones no son en modo alguno una crítica hacia una serie que, con sus lógicos altibajos, me parece no sólo modélica, sino también poco menos que un milagro en el panorama televisivo actual, en el que la telebasura más deleznable impone su férreo y maloliente monopolio mientras Televisión Española, antaño con una producción propia tan fructífera como excelente, ahora se limita a arrastrarse como buenamente puede por la senda marcada por las cadenas privadas. El Ministerio del Tiempo es además divertida, está basada en hechos históricos reales y supone una bocanada de aire fresco que es ciertamente de agradecer, por lo que resulta inexplicable que su continuidad esté pendiente de un hilo cuando se supone que una televisión pública que no depende de la publicidad debería dejar de obsesionarse con los índices de audiencia.

Para esta serie, que además no tiene nada que envidiar a otras obras anglosajonas, muchas de ellas clásicos indiscutibles de reconocida calidad, no tengo sino alabanzas. Además, tal como he comentado antes, sus guionistas no inventaron esta paradoja, por lo que si hay que criticar a alguien habría que hacerlo a varios de los más renombrados clásicos del género.

Pero como soy de ciencias y ya se sabe que la cabra siempre tira al monte, no he podido evitar la tentación de resaltar la existencia de la citada paradoja.


Publicado el 21-6-2016