El Viage de un filósofo a Selenópolis,
precedente de la ciencia ficción en España





Siempre que se habla de los albores de la ciencia ficción, en España o dentro del ámbito mundial, tropezamos con el mismo inconveniente que surge tozudamente cuando pretendemos describir el género, algo en lo que nunca nos hemos puesto ni nos pondremos de acuerdo dada la dificultad de fijar unos criterios claros, por lo que en la práctica cada uno acabará entendiéndolo como mejor le parece.

Pero aquí el problema es todavía mayor, dado que según nos remontamos en el tiempo la dificultad aumenta. Y si bien se puede fijar con relativa facilidad un límite temporal posterior conviniendo que la ciencia ficción propiamente dicha comenzó a principios del siglo XX o muy a finales del XIX con el pulp americano y H.G. Wells -a todo lo anterior prefiero considerarlo protociencia ficción, incluyendo al propio Julio Verne-, por el otro extremo no hay quien le ponga el cascabel al gato.

Esto se debe a que, cuanto mayor es la antigüedad de un texto más difícil resulta diferenciar la ciencia ficción de la fantasía, un género infinitamente más antiguo. En sentido podríamos retroceder incluso hasta la mitología griega, que es fantasía pura; pero aunque los mitos griegos alcanzaron un alto grado de sofisticación que ya quisieran muchas novelas de fantasía moderna, considerar a la Odisea una obra de protociencia ficción resulta exagerado. Existe cierto consenso en señalar a Frankenstein como la primera novela de protociencia ficción, aunque no faltan quienes se remontan hasta la Historia verdadera de Luciano de Samósata, escrita en el siglo II después de Cristo o, más modestamente, el Somnium de Kepler, la Historia cómica de los estados e imperios de la luna y la Historia cómica de los estados e imperios del Sol de Cyrano de Bergerac, escritas en el siglo XVII e incluso el cuarto de los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift ya en la primera mitad del siglo XVIII. Eso sin contar, claro está, con las utopías cuyo más remoto modelo son los diálogos de Platón Timeo y Critias, en los que el filósofo describe a la Atlántida como una sociedad ideal.

Lo que es innegable es que con posterioridad a Frankenstein, publicada en 1818, a lo largo del siglo XIX sí fueron numerosas las obras que se pueden catalogar sin ningún género de dudas como pertenecientes a la protociencia ficción, aunque al no estar definido como tal el género -no lo fue oficialmente hasta 1926- sus autores no eran conscientes de estar adentrándose en él, por lo que todas estas novelas eran publicadas como literatura general.

Los escritores españoles activos literariamente en el siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, y en los primeros años del XX no fueron ajenos a esta corriente, aunque sus incursiones por lo general fueron esporádicas. Esto no impide que nos encontremos con nombres de tanto relieve como Unamuno, Azorín, Blasco Ibáñez, Ramón y Cajal o Jardiel Poncela, junto con otros menos conocidos pero más comprometidos con el género como Enrique Gaspar y El anacronópete, Nilo María Fabra y muchos más, tema que ha sido ampliamente investigado por Agustín Jaureguízar.

Remontándonos en el tiempo tropezamos con el mismo problema que ya he comentado a nivel general: aunque existen obras de género fantástico escritas por autores españoles, resulta mucho más complicado catalogarlas como de protociencia ficción. Y es de una de ellas de la que voy a hablar en esta ocasión: Viaje de un filósofo a Selenópolis, corte desconocida de los habitantes de la Tierra, escrita por Antonio Marqués y Espejo y publicada en Madrid en 1804.

La razón por la que he elegido esta novela y no cualquier otra no puede ser más sencilla: en 2015 fue reeditada por la editorial Mablaz1, lo que me ha permitido leerla sin necesidad de tener que recurrir a una biblioteca de fondos antiguos ni a ningún archivo.

Ya el nombre parece indicar que se trata de una obra de protociencia ficción y como tal se la considera habitualmente, lo que convertiría a su autor en uno de los precursores del género no sólo en España sino incluso a nivel mundial, puesto que se adelantó en más de una década al Frankenstein de Mary Shelley.

Recordemos algunos datos biográficos de su autor. Antonio Marqués y Espejo nació el 11 de junio de 1762 en el pequeño pueblo alcarreño de Gárgoles de Abajo, cercano a Cifuentes y perteneciente en la actualidad a la provincia de Guadalajara. Su padre, el abogado José Marqués, trabajaba para Pedro de Alcántara Álvarez de Toledo y Silva Mendoza, duodécimo duque del Infantado, lo cual le valió a Antonio la protección del importante aristócrata, que le sufragó sus estudios. A los catorce años se matriculó en la Universidad de Alcalá, graduándose como maestro de Filosofía, y posteriormente se doctoró en Teología en Valencia ordenándose sacerdote pese a que su vocación no era la religiosa sino la docente, algo que no pudo conseguir puesto que no logró ser catedrático de Filosofía en la Universidad de Valencia como deseaba. Finalmente obtendría una plaza de beneficiado -cargo eclesiástico que disfrutaba de rentas propias- en la parroquia de la localidad valenciana de Alberique, donde al parecer terminó sus días hacia 1830.

