Tiranía universal





En estos tiempos que corren, y dada la grisura -o al menos eso es lo que a mí me parece- de la ciencia ficción que nos llega de los Estados Unidos, no me queda otro remedio que recurrir a los clásicos... y como, salvo excepciones, tampoco hay reediciones recientes de los mismos, ni mucho menos ediciones de los múltiples títulos todavía inéditos en español, me veo obligado a recurrir al imprevisible mercado de los libros de viejo, y que la Fuerza me acompañe.

Porque, entre que mi biblioteca es ya razonablemente voluminosa, y que los libros antiguos suelen tener la mala costumbre de no aparecer o, si lo hacen, es a unos precios sensiblemente superiores -los libreros de viejo sabrán por qué- a los de otros ajenos al género, la verdad es que muchas veces me suelo quedar sin nada que llevarme a la boca... o a los ojos, para ser más exacto. Pero ésta es una digresión diferente.

Volvamos, pues, al tema que nos ocupa. Hace unos días, husmeando por una librería de viejo, encontré la novela de Damon Knigh Tiranía universal, titulada en inglés -vete a saber a qué pudo venir el cambio de título, porque aparecen dos diferentes- People Maker y A for Anything, es decir, en traducción más o menos macarrónica made in Google, que la parla de Shakespeare no es lo mío, Creador de gente y Para cualquier cosa, como quien dice el mismo parecido con el título en español que el de un huevo a una castaña.

Según la base de datos de La Tercera Fundación, por lo que yo sé muy completa y muy de fiar, la única edición existente en español es justo la que yo pillé, el número 33 de la colección Infinitum fechado en 1967; la edición original en inglés, por cierto, es de 1959. Aprovecho la ocasión para recordar otro de los problemas con los que me encuentro a la hora de buscar ediciones antiguas, fundamentalmente de los años 60 y 70; las versiones de estas novelas suelen ser, por lo general, mediocres cuando no rematadamente malas, y no lo digo ya por la calidad de los continentes, de mala impresión y peor encuadernación sino, mucho más grave, por los propios contenidos, con unas traducciones habitualmente infames e incluso con los textos bárbaramente mutilados -conozco varios casos- simplemente porque no “cabían” en el número de páginas establecido arbitrariamente por el editor. Y desde luego la editorial Ferma, responsable de esta colección, no se caracterizó precisamente por su respeto hacia los lectores.

Pero es lo que hay... y gracias. Así que me puse a leer la novela y, según iba avanzando, me entraron ganas de escribir una crítica de la misma. Sin embargo no lo voy a hacer, al menos en lo que respecta al argumento, por dos razones. La primera, porque ya existe en el Sitio de ciencia ficción una de Jorge Vilches publicada hace dos años. Y la segunda, y quizá más determinante pese a aquello de que no por mucho trigo fue mal año, porque estoy bastante de acuerdo con lo que dice Jorge, el cual por cierto despelleja de forma bastante inmisericorde -y merecida- al bueno de Damon Knight. Así pues, si quieren saber de qué va la novela, les recomiendo que lean su reseña, ya que no tendría mucho sentido que yo viniera a repetir más o menos lo mismo.

E incluso tendría que ser todavía más duro que él puesto que, como la cabra tira al monte -al fin y al cabo soy químico-, me chirrió enormemente que en su famoso invento del Gismo, el duplicador de materia que constituye la piedra angular de la novela, Knight se tomara alegremente no ya ciertas libertades científicas, que al fin y al cabo la ciencia ficción especula sobre lo probable y no sobre lo ya sabido, sino que se saltara a la torera fruslerías tales como los principios de conservación de la masa y de la energía... porque resulta que el chisme en cuestión era capaz de duplicar cualquier cosa sin saberse muy bien de donde sacaba la materia prima, o bien la energía necesaria para generarla... vamos, que a su lado la añeja historia del movimiento perpetuo resulta ser un juego de parvulario.

Cubramos, pues, un piadoso velo sobre esta burrada digna, o indigna según se mire, hasta de los modestos bolsilibros. Lo que sí voy a hacer, porque me lo pide el cuerpo, es incidir sobre las conclusiones que saca Knight de su revolucionario -prescindamos de su inverosimilitud- invento; conclusiones no científicas o tecnológicas, sino sociales. Porque, como bien indica Jorge, de haber caído esta historia en manos de autores como Asimov otro gallo hubiera cantado.

Seguramente el buen doctor, además de solventar de manera elegante y científica el problema del respeto a las citadas leyes físicas, hubiera centrado la narración en las consecuencias tecnológicas del Gismo, algo que yo, por ejemplo, habría agradecido. Pero incluso en manos de un autor más modesto como Pascual Enguídanos la cosa hubiera podido dar bastante juego, dada la querencia del autor valenciano por las utopías comunistas; o falangistas, que ésta es una historia sobre la que llevo queriendo opinar desde hace bastante tiempo.

