La marcha de los imbéciles, una distopía olvidada





Siempre que pensamos en una distopía lo más probable es que nos vengan a la cabeza algunos de los títulos clásicos de este subgénero: La máquina del tiempo (1895) de H.G. Wells, Metrópolis (1926) de Thea Von Harbour, Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, 1984 (1949) de George Orwell, Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury, La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess o la ampliamente conocida, aunque las más de las veces convertida en cuento infantil, Los viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift.

Obviamente existen muchas distopías más, y basta con buscar en internet para encontrar una larga lista de títulos que, con mayor o menor acierto, responden a este concepto; pero no es mi intención enumerarlas, sino recordar un breve relato -30 páginas en la edición del número 110 de Nueva Dimensión- que desde mi punto de vista debería ser considerado una las principales aportaciones a éstas: La marcha de los imbéciles ( The Marching Morons), escrita en 1951 por el malogrado Cyril M. Kornbluth, uno de los escritores de ciencia ficción más interesantes de la Edad de Oro fallecido prematuramente en 1958 sin llegar a cumplir 35 años.

Quizá sea porque en general los lectores, al menos en España, suelen desdeñar los cuentos y los relatos frente a la novelas, quizá porque la ciencia ficción sigue teniendo para muchos condición de gueto; pero lo cierto es que La marcha de los imbéciles está injustamente olvidada pese a contar con méritos sobrados para ser considerada como una magnífica distopía, género al que también pertenece el clásico -en esta ocasión novela- Mercaderes del espacio escrito en 1953, tan sólo dos años más tarde, por Kornbluth en colaboración con Frederik Pohl.

Para quien no lo conozca, dado que ahora es difícil de encontrar ya que, según la página de Tercera Fundación, tan sólo existen en español las ediciones de Vértice (1964) con el título Desfile de cretinos, la citada de Nueva Dimensión (1979) y la de Caralt (1981), junto con la prácticamente desconocida en España de la revista peruana Velero 25 (2005), voy a resumir brevemente su argumento.

En un futuro indeterminado, pero que se supone remoto, la humanidad está al borde del colapso no sólo por la superpoblación, sino porque el maltusianismo selectivo ha hecho estragos con el paso de las generaciones. Kornbluth, tomando como argumento la teoría, descartada por la ciencia pero en su época sostenida por muchos de ideología más o menos fascista o supremacista, de que la inteligencia, y por lo tanto también la falta de ella, es hereditaria, esgrime el hecho cierto de que la gente con un mayor nivel cultural y/o económico, a quienes se les presupone -esto es ya bastante más discutible- una mayor inteligencia, suele tener pocos hijos, mientras los ceporros muestran una tendencia mayor a cargarse de ellos. En consecuencia, con el tiempo cada vez habrá menos inteligentes mientras el número de imbéciles habrá ido aumentando exponencialmente.

Es necesario advertir que el relato está escrito en clave satírica y tono mordaz, por lo que como buena distopía que se precie ha de tomarse como una crítica a unas ideas que a mediados del siglo XX estaban bastante extendidas en el ámbito anglosajón. De hecho Kornbluth era de ascendencia judía y había crecido en un barrio neoyorquino habitado mayoritariamente por inmigrantes, por lo que cabe suponer que no sintiera demasiadas simpatías por los arrogantes y supremacistas WAPS -blancos, anglosajones y protestantes- hacia los cuales iban dirigidas, según todos los indicios, sus aceradas pullas.

Continuemos con el argumento. La minoría inteligente está completamente agotada por el gran esfuerzo que se ve obligada a soportar para mantener en marcha el país -obviamente el relato está ambientado en los Estados Unidos- alimentando y entreteniendo a los parásitos descerebrados que constituyen el grueso de su población, una situación que se va agravando por las razones citadas cada generación que pasa. Ellos desearían, por supuesto -para eso son supremacistas-, librarse de esa carga a la que desprecian profundamente, pero no saben como hacerlo.

Es ahora cuando Kornbluth introduce sin el menor rubor -recordemos que se trata de una sátira- su particular deus ex machina recurriendo a un tópico habitual de la ciencia ficción primitiva, del que incluso Mark Twain echó mano en su descacharrante Un yanqui en la corte del rey Arturo: el protagonista contemporáneo del lector que, merced a unas vicisitudes de lo más rocambolesco y por supuesto acientíficas, se ve trasladado al futuro, al pasado o a otro planeta para sacarles las castañas del fuego a sus atribulados e inútiles anfitriones.

En este caso el salvador es un antiguo agente inmobiliario con más bien pocos escrúpulos, cuyo cuerpo hibernado durante siglos a causa de la negligente aplicación de una anestesia dental (!), es descubierto accidentalmente y resucitado por uno de los miembros de la élite intelectual norteamericana. Éste se percata enseguida de la potencialidad latente en su atávico antepasado, por lo que le pone en contacto con los gobernantes de facto -Estados Unidos sigue siendo formalmente una democracia, aunque sus cargos públicos oficiales no dejan de ser unos títeres tan estúpidos como sus electores-, los cuales comienzan a esbozar un plan para aprovechar sus ideas en beneficio propio.

El recién llegado, una vez puesto al corriente de la situación, acepta ayudar a sus salvadores con una condición, o mejor dicho con dos: primero, tener libertad para desarrollar y ejecutar sus ideas sin cortapisas, lo cual tenía su lógica; y segundo, ser nombrado dictador mundial perpetuo, algo que ya no la tenía tanto. Sus atribulados interlocutores se ven obligados a aceptar sus leoninas exigencias y el plan se lleva a cabo con total éxito.

Una hábil campaña publicitaria -al fin y al cabo el visitante del pasado es un profesional del engaño- convence a los imbéciles, un 99,94% de la población total, de la conveniencia de emigrar a Venus, presentado como un paraíso. Éstos, que por algo son tontos, aceptan encantados y corren a ocupar los cohetes que los transportarán... a ninguna parte, como cabe suponer. Desembarazados de tan pesado lastre los inteligemtes respiran aliviados al disponer de la totalidad del planeta para ellos solos; pero entonces el protagonista reclama los privilegios que le habían prometido consiguiendo tan sólo -Roma no paga traidores- que le embarquen en otro cohete rumbo a la nada, terminando el relato con este postrer guiño mordaz.

Huelga decir que, a diferencia de otras distopías, La marcha de los imbéciles no ha envejecido en absoluto sino justo lo contrario, algo que debería hacernos reflexionar... mientras podamos hacerlo.


Publicado el 10-9-2022