Cae la noche. ¿El mejor relato
de ciencia
ficción de la historia?
Portada de una
edición norteamericana de 1970
La historia de Nightfall, el relato de Isaac Asimov titulado en sus ediciones españolas como Cae la noche, Al caer la noche, Anochecer o Crepúsculo, es bien conocida. Corría el año 1941 y el editor John W. Campbell le sugirió, al todavía novel escritor, que lo escribiera apoyándose en una cita del poeta Ralph Waldo Emerson (1883-1882), popular en los Estados Unidos pero bastante desconocido por estos pagos. La cita era ésta:
Si las estrellas aparecieran únicamente una noche cada mil años, ¿cómo creerían y adorarían los hombres, y preservarían durante muchas generaciones el recuerdo de la Ciudad de Dios?
Yo lo único que encuentro en ella, aparte de su valor poético que conserva incluso tras la traducción, es un misticismo bastante ñoño y sin mayor relevancia muy al estilo de las corrientes religiosas, más bien tirando a sectas, que florecieron en los Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XIX; evidentemente Campbell no comulgaba con ellas -lo suyo fue, años más tarde, la cienciología, también una secta pero con unos planteamientos totalmente diferentes- ya que lo que comentó al joven Asimov fue que en semejantes circunstancias la humanidad se volvería simplemente loca, una explicación que tampoco se me antoja demasiado racional, aunque al menos tenía la virtud de prescindir de connotaciones religiosas. Pero dejemos a Campbell y sus opiniones y centrémonos en Asimov.
Éste recogió el guante -Campbell era un editor muy persuasivo- y, siguiendo la línea marcada por su mentor, escribió el relato desde un enfoque racionalista muy en su estilo, reservando un hueco a la religión no como protagonista sino como contrapunto, no necesariamente positivo.
En esencia su argumento es sencillo, tal como solían escribir entonces el Buen Doctor: el relato se sitúa en Lagash, un planeta habitado por humanos que tiene la particularidad de pertenecer a un sistema estelar séxtuple, lo que implica que sus habitantes desconocen la oscuridad, y por supuesto la existencia de las estrellas, ya que su vida se desarrolla en el seno de un día perpetuo.
Sin embargo la compleja mecánica orbital de su entorno determina que una vez cada dos mil años -aunque Asimov no especifica la duración del año de Lagash cabe asumir que ésta fuera similar al terrestre- una singular conjunción estelar origina una momentánea oscuridad en la totalidad del planeta, ante la inminencia de la cual los protagonistas, entre los que se cuentan un grupo de astrónomos decididos a estudiarla, se muestran preocupados puesto que desconocen cuales puedan ser las consecuencias de tan excepcional fenómeno celeste.
En general -como es habitual en Asimov se trata de personas inteligentes y en su mayor parte científicos- éstos afrontan la situación de forma racional, al tiempo que rechazan el misticismo religioso -¿una velada crítica a Emerson?- propugnado por una religión, el cultismo, que pregona el advenimiento del Juicio Final o mejor dicho de sucesivos Juicios Finales, puesto que según ellos el advenimiento de la Oscuridad -con mayúscula- no acarreará la extinción física de la humanidad sino tan sólo la intelectual, hundiendo a ésta en la barbarie y condenándola a un lento resurgir cultural una y otra vez, a la manera de Sísifo acarreando su eterna piedra, dado que según sus creencias este proceso se viene repitiendo desde el inicio de los tiempos y continuará haciéndolo en el futuro.
Aunque no creen en tan agoreros presagios, lo que sí preocupa a los protagonistas es que los arqueólogos han encontrado vestigios de al menos nueve civilizaciones surgidas y extinguidas de forma sucesiva a lo largo de la historia, con una cadencia que concuerda ominosamente con los ciclos de oscuridad. Asimismo el psicólogo que forma parte del elenco recuerda que los lagashianos experimentan un pánico irrefrenable, que él describe como una especie de claustrofobia sensorial, hacia la para ellos desconocida oscuridad incluso cuando ésta es momentánea, por lo cual, sin apoyar las proclamas catastrofistas de los jerarcas religiosos, manifiesta su temor ante los posibles efectos adversos de la ocultación de la totalidad de los soles, que no obstante estima insuficientes para provocar un colapso total de la sociedad dado que el período de oscuridad calculado por los astrónomos no será demasiado largo.