Pero, como acabo de comentar, no debía sentir demasiado apego por la vida religiosa. Un viaje a Francia, cuna de la Ilustración, le abrió las puertas de ésta, algo excepcional en el bajo clero español de la época alineado por lo general con el tradicionalismo y el conservadurismo si no con el integrismo, donde incluso órdenes tan poderosas como la jesuita se opusieron a las nuevas ideas importadas del país vecino provocando su fulminante disolución.

Vuelto de Francia Marqués y Espejo sería tildado de afrancesado, encontrando oposición a sus ideas progresistas en campos tales como la educación de la mujer, algo muy avanzado para la España de su época y todavía más viniendo de un clérigo, justo cuando la Revolución Francesa había convulsionado a toda Europa provocando un repliegue de nuestro país, ya bajo el reinado de Carlos IV, hacia posiciones mucho más conservadoras.

Marqués y Espejo fue esencialmente escritor, y aunque abordó diferentes géneros donde más destacó fue en el narrativo pese a que también escribió obras dramáticas, poesías y ensayos, en ocasiones traduciendo o reescribiendo textos originales franceses. Su obsesión, al parecer, fue el regeneracionismo de nuestro país, dándose la trágica circunstancia de que le tocó vivir, ya en su madurez y durante los últimos años de su vida, la irrefrenable decadencia del reinado de Carlos IV, la Guerra de la Independencia y la ominosa tiranía de Fernando VII.

Volviendo a su novela, hay que tener en cuenta una cuestión importante: en realidad Selenópolis no es una obra original suya, al menos tal como lo entendernos ahora, sino la traducción y reescritura de otra anterior, Le voyageur philosophe dans un pays inconnu aux habitants de la Terre, del escritor francés monsieur de Listonai bajo el seudónimo de Daniel Villeneuve, publicada en Ámsterdam en 1761 cuarenta y tres años antes de la versión de Marqués y Espejo. Según nuestro criterio actual se trataría de un plagio incluso cuando tras haber pasado tanto tiempo el original francés estaría olvidado y su autor presumiblemente fallecido; pero en su época los criterios eran más laxos y, como afirma Ricardo Muñoz Fajardo en el prólogo de la reedición, estas iniciativas eran consideradas más bien como reescrituras adaptadas al país al que iban dirigidas, España en este caso. Y desde luego, lo que sí hizo Marqués y Espejo fue reescribir el original a su antojo extrayendo las partes que le interesaban y añadiendo un capítulo propio.

En un estudio comparado de ambas versiones -llamémoslas así- publicado en las actas del XIV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas en 2001, el académico de la RAE Pedro Álvarez de Miranda detalla los capítulos suprimidos, las cuatro quintas partes del total, y aquéllos reescritos y subdivididos por nuestro autor, así como la parte que se puede considerar a ciencia cierta de su cosecha, el capítulo VIII, en el que describe con minuciosidad la educación que dan los selenitas a las mujeres; esto, según el académico, se debe a que Marqués y Espejo aprovechó el material que tenía destinado al periódico Liceo general del bello sexo, destinado al público femenino y que por razones desconocidas no llegó a publicar.

Plagio o reescritura, lo que nos interesa es saber si en Selenópolis nos encontramos realmente ante una obra de protociencia ficción. Es preciso recordar que en aquella época las obras de este tipo entrarían más bien dentro del apartado de lo que hoy conocemos como utopías, y solían ser escritas no con pretensiones novelescas sino buscando una finalidad didáctica. En realidad las utopías están más cercanas a la fantasía que a la ciencia ficción, por lo que los criterios de selección para incorporar algunas de éstas a los albores del género varían ampliamente de un investigador a otro; pero como en algunas de ellas aparecen elementos digamos seudocientíficos, cabe la posibilidad de rescatarlas aunque sea por los pelos.

Y a todo esto, ¿qué ocurre con Selenópolis o, si se prefiere, con Le voyageur philosophe dans un pays inconnu aux habitants de la Terre de Listonai/Villeneuve? Pues, desde mi particular punto de vista, la obra de Marqués y Espejo -el original francés no lo conozco- tiene muy, pero que muy poco no ya de ciencia ficción sino incluso de fantasía, ya que los pocos elementos de este tipo que contiene son una mera excusa para que el autor se explaye con su discurso utópico, que no viene a ser sino sus opiniones personales acerca de como debería organizarse la sociedad de su época.

