Salud mortal
Comentar un libro de alguien como Gabriel Bermúdez Castillo no resulta nada fácil. En absoluto. Primero, porque al ser un clásico de la ciencia ficción española, algo de lo que pueden presumir muy pocos autores, hay que tener verdadero valor para erigirse en juez de alguien que está muy por encima de ti. Y segundo, porque si la crítica es elogiosa -y por fuerza ha de serlo, ya que no le conozco un libro malo- algún malpensado podrá acusarte de hacerle descaradamente la pelota... aunque probablemente ese mismo malpensado diría, de una crítica negativa, que lo que ocurre es que te corroe la envidia. Así pues, mejor dejarlo pasar.
El caso es que aquí me veo yo, recién terminado de leer Salud mortal, con ese regusto que dejan los libros que lees con agrado, que te divierten y te hacen reflexionar, y además resulta que son buenos... porque esta novela no tiene realmente desperdicio. Lo curioso del caso es que su argumento no es en modo alguno original, dado que se limita a recrear, siguiendo las pautas del género policíaco, una España ucrónica situada en un futuro no muy lejano, en la cual se ha implantado una férrea dictadura que recuerda bastante al franquismo de la primera posguerra, con cartillas de racionamiento incluidas. Si a ello sumamos que el mundo está recuperándose a duras penas de un doble conflicto atómico y bacteriológico que lo ha dejado literalmente para el arrastre, podría pensarse que la novela es un refrito de tópicos que ya eran viejos cuando Asimov hizo la mili...
Pero no es tal. Cierto que alguien sentenció, probablemente con toda la razón, que desde los tiempos de los griegos para acá -algunos se retrotraen incluso hasta Homero- nos hemos limitado a repetir una y otra vez los arquetipos que creara esta cultura. Puede, pero esto no quiere decir en modo alguno que los escritores y artistas de los últimos dos mil años se hayan limitado a plagiar de forma descarada a estos ilustres antecesores. Algunos, los más mediocres, decidieron atajar por el camino más fácil, confundiendo originalidad con extravagancia y dedicándose a practicar esta última con resultados tan patéticos como, por desgracia, en más de una ocasión celebrados por sus corifeos. Pero éstos no me interesan lo más mínimo, incluso cuando con un tesón que tiene mucho de sectario, intentan pregonar urbi et orbe las excelencias de sus chapuzas y la incapacidad intelectual de quienes no les aplaudimos. Allá ellos con su hueca soberbia.
No, los que me interesan son aquéllos que buscan de forma sincera la originalidad no buscando la cuadratura del círculo -volvemos al tema de los griegos- sino, aplicando el viejo adagio castellano del vino viejo en odres nuevos, dar su versión personal de unos temas que, no por conocidos, dejan de ser susceptibles de darles un nuevo giro de tuerca. Y desde luego, en Salud mortal Bermúdez Castillo lo logra plenamente.
Como ya he dicho anteriormente, la novela está ambientada en una España postapocalíptica y sometida además a una férrea dictadura. ¿Qué tiene esto de original? Bien, habría que añadir algo más, el toque Bermúdez, que es lo que la convierte en un excelente análisis, a través de la sátira, de la sociedad española real y actual un tanto en el estilo de los Viajes de Gulliver, que no es mala comparación. Ya he dicho en más de una ocasión, y me reafirmo en ello, que Bermúdez Castillo es un maestro de la ironía, cuando no del sarcasmo, y desde luego Salud mortal es una excelente muestra de ello. Porque resulta, y esto sí es original a la par que sorprendente, que la aludida dictadura, que atiende al ampuloso nombre de Panmónica, se sustenta en un estamento profesional muy concreto, la clase médica...
Todos nosotros nos hemos reído con los chistes en los que los médicos disfrutan prohibiéndonos cualquier cosa agradable. Todos nosotros hemos tropezado en alguna ocasión con la ininteligible jerga médica -no muy distinta a la de cualquier otro colectivo especializado, pero con especial incidencia, a diferencia de éstos, en el común de la población-, poco menos que jeroglífica para cualquier no iniciado. Todos nosotros hemos leído noticias sobre el complejo y vidrioso tema de las presuntas negligencias médicas. Y aunque actualmente estos profesionales vienen a ser -y es bueno que así sea- unos ciudadanos como otros cualquiera, aquéllos que pertenezcan a las generaciones de cierta edad podrán recordar sin duda cuando un médico era todo un Señor Doctor, poco menos que una eminencia social aunque se tratara de un humilde galeno rural...