Pero cuando llega el momento los hechos resultan ser infinitamente más dramáticos de lo esperado, dando la razón a las ominosas profecías religiosas por más que las causas sean perfectamente explicables desde el racionalismo científico: al verse sumida en la oscuridad la totalidad de la población pierde por completo la razón y la capa de civilización alcanzada tras siglos de vida social, y en su frenesí destructivo comienza a destruir todo lo atesorado durante dos milenios de lento progreso cultural condenando a la doliente humanidad a comenzar de nuevo partiendo de cero.
Sin embargo, y éste es el toque Asimov, en realidad no será la oscuridad la que les vuelva locos, sino la súbita, apabullante y grandiosa aparición de más de treinta mil brillantes estrellas -Asimov apunta que Lagash se encontraba en el interior de un gran cúmulo estelar- constelando de punta a punta el firmamento. La larga noche había comenzado de nuevo, será el colofón del relato.
Cae la noche -de todos los títulos propuestos por los diferentes traductores es con diferencia el que más me gusta por su calidad literaria- supuso según los críticos la consagración definitiva de Asimov, que para entonces ya había publicado más de una treintena de títulos, convirtiéndose en uno de sus relatos más populares y en el más reeditado de toda su producción literaria. Asimismo, en 1968 la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos -a efectos prácticos para ellos la totalidad del universo- lo catalogó solemnemente como el mejor cuento de ciencia ficción escrito antes del establecimiento de los premios Nebula en 1965 . Casi nada.
Por lo tanto, la pregunta es obligada. ¿Se trata realmente de un relato excepcional? Vaya por delante que yo siempre he sido un ferviente admirador del Buen Doctor, y si hacemos abstracción de sus últimas novelas escritas por puro afán crematístico y muy inferiores a las de sus mejores épocas, sigo pensando que el Asimov anterior a los años 80 fue uno de los mejores escritores de ciencia ficción de la historia, sobre todo en sus relatos -recordemos que la trilogía original de Fundación es en realidad una recopilación de novelas cortas- aunque también alumbró novelas tan significadas como El fin de la eternidad o Los propios dioses.
Así pues, incluso obviando a otros autores y puestos a elegir tan sólo entre los relatos de Asimov anteriores a 1965 dignos de tal reconocimiento, Cae la noche habría tenido no una dura, sino una durísima competencia; basta con revisar su bibliografía para comprobarlo. Y puestos en esa tesitura, les aseguro que yo no habría votado en modo alguno a este relato que, sin ser en modo alguno malo, dista mucho no ya de ser el mejor cuento de ciencia ficción escrito antes del establecimiento de los premios Nebula, sino incluso de ser el mejor de los suyos.
Cuando después de mucho tiempo buscándolo conseguí encontrarlo en una de las ocho traducciones y la quincena de ediciones que tiene catalogadas Tercera Fundación en español, he de reconocer que me sentí decepcionado puesto que, ante semejante currículum, esperaba bastante más de él. Insisto en que no está mal y plantea un argumento interesante y original basado en cómo un hecho inesperado y aparentemente trivial -para el lector, se entiende- puede llevarse por delante una civilización planetaria tal como basta con un soplido para hacer caer a un castillo de naipes. Y no se trata de ninguna tontería, puesto que así es como se pueden entender locuras colectivas como el nazismo.
Aparte de que, justo es decirlo, comparándolo con la inmensa mayoría de novelas, relatos o películas en los que se escenifican catástrofes apocalípticas de todo tipo, Cae la noche es gana a todos por goleada. Pero de ahí a considerarlo el mejor relato de Asimov, por mucho que se ponga como límite el año 1964, va un abismo.
La razón de su éxito, a mi modo de ver, es sencilla de entender. Asimov manejaba unas temáticas muy determinadas, en las que se movía como pez en el agua, a las que podríamos catalogar como ciencia ficción científica, si se me permite la redundancia ya que nunca me ha gustado el término ciencia ficción dura dado que no existe un equivalente literario a la escala de Mosh. Es decir, sus novelas y relatos estaban siempre basados en unos sólidos cimientos científicos -al fin y al cabo él lo era- sin llegar a incurrir en los excesos de ciertos colegas suyos metidos a escritores y empeñados en enchufarnos unos áridos tratados científicos barnizados de novela. Como dice el refrán, ni tanto ni tan calvo.