Veámoslo a grandes rasgos. El autor, convertido en narrador en primera persona, relata como durante un viaje por la costa atlántica del continente americano se separa de sus compañeros para visitar las cataratas del Niágara. Una vez allí descubre un extraño navío “cuyo fondo movible podía recibir alternativamente una forma convexa o cóncava. El maderaje era de corcho, el árbol del navío de caña, las velas de un tejido muy tupido (...) y todo el cordaje de estos hilos llamados cabellos de ángel; el equipaje tenía por remos unos abanicos enormes y por áncora una especie de escarabajo con una cola tan larga como la de un cometa de la sexta clase, llena de innumerables vejigas”.

El barco resulta ser una especie de crucero de recreo repleto de turistas selenitas y el protagonista, sin pensárselo dos veces, se cuela alegremente como polizón justo antes de que éste leve anclas alzando el vuelo con destino a la Luna, su lugar de procedencia. Y, tras una breve singladura, la peculiar astronave llega sin percances a nuestro satélite.

El narrador desembarca sin que nadie se lo impida y se pone a curiosear, descubriendo con desencanto que los reinos lunares son fiel reflejo de los terrestres reproduciendo los mismos defectos que los nuestros. Decepcionado, se plantea volver a nuestro planeta -sin indicar como- cuando casualmente se encuentra con un sabio, de nombre Arzames, que le acoge bondadosamente convirtiéndose en su mentor.

Arzames no es natural de ese hemisferio selenita -se supone que el visible desde la Tierra- sino del opuesto, separados ambos por una barrera geográfica infranqueable, por lo que su evolución ha sido completamente distinta. De hecho, la única manera posible de viajar de uno a otro es atravesando la Luna de parte a parte pasando por su centro, cosa que hizo el sabio ataviado con un traje confeccionado con pieles de salamandra -una antigua tradición afirmaba que estos pequeños anfibios eran inmunes al fuego- y “sábanas” de amianto, lo que le había permitido salvar incólume el corazón ígneo del satélite. Arzames ha terminado su visita a las tierras de sus antípodas y propone al terrícola viajar con él a su patria, a lo cual éste accede entusiasmado.

Así pues, una vez ataviados con sus peculiares trajes aislantes ambos se arrojan a un volcán profundo y en tan sólo dos jornadas llegan sanos y salvos a Selenópolis, capital del imperio de los selenitas -como si los habitantes del otro hemisferio no lo fueran- y residencia del sabio Arzames. Así termina la Relación del viaje del filósofo que puede leerse como prólogo, concluyendo también cualquier elemento fantástico o de protociencia ficción que pudiera haber en la novela.

El resto de los capítulos no son sino una farragosa enumeración de las virtudes de la sociedad selenita, siempre ventajosa en la comparación con las terrestres, sin el menor atisbo de especulación literaria con independencia de que sea fruto del original francés o de la versión de Marqués y Espejo. Y ni siquiera al escribir el final se molestó en buscarse una mínima excusa para justificar su vuelta a la Tierra: cuando ya daba por terminada su estancia en Selenópolis, al viajero le sorprende un brutal terremoto que comienza a destruir los edificios de la ciudad hundiéndolos en el abismo. Aterrado, se arroja por una ventana para caer... debajo de su cama, puesto que “cuanto había visto y oído no era más que el efecto de un sueño vano, imagen triste pero fiel de la mayor parte de las felicidades de la vida”.

Y eso es todo. Conviene no olvidar que a principios del siglo XIX la astronomía estaba lo suficientemente desarrollada -se habían descubierto ya los tres primeros asteroides- como para conocer la verdadera naturaleza de la Luna, y gracias a los globos aerostáticos se conocían también las dificultades insuperables para rebasar, con la tecnología de la época, una determinada altura sobre la superficie de la Tierra. En consecuencia Selenópolis nació ya anacrónico, algo que no creo que le importara lo más mínimo a su autor dado que lo único que pretendía era desarrollar su particular utopía eligiendo como escenario la Luna -desconozco si esto fue cosecha suya o si lo copió de Listonai- como podría haberlo hecho con cualquier remoto rincón del planeta todavía desconocido o con la ubicación imaginaria que mejor le pareciera. En cualquier caso, resulta irrelevante.

¿Debemos considerar a Antonio Marqués y Espejo como a uno de los precursores de la todavía nonata ciencia ficción española? Que cada cual saque sus propias conclusiones; personalmente considero que esta afirmación está bastante cogida por los pelos, lo que no impide que resulte una obra interesante para todos aquellos que deseen estudiar la evolución del género en nuestro país.




1Antonio Marqués y Espejo. Viage de un filósofo a Selenópolis, corte desconocida de los habitantes de la Tierra. Colección Libros Mablaz, nº 68. Serie Ciencia Ficción y Fantasía, nº 15. Madrid, 2015.


Publicado el 30-12-2021