Sin embargo, Knight tira por otro lado completamente distinto y, pese a las limitaciones y fiascos de la novela, sí acierta a mi parecer, y en esto discrepo con Jorge, en un aspecto que hace recomendable su lectura, aunque para ello haya que tragar con toda la morralla que arrastra.

Se trata, en definitiva, del enfoque social que Knight da al argumento. En esencia, y resumiendo, resulta que cuando el visionario inventor del chisme decide ponerlo en manos de la humanidad de manera que cada hijo de vecino pueda ser autosuficiente sin depender de tiranías tales como el trabajo, las hipotecas o la prima de riesgo, en vez de alcanzarse una arcadia feliz resulta que la humanidad se ve sumida en el más absoluto de los caos -hasta aquí lógico, puesto que todo el tinglado económico se viene abajo-, al que seguirá, y esto ya no lo es tanto, la implantación de un régimen neofeudal y neoesclavista, que no es moco de pavo.

¿Inverosímil? No tanto como pudiera parecer a simple vista. Consideremos que ya desde los mismos albores de la civilización, allá por el neolítico, las incipientes sociedades humanas se estructuraron en clases, con una élite dominante, o aristocracia, que disfrutaba de considerables prebendas y unas castas inferiores mucho más numerosas que la primera, pero mucho más desfavorecidas... y tanto me da que hablemos de la Grecia homérica, del imperio romano, de los reinos medievales o incluso de ahora mismo. Por si fuera poco, cuando algún tipo de catástrofe derrumbaba una estructura social, tal como ocurrió con el colapso del imperio romano, las sociedades sustitutas, léase los reinos fundados por los bárbaros, se apresuraban a llenar el vacío creando una nueva élite... diferente de la anterior, pero no muy distinta en sus planteamientos.

Y cuando como quien dice ayer mismo la gente de abajo acabó no sólo hartándose, sino también atreviéndose a cuestionar a sus castas dirigentes y explotadoras, pasando de las algaradas a revoluciones como la francesa o la rusa, nos encontramos con la cruel paradoja de que volvió a ocurrir lo mismo: el revolucionario Napoleón se invistió emperador, mientras los bolcheviques, una vez descabezada la antigua aristocracia rusa, creaban su propia nomenklatura.

Pero por lo menos, lo intentaron. Mientras tanto, en nuestro país se dedicaban a cosas tan divertidas como las resumibles en frases tales como ¡Vivan las caenas!, Lejos de nosotros la funesta manía de pensar, Dios, patria y rey, Por el imperio hacia Dios o ¡Viva la muerte!, que ya hay que ser cretino. Y así nos fue.

En cualquier caso, puesto que una constante a lo largo de la historia ha sido la escasez de recursos, esto permite explicar -aunque no, evidentemente, justificar- que, sobre una mayoría condenada a vivir rematadamente mal, sobrenadara una minoría parásita, llamémosla así, para la que las penurias de sus súbditos resultaban algo completamente ajeno. Era, en definitiva, la filosofía del ya que no hay para todos, por lo menos que haya para mí.

Sin embargo la cosa cambió, al menos en Occidente, hacia mediados del siglo pasado, entrándose en una nueva era en la que el crecimiento económico y la superproducción de alimentos y bienes de consumo parecían predecir la desaparición de estas penurias, al menos para una parte mayoritaria de la sociedad. Así, durante varias décadas vivimos francamente bien, nos lo creímos... y llegó el batacazo justo cuando muchos sesudos expertos vaticinaban el final de los molestos ciclos económicos. ¿Casualidad?

Aunque no soy en modo alguno partidario de conspiranoias de ningún tipo, no dejo de pensar en el planteamiento de la novela de Knight, según el cual, cuando la humanidad disponía al fin de un maná inagotable, los poderosos, fueran los de siempre u otros de nuevo cuño, se apresuraron a monopolizar el invento, aprovechándolo para su exclusivo beneficio y también para esclavizar a los menos afortunados. Porque a muchos de estos, no lo olvidemos, no les basta con vivir no ya bien, sino incluso mejor que el resto de la humanidad; prefieren, asimismo, que los demás vivan peor, aunque sólo sea para incrementar la diferencia de modo que las diferencias puedan resaltar todavía más.

Y cuando veo a nuestros ¿gobernantes? actuales que, con la burda excusa de combatir la crisis, se dedican a actuar de dinamiteros de la trabajosamente lograda clase media española, no puedo evitar pensar que en esto, por desgracia, sí que acertó Knight.


Publicado el 16-12-2012 en el Sitio de Ciencia Ficción