Asimov, y éste es para mí uno de sus grandes méritos, sabía dosificar con habilidad sus conocimientos científicos, lo suficiente para dar consistencia a sus relatos sin convertirlos en un indigesto ladrillo, evitando asimismo los dislates en ocasiones espeluznantes de muchos de los autores encuadrados en el otro extremo, el blando, escritores con sobrada aptitud literaria pero con tan escasa formación científica que cada vez que la invocaban en vano hacían rechinar los cimientos de la ciencia. Porque si bien la ciencia ficción no tiene por qué apoyarse en una base científica pudiendo explorar otros campos como el social, el político o el psicológico, lo que no suele dar buen resultado es que un autor se meta en jardines de los que luego no va a ser capaz de salir. Pero ésta es ya otra historia, aunque en mi particular lista de pecadores figuran algunos de los más renombrados autores del género.
Volvamos al Buen Doctor. El argumento de Cae la noche, tal como he comentado, podría caonsiderarse como una especulación de fondo psicológico y sociológico, algo habitual ahora pero inusual cuando fue publicado, y puede que de ahí provenga su éxito puesto que se distanciaba de la habitual space ópera contemporánea y planteaba además una temática interesante, especulando sobre las posibles reacciones humanas frente a una situación inesperada, y aparentemente inofensiva, capaz de arrasar todas las defensas mentales dejando a la sociedad inerme ante lo desconocido. Y por si fuera poco estaba bien escrito, conforme al estilo de Asimov.
El problema radica no tanto en un posible envejecimiento del relato -y menos cuando fue galardonado en 1968-, sino en que Asimov, ignoro si voluntariamente o no, traicionó sus propios principios o, si se prefiere, su metodología. Si algo resulta difícil de encontrar en su bibliografía, siempre respecto al momento en el que fue escrita, es un error científico y mucho menos un trágala de esos que nos hacen sentir escalofríos por todo el cuerpo a los de ciencias cuando los leemos, lo que le diferencia claramente de autores como Bradbury, por poner un ejemplo conocido y asimismo afamado, al que no le importaba en absoluto que el Marte descrito en sus Crónicas marcianas fuera un absoluto disparate científico incluso desde el momento de su publicación.
Bradbury, paradigma de la ciencia ficción blanda, utilizaba la ciencia como un simple recurso escenográfico donde representar sus argumentos y sus inquietudes, sin preocuparse lo más mínimo por la plausibilidad de sus planteamientos científicos si con ello, o a pesar de ello, conseguía transmitir su mensaje a los lectores. Como dicen los italianos, se non è vero, è ben trovato. Aunque lo de Bradbury fue una broma comparado con lo que llegó después, en especial el desmadre de la Nueva Ola.
Pero Asimov era Asimov, por lo que aunque estas exigencias del guión fueran necesarias para el planteamiento del nudo argumental, sus desciencias -permítaseme el neologismo- chirrían más que la puerta del panteón de Drácula, sobre todo por lo excepcional de las mismas. Y en Cae la noche éstas abundan como frutas en sazón.
Para empezar resulta poco verosímil, y esto era algo que ya se sabía entonces, que en un sistema estelar múltiple pueda existir un planeta habitado dado que su órbita sería probablemente inestable, con las inevitables consecuencias derivadas de ello. Pese a todos los cambios climáticos y calentamientos -y enfriamientos- globales que ha experimentado nuestro planeta, si en la Tierra pudo surgir la vida y arraigar en ella durante al menos 3.800 millones de años, sobreviviendo incluso a cinco o seis extinciones masivas, se debió fundamentalmente a dos factores: la estabilidad de su órbita, situada a la distancia justa para hacerla posible tal como la conocemos, y la estabilidad relativa, dentro de estrechos márgenes, de la irradiación solar.
De hecho, hasta hace poco los astrónomos ni tan siquiera creían que en un sistema estelar binario pudieran existir planetas con órbitas estables. En esto se equivocaban ya que en la actualidad se conocen varios ejemplos de los denominados planetas circumbinarios, aunque la posibilidad de que éstos puedan albergar vida es una cuestión más compleja... y todavía lo sería más en un sistema séxtuple como el imaginado por Asimov.