Bien, pues todo eso, pasado por la batidora de Bermúdez Castillo e incrustado en una depauperada España, que una vez más -aquí se trasluce el tradicional pesimismo ibérico- se encuentra aislada internacionalmente como si de una nación apestada se tratase, es la urdimbre con la que está trazada la novela. Y aunque en una lectura superficial pudiera parecer frívola y sarcástica, la verdad es que entre líneas se pueden leer verdades como puños, ya que en ella yo he creído encontrar una crítica lúcida y sin contemplaciones de muchas facetas de nuestra España real y actual.
Vayamos al argumento. Tras la catástrofe de una guerra de aniquilación entre occidente y unas hordas surgidas -pequeña concesión al tópico de la Guerra Fría- de las remotas regiones del Asia Central, España, al igual que los demás países, intenta recuperarse lentamente de sus profundas heridas. Pero a diferencia de las naciones vecinas, el gobierno ha caído en manos de una férrea dictadura que se sostiene en el poder gracias al apoyo en bloque de la oligarquía médica, constituida en una especie de casta superior superpuesta, pero en modo alguno interrelacionada con el resto de la población. Los médicos se lo guisan todo; además de ejercer, lógicamente, su profesión, copan el gobierno de la nación a todas las escalas -incluso ostentan graduaciones militares, aunque con las estrellas reemplazadas por caduceos- y, por supuesto, también controlan el acceso a las facultades de medicina, vedadas a la mayor parte de los ciudadanos. Aliada suya es otra importante institución social, la Iglesia Católica, que ha conseguido imponer su autoridad hasta el punto de que es obligatorio asistir a misa los domingos, lo cual se justifica con unos cupones convenientemente sellados... lo que provoca, claro está, un floreciente mercado negro de los mismos.
La dictadura Panmónica no sólo tiene sometida a España a un eficaz bloqueo -sarcásticamente denominado el Telón de Esparadrapo- que la aísla del resto del mundo, sino que además se dedica a hacer todo lo que hace cualquier dictadura que se precie, prohibir cosas. Pero no sólo están prohibidas, o cuanto menos estrictamente controladas, las actividades políticas o sociales que tanto suelen disgustar a los tiranuelos varios, sino que además han añadido sus propias imposiciones. Así, el consumo de tabaco y alcohol es ilegal, e incluso se controla el número de calorías de los alimentos, todo sea en pro de la salud pública. El ejercicio de la medicina se ha convertido en un auténtico sacerdocio inteligible tan sólo para iniciados, de forma que tanto las enfermedades como los medicamentos son designados con unas crípticas siglas al tiempo que la literatura médica está absolutamente vedada a los profanos; si la mayoría de la gente es incapaz de entender la sofisticada terminología médica, es el razonamiento que lo justifica, ¿para qué permitir que accedan a una información incompleta que sólo les podría perjudicar? Mejor dejar todo en manos de los entendidos.
Claro está que, ¿qué sería de un régimen dictatorial sin la correspondiente oposición clandestina, a ser posible una guerrilla armada vulgo terroristas? En este caso los díscolos son los militantes de las BAE (Brigadas Antimédicas Españolas), las cuales luchan para abolir la dictadura Panmónica haciendo especial énfasis en el castigo por las bravas de las presuntas negligencias médicas que la justicia del régimen, fiel subordinada a sus superiores, se niega en redondo a perseguir. Y aunque el fin pueda parecer justo, los medios empleados para ello no dejan de ser los mismos que los de cualquier organización terrorista, que en esto todas se diferencian bien poco.
Inmerso en este llamativo escenario nos encontramos con el protagonista, Alcestes Jordán, un afamado pintor que se ha hecho millonario con sus cuadros, lo que le permite llevar una vida de lujo en mitad de la miseria que le rodea. Hedonista y bohemio Jordán carece de escrúpulos y, apoyado en su prestigio social y en sus bien trabados contactos, se divierte burlando las prohibiciones del régimen. Su vida transcurre plácida y sin sobresaltos, pero poco a poco se irá viendo involucrado en la dura pugna entre el gobierno Panmónico y las rebeldes BAE... y hasta aquí puedo contar.
Eso sí, les aseguro que el final de la novela no les defraudará y, probablemente, les sorprenderá... aparte de que, pese a ser pura ficción, no deja de ser un reflejo distorsionado, al estilo de los espejos deformantes, de la verdadera realidad.
Publicado el 28-4-2005 en el Sitio de Ciencia Ficción