El número de la bestia, de Robert Heinlein
Vaya por delante que, con independencia de su particular ideología política que no comparto, considero a Heinlein como uno de los más importantes escritores de ciencia ficción de la historia, y por lo general disfruto con sus novelas y relatos.
Digo por lo general ya que tiene una vertiente que me agrada bastante menos, no por cuestiones ideológicas sino literarias, a la que pertenecen títulos como Forastero en tierra extraña, Las 100 vidas de Lazarus Long o la novela que reseño en esta ocasión, El número de la bestia, las cuales tienen en común un tratamiento desinhibido -para la época- de la sexualidad incluyendo ataques frontales a tabúes como el incesto, todo ello enmarcado en un ambiente hippie rompedor entonces, pero hoy en día tan anticuado como las trasnochadas películas del destape español tras la muerte del dictador Francisco Franco.
Aunque a mis años de mojigato me queda poco, la verdad es que nunca he entendido que viniera a cuento este erotismo de guardería, dado que de querer disfrutar del erotismo o de la pornografía sería preferible buscar en ámbitos más especializados. Entiendo, eso sí, que Heinlein, obligado a bregar durante mucho tiempo con el hipócrita puritanismo norteamericano, y ríete de la censura franquista en el ámbito sexual, el político es otra historia, acabara tan harto de ella que en cuanto pudo se dedicó a torpedearla... pero esto no evita que sus presuntas audacias resulten a estas alturas no sólo ingenuas, sino también fuera de lugar por completo. Pero aceptemos pulpo como animal de compañía.
Porque no es esto lo que más me molestó de la novela, al fin y al cabo bastaba con hacer caso omiso a los extemporáneos escarceos de sus protagonistas, sino dos detalles que paso a relatar a continuación.
El primero es la cantidad de paja que Heinlein metió inmisericordemente en la novela; de las casi 600 páginas un buen puñado de ellas podrían haber sido suprimidas sin el menor problema para alivio del sufrido lector. Porque lo que me resultó realmente difícil de soportar fueron los diálogos absurdos entre los protagonistas, un relleno sin fin que no venía a cuento, no aportaba nada a la narración y aburría hasta a las ovejas. Cierto es que este vicio suele ser crónico entre los autores norteamericanos, pero como ferviente seguidor que soy del conceptismo, apoyo la frase de Baltasar Gracián de que lo bueno, si breve, es dos veces bueno.
El segundo es todavía más imperdonable, ya que partiendo de un argumento realmente espléndido Heinlein lo tiró por la borda a las primeras de cambio dedicándose a partir de entonces a marear la perdiz. Díganme si no tengo razón: la novela comienza de forma trepidante -hago caso omiso de los ligues dignos de bolsilibro rosa- relatando como un ingeniero genial ha construido un artilugio capaz de desplazarse por los infinitos universos paralelos o al menos por un buen puñado de ellos, lo cual parece no agradar demasiado a unos alienígenas infiltrados, probablemente procedentes de un universo alternativo, que deciden quitar de en medio al inventor y a su invento, presumiblemente -aunque Heinlein no llega a especificarlo- para evitar una posible competencia.
Tras sufrir varios atentados de los que logran salvarse casi milagrosamente, el ingeniero y sus compañeros huyen de la Tierra -de esta Tierra, se entiende- a otro universo alternativo a bordo del coche aéreo de uno de ellos, una mezcla del Coche fantástico, Chitty Chitty Bang Bang e incluso la famosa cabina TARDIS del Doctor Who dada su sorprendente capacidad interior, al que han acoplado el artilugio del inventor.
Al llegar a este punto lo normal sería que el lector esperara -al menos eso esperaba yo- un tour de force entre los protagonistas y sus perseguidores, los enigmáticos y sanguinarios hombres de negro -así los llama-, pero lamentablemente me quedé con dos palmos de narices puesto que hacia la página ciento y pico Heinlein se desentiende de ellos y no vuelven a aparecer ni siquiera para un triste cameo.
Pero como todavía quedaban muchas páginas por rellenar, Heinlein se dedicó, aparte de las insufribles y absurdas batallitas entre los protagonistas, a describir sus andanzas por diferentes universos alternativos... lo cual podría haber resultado interesante de no tratarse de lugares tales como un extraño Marte habitable colonizado por unos mal avenidos rusos y británicos cuyo nivel tecnológico es el de la Inglaterra victoriana, sin que lleguemos a saber como han sido capaces de viajar desde la Tierra; el Reino de Oz -sí, literalmente-, el País de las Maravillas de Alicia con conejo blanco incluido o el Barsoom de Edgar Rice Burroughs; porque Heinlein se saca de la manga el argumento de que cualquier universo imaginario descrito por un autor tiene su contrapartida real en un multiverso de infinitas probabilidades, aunque en la práctica éstas correspondan exclusivamente a la literatura popular anglosajona... pero ésta es otra historia. Sinceramente prefiero la versión borgiana de El libro de arena, cuyo conjunto infinito de páginas convierte en imposible buscar cualquiera de ellas.
Como traca final nos encontramos con una incursión al propio universo literario de Heinlein, concretamente al de Lazarus Long, con cuya astronave y tripulación se encuentran los protagonistas -obviamente conocían la novela- y, tras una serie de encuentros y desencuentros, acaban incorporándose a su clan olvidándose definitivamente de los hombres de negro.
Y colorín colorado, el ladrillo se ha acabado. Confieso que me costó un considerable esfuerzo terminar de leerlo y me sentí liberado cuando lo conseguí. Por cierto, la historia de Lazarus Long la leí hace muchos años y recuerdo que acabé con una impresión similar y sin la menor intención de releerla.
Es posible que a esas alturas Heinlein estuviera de vuelta de todo y que incluso se trate de una tomadura de pelo a los lectores o, según otras opiniones, que ya se encontrara senil puesto que la novela fue escrita en 1979 y él murió en 1988 a los 80 años de edad, aunque durante la década de los años 70 había sufrido serios problemas de salud que en ocasiones estuvieron a punto de acabar con su vida incluyendo trastornos circulatorios severos, lo cual podría haber influido en esta etapa tardía de su producción literaria.
Publicado el 9-8-2024