Pero en aras de nuestro análisis lo daremos por bueno. Aunque los ciclos continuados -y según la pesimista reflexión de Asimov inevitables- de civilización y barbarie dan mucho juego para reflexionar no sólo en clave histórica, sino también sociológica e incluso filosófica, al nivel planteado en el relato me parecen exagerados. En la historia real estos colapsos, en ocasiones bruscos, se han dado con relativa frecuencia no sólo en nuestra propia civilización, conduciendo a los siglos oscuros de la Edad Media, sino también en muchas culturas como la sumeria, la griega, la hitita, la china, la maya y otras menos conocidas. Esta teoría cíclica ya la abordaron entre otros Gibbon en el siglo XVIII y Toynbee en el XX, e incluso el propio Asimov la adoptó como leitmotiv para su muy superior Fundación; pero la realidad histórica demuestra que estos procesos ni provocaron un hundimiento absoluto de la civilización afectada, ni llegaron nunca a alcanzar una magnitud mundial.
Pero la forma en la que se nos presenta el colapso de la civilización de Lagash, aun asumiendo los profundos atavismos de sus habitantes frente a la oscuridad esgrimidos para justificar el colapso, es por decirlo de una manera suave algo difícilmente verosímil, incluso asumiendo el pacto tácito entre el autor y el lector que permite la suspensión temporal de la incredulidad racional. No obstante aceptémoslo también, aunque nos cueste trabajo.
Otro detalle imperdonable en Asimov son las incongruencias tecnológicas que plantea. Aunque tiene la habilidad de no dar datos demasiados precisos, queda claro que Lagash es un trasunto de la Norteamérica de su época y aparentemente con un desarrollo tecnológico similar a ésta, es decir, razonablemente avanzado. Y aunque tampoco hace referencia alguna a los sistemas políticos y económicos vigentes en el planeta, se infiere por el contexto que este desarrollo debía ser global si no incluso a escala planetaria, dato éste que conviene tener en cuenta.
Sin embargo, y de forma sorprendente, no han sido capaces de desarrollar el menor sistema de alumbrado artificial pese a que, incluso en un mundo sin noche, siempre existiría algún tipo de oscuridad inevitable en lugares tales como minas, cuevas, sótanos, conducciones subterráneas... aparte de que resulta difícil imaginar edificios de cierto tamaño, como el observatorio astronómico en el que se desarrolla la narración, sin una sola sala o un solo pasillo carentes de luz natural. En cualquier caso, el personal del observatorio -por cierto, ¿qué utilidad podría tener un observatorio astronómico donde reina un día perpetuo, salvo en lo relativo al estudio de los diferentes soles?- presenta como un logro tecnológico la invención de unas malolientes antorchas que les permiten huir de la oscuridad en los primeros momentos. Sin comentarios...
Y ahora llegamos al meollo o, si se prefiere, al pecado más grave cometido por Asimov, el dislate astronómico que nos endosa siendo como era un perfecto conocedor de esta disciplina científica.
Pero antes de ello vamos a sumar una más a todas las discrepancias anteriormente aceptadas más o menos a regañadientes. Se trata del complicado juego gravitatorio que implicaría un sistema estelar tan complejo como el descrito en el relato, máxime teniendo en cuenta que el Sistema Solar, pese a contar con una única estrella, necesitó miles de millones de años para que los planetas se asentaran en órbitas estables y la calderilla restante dejara de bombardearlos de forma masiva, algo que todavía no ha terminado del todo. Así pues, cabe imaginar que con seis estrellas tirando gravitatoriamente de planetas, asteroides, cometas y pedruscos varios, la situación se complicaría bastante.
Admitamos, pues, que dentro de este complejo ballet espacial pueda ocurrir que, una vez cada dos mil años, cinco de las seis estrellas del sistema entren en conjunción situándose en el mismo lado del firmamento, por deducción el hemisferio de Lagash opuesto a aquél en el que se encuentra el observatorio. La sexta, una débil enana roja, sí se encuentra sobre el horizonte, lo que la convierte en la única luminaria que alumbra esa parte del planeta, circunstancia que cambiará en breve dado que los astrónomos han descubierto la existencia de un astro oscuro, cabe suponer un planeta, que se interpondrá entre ella y Lagash eclipsándola y sumiendo a éste en una oscuridad absoluta.
