La maldición de la calavera, una interesante
película de terror de serie B





Con su permiso, voy a relatarles una anécdota de mi infancia. Durante varios años estuvo abierta una de esas entrañables terrazas de verano justo delante de mi casa y, como a los chicos del barrio nos dejaban entrar gratis, huelga decir que me veía prácticamente todas las películas que proyectaban. Claro está que con el tiempo me fui volviendo más selectivo, a lo que se sumó el hecho de que la calidad media de los programas dobles fue disminuyendo cada vez más -era la época de las infumables películas de artes marciales Made in Hong Kong-, por lo cual mis visitas se fueron espaciando hasta que acabaron por desaparecer antes incluso de que la terraza cerrara.

Pero ésta es otra historia, ya que voy a referirme a algo que ocurrió en mi etapa omnívora, cuando tendría alrededor de ocho o diez años. Ciertamente he olvidado la mayoría -aunque no todas- de las películas que vi entonces, pero hubo una cuyo recuerdo me quedó vívidamente grabado... y no por haberla visto sino justo por todo lo contrario, ya que fui incapaz de aguantar más allá de las escenas iniciales.

Me explicaré. Suele ser bastante habitual que los niños tengan sus terrores infantiles particulares, y yo entonces no era ninguna excepción. Lo curioso es que a mí no me afectaban especialmente los “asustadores” típicos al estilo de los vampiros, los monstruos de variado diseño, los fantasmas, las momias o los hombres lobo... no digo que no me pudieran dar un sobresalto, pero no me solían quitar el sueño. Los que sí me aterrorizaban, y mucho además, eran los esqueletos. No me pregunten por qué, porque no sabría responderles; lo cierto es que me bastaba con ver uno, aunque fuera dibujado, para no poder dormir.

Casualidades de la vida, fue justo entonces cuando programaron La maldición de la calavera. Y yo, ingenuamente, procedí a cumplir con mi costumbre habitual de ir a la terraza cada vez que, una o dos veces a la semana, ponían una película nueva, sin que lo explícito del título y del cartel me sirvieran de advertencia. Huelga decir que lo pagué caro, puesto que apenas pude aguantar un rato antes de volver despavorido a mi casa; esa noche tuve pesadillas y, si no me falla la memoria, también las siguientes, espantado por la escena en la que una enorme calavera -estoy hablando de una pantalla de cine de las de antes- flotaba envuelta terroríficamente en la bruma.

Como cabe suponer con el tiempo desapareció -sólo faltaba que no hubiera sido así- ese terror infantil, pero por una u otra razón hubieron de pasar alrededor de cincuenta años hasta que tuve ocasión de volver a ver -en realidad de verla completa por primera vez- la película que tanto me aterrorizara en mi infancia. No niego que en parte me movía el interés por sacarme la espina de este pequeño e inocente trauma, pero también lo hacía la curiosidad por ver de qué iba, máxime teniendo en cuenta que los clásicos del cine de terror, aun sin disgustarme, tampoco me entusiasman especialmente, mientras las películas más recientes de este género, al menos desde Zombi -que vi en la mili allá por 1981- para acá, me producen inevitablemente una mezcla de aburrimiento y asco variable en función de su porcentaje gore. Eso sin contar, claro está, con las interminables y ridículas franquicias de terror adolescente estilo Viernes 13 y Pesadilla en Elm Street, sobre las cuales ni siquiera me voy a molestar en opinar.

Sin embargo, me llevé una sorpresa. Yo sabía que La maldición de la calavera era una película de serie B, y suponía erróneamente que sería más bien tirando a casposa como muchas de las que se rodaron en esos años. Me equivocaba. Cierto es que se trataba de una película de bajo presupuesto y sin ningún tipo de ínfulas, pero sobre todo era honrada en el sentido de que no engañaba prometiendo más de lo que podía ofrecer, vicio éste muy habitual en el cine moderno, y también digna dentro de sus limitaciones, que no es poco.

Buceando por internet descubrí que The Skull -éste es su sobrio título original- había sido rodada en 1965 por Amicus, una pequeña productora inglesa rival de la Hammer que, a diferencia de ésta, apostó por el terror psicológico sin necesidad de recurrir a reclamos fáciles como el erotismo -insinuado, claro está- o el gore, tan de moda ahora. Pese a su modestia La maldición de la calavera contó con un guión de Milton Subotsky basado en un relato de Robert Bloch -sí, el mismo de Psicosis- y una espléndida actuación de Peter Cushing acompañado, entre otros, por Christopher Lee y Patrick Wymark. El director, Freddie Francis, hizo una labor sobria y contenida que nada tiene que ver con las parafernalias y hecatombes apocalípticas tan del gusto de los directores actuales, lo cual ciertamente se agradece.

De hecho ni siquiera fue necesario recurrir los efectos especiales, salvo la levitación de la calavera en la que, incluso, se pueden apreciar los hilos que la sostenían sin que esto afecte en lo más mínimo al interés de la narración. Bastó con un guión bien hilvanado y con una dirección correcta para contar la historia de la calavera del Marqués de Sade, robada de su tumba poco después de su muerte -al parecer se trató de un hecho real-, en la cual se albergaba un espíritu maligno capaz de sobrevivir al depravado aristócrata. Una calavera que, tras reaparecer ciento cincuenta años más tarde en Londres, acaba en manos del profesor Christopher Maitland (Peter Cushing), un estudioso del ocultismo que, desoyendo las prudentes recomendaciones que le aconsejaban alejarse de la terrible osamenta, se verá atrapado en una vorágine de maldad de la cual no le será posible escapar.

En resumen: La maldición de la calavera es una excelente película de terror capaz de reconciliarnos con un género cinematográfico cada vez más adocenado y repulsivo que, pese a sus más de cincuenta años de antigüedad, sigue estando tan fresca como el primer día. Que no es poco, con la que está cayendo.


Publicado el 25-1--2017