Por consiguiente, el advenimiento de la oscuridad se debe a dos causas diferentes. En primer lugar, a la agrupación de las cinco estrellas principales en el hemisferio celeste opuesto, lo que hace que su luz quede interceptada por la masa del planeta. Y en segundo, al eclipse solar de la enana roja. Puesto que Asimov no da ninguna información acerca de la velocidad de rotación de Lagash ni de las distancias, velocidades de traslación y tamaños aparentes del planeta oscuro y la enana roja, no tenemos manera de saber la duración del eclipse, aunque según se deduce de las conversaciones entre los protagonistas éste no sería demasiado largo, con independencia de que la exacerbada sensibilidad de los habitantes del planeta haga que baste con unos pocos minutos de oscuridad absoluta para que ésta provoque sus irreversibles efectos.
Pese a que cada vez resulta más difícil mantener la suspensión de la credibilidad, seguimos tragando quina. Pero lo que viene ahora, a modo de traca final, sí que no se le puede perdonar al Buen Doctor por mucha buena fe que pongamos; no porque sea peor que los disparates de otros muchos escritores de ciencia ficción acostumbrados a no poner la menor atención en estos detalles e incluso en otros todavía más graves, sino porque el baremo ha de ser muy distinto cuando se trata del meticuloso Asimov.
Como ya habíamos visto, para que se pudiera producir una oscuridad total en el hemisferio del observatorio cinco de las seis estrellas deberían estar obligatoriamente bajo el horizonte, pero no eclipsadas como la enana roja. Por consiguiente, con independencia de cual pudiera ser la velocidad de rotación de Lagash, las cinco estrellas invisibles desde el observatorio sí se verían en el hemisferio opuesto del planeta, por lo cual la oscuridad sólo podría darse como mucho en la mitad de su superficie, posiblemente en un área bastante menor contando con las zonas crepusculares.
Y ni siquiera eso, puesto que como es sabido un eclipse total de sol -me refiero, claro está, aquí en la Tierra- nunca abarca la totalidad de la superficie donde en ese momento es de día, sino tan sólo una estrecha franja del mismo flanqueada por otras dos en las que el eclipse es parcial, mientras en el resto del hemisferio el eclipse no es visible. Evidentemente también necesitaríamos conocer aquí los datos orbitales y los tamaños relativos de los dos astros involucrados, el planeta oscuro -¿oscuro con tantos soles por todos lados?- y la enana roja, pero resulta difícil creer que su luz quedara eclipsada en la totalidad del hemisferio iluminado por ella.
Así pues la catástrofe, por muy sensibles que pudieran ser sus habitantes a la oscuridad, nunca podría abarcar a la totalidad del planeta, ya que buena parte de él habría seguido iluminado por al menos alguna de las estrellas. Ciertamente el colapso podría ser importante, según los parámetros manejados por Asimov, en una amplia extensión del planeta, pero nunca, repito, nunca, en la totalidad del mismo tal como se nos pretende hacer creer. Y al no ser la debacle total, siempre se preservaría la civilización en un porcentaje suficiente para evitar que el planeta entero cayera en la barbarie, por lo cual no sería necesario otro ciclo de dos mil años de penosos esfuerzos para recuperarse antes de volver a caer.
Ítem más: Probablemente para darle más dramatismo, Asimov imaginó que la población de Lagash se volvía loca al aparecer de golpe todas las estrellas. Espectacular sí que debería haber sido, pero ¿congruente? Aunque en las ciudades resulta cada vez más difícil apreciarlo, si contemplamos un crepúsculo en una zona rural donde no exista contaminación lumínica descubriremos que las estrellas no se hacen visibles de golpe sino poco a poco, e incluso las más brillantes comienzan a verse cuando el firmamento todavía no se ha oscurecido. De hecho, Venus y Júpiter se pueden apreciar en un cielo todavía azul. Pero aun cuando el cielo de Lagash fuera diferente -recordemos que Asimov lo ubica en un cúmulo estelar- y todas las estrellas fueran de una magnitud similar e infinitamente más numerosas y brillantes que las del firmamento terrestre, me cuesta trabajo creer que una débil estrella roja, capaz de aportar tan sólo una luz mortecina -Asimov dixit-, pudiera oscurecer la radiante brillantez del cielo estrellado justo hasta que el eclipse ocultara el último vestigio de sus rayos. Lamentablemente, la teatralidad del planteamiento no se corresponde en absoluto con la prosaica realidad astronómica.
En resumen, el relato nos plantea una especulación social y psicológica interesante, pero desde el punto de vista científico no hay por donde cogerlo. Y es que hasta el mejor escribano, y Asimov lo era, puede echar un borrón.
Estrambote
Visto lo dicho, quizá lo mejor que podría haber hecho Asimov hubiera sido guardar discretamente su relato, pero... poderoso caballero es Don Dinero. Cuando a partir de 1982 y hasta su muerte empezó a darle a la churrera convirtiéndose en A$imov S.L., no sólo escribió -o le escribieron- novelas inéditas de calidad discutible, sino que también aprovechó para exprimir antiguos relatos suyos sin más esfuerzo que poner su nombre en la portada... en letras grandes, por supuesto.
Así, entre 1990 y 1992 recurrió a Robert Silverberg, que no era precisamente un desconocido, para que ejerciera de negro suyo -eso sí, reconocido- perpetrando tres novelas a partir de otros tantos relatos suyos: El niño feo, convertido en Hijo del tiempo; El hombre bicentenario, que pasó a llamarse El robot humano, y Cae la noche, que mantuvo su título original en inglés siendo traducido al español como Anochecer.
De estas tres novelas tan sólo llegué a leer Anochecer, por cierto bastantes años antes que el relato, y la verdad es que se me quitaron las ganas de hacerlo con las dos restantes. Yo nunca he sido partidario de que un relato se estire como si fuera chicle, o se rellene como si fuera un pavo, para convertirlo en una novela forzada, puesto que para mí son dos géneros literarios -o subgéneros narrativos, si se prefiere- diferentes por completo y cada uno con sus propios esquemas, por lo que alargar los relatos o recortar las novelas -esto último suele hacerse para adaptarlas como guiones cinematográficos o de cómics- acostumbra a dar resultados cuestionable, al igual que ocurre con las secuelas de novelas afamadas, tanto más devaluadas cuanto más se alargan las series.
La verdad es que no recuerdo demasiado de la novela Anochecer, salvo que no me gustó gran cosa y me resultó aburrida por culpa de los inevitables capítulos de relleno en los que no acostumbra a pasar prácticamente nada. Aparte de que el cuento original, pese a todos sus defectos, tenía un final rotundo al que no hacía ninguna falta prolongar. Gracias a la Wikipedia -mi memoria no da para tanto y no me apetece releerla- puedo añadir que Silverberg no sólo estiró el cuento por el final sino también por el principio, convirtiéndolo mucho me temo -de eso sí recuerdo algo- en un insulso relato pre y postapocalíptico que a mí no me aportó nada.
Tampoco faltan las adaptaciones cinematográficas, ya que existen dos películas basadas en el relato original y con su mismo título, una dirigida en 1988 por Paul Mayersberg, y otra en 2000 por Gwyneth Gibby, ambas de la productora de Roger Corman especializada en películas de serie B sin muchas complicaciones. No he visto ninguna de ellas, pero las referencias que he encontrado tampoco me incitan a hacerlo, en caso de que pudiera encontrarlas puesto que pasaron sin pena ni gloria. Según la Wikipedia el guión de la primera, que Asimov rehusó escribir, hace mangas y capirotes del argumento original. En cuanto a la segunda, la edición en inglés de la propia Wikipedia se limita a indicar que está basada libremente en el relato y que se distribuyó directamente en vídeo sin pasar previamente por las salas de cine. Saquen ustedes sus propias conclusiones.
Claro está que tampoco se le puede echar toda la culpa a Corman, dado que incluso adaptaciones mucho más pretenciosas de otras obras de Asimov como El hombre bicentenario, Yo robot o la reciente serie televisiva de Fundación fueron infames desguaces de los originales. De nuevo según la Wikipedia existen unas cuantas adaptaciones más entre películas -incluso una rusa-, cortometrajes y telefilmes, pero no tengo la menor noticia de ellas y en cualquier caso será mejor no meneallo, dejando que los huesos del Buen Doctor puedan yacer en paz en su tumba... algo difícil, por cierto, puesto que su cuerpo fue incinerado.
Publicado el 8-4-2022