Brillar por su ausencia





Fotografía tomada de la Wikipedia


Tal como he criticado en multitud de ocasiones, la industria alimentaria -también las otras, claro, pero esta sección está dedicada a ella- practica un virtuosismo, que sería digno de encomio aplicado de otra manera, a la hora de informar sobre la composición de sus productos, siempre racaneando todo lo que no le obliga la ley -recordemos el trabajo que costó que indicaran el tipo de grasas y aceites vegetales que utilizaban- al tiempo que aprovecha sus resquicios para escamotearnos cuanta información pueden, no vaya a ser que leamos la letra pequeña -deliberadamente pequeña- y optemos por no comprarlos.

Las marrullerías en el etiquetado son múltiples, desde cambiar el nombre a un ingrediente conocido por otro menos familiar pese a ser el mismo, caso de la glucosa travestida en dextrosa, a camuflar los aditivos bajo códigos asépticos, pasando por escamotear información cuando la legislación lo permite, o mejor dicho cuando no lo prohíbe expresamente, como es el caso de la “proteína animal” con la que me topé en un paté de foie gras y todavía sigo sin saber qué es, o el de los ácidos grasos omega 3 que se presentan como el bálsamo de Fierabrás sin indicar que en realidad se trata de aceite de pescado refinado, lo cual no es malo en absoluto -aunque yo prefiero comerme el pescado directamente- pero sí le quita pedigrí.

También nos podemos encontrar justo con lo contrario, los anuncios “sin” que nos advierten que el producto en cuestión está libre de algún ingrediente susceptible de ser anatemizado, los cuales por cierto suelen aparecer escritos con letras mucho más grandes y visibles, e incluso con pictogramas, que la lista de ingredientes, y no creo que sea por casualidad.

Éste es, por ejemplo, el caso de la pastelería y la bollería industrial, normalmente atiborradas de aceite de palma pero “sin azúcares añadidos”, olvidando decir que éstos han sido sustituidos en muchos casos no por los edulcorantes clásicos sino por alguno de los numerosos polialcoholes, unos parientes cercanos suyos desde el punto de vista químico de los que hablaré en otro artículo, porque la cosa tiene miga.

Y éste es también el de los productos “sin gluten” o “sin lactosa”, lo cual en principio está bien como información para los celíacos o para los intolerantes a la lactosa, aunque de paso aprovechen para intentar convencer a quienes no padecen ninguno de estos dos trastornos, que es la mayoría de la población, de la conveniencia de que ellos también los eviten. Pero ésta es asimismo otra historia.

Lo llamativo del caso es que en esta ocasión, y sin que nadie les obligue, van mucho más allá de lo que se podría considerar normal. Dado que el gluten y la lactosa se encuentran en ingredientes tan comunes como la harina o la leche, es lógico que cualquier producto elaborado con éstos, desde unas magdalenas a un helado, advierta en su caso que está libre de gluten o de lactosa, de forma que pueda ser consumido por aquellas personas a las que les podrían sentar mal. Pero imaginen mi perplejidad cuando me encontré con un jamón serrano, cortado en lonchas y envasado, en cuyo etiquetado campeaban sendas advertencias indicando que no tenía ni uno ni otro...

Recapitulemos. El jamón, como todo el mundo sabe, cuenta tan sólo con dos ingredientes, jamón y sal. En algunos lugares tienen la costumbre de untarlo además con pimentón, pero esto no nos afecta. El jamón al que hago referencia, como buen producto industrial que era, llevaba además el antioxidante E301 -ascorbato de sodio para los amigos, un derivado del ácido ascórbico o vitamina C- y los conservadores E250 y E252, nitrito de sodio y nitrato de potasio respectivamente. Es decir, dentro de lo que cabe no tenía demasiadas cosas raras.

Pero... ¿es normal que un jamón lleve gluten o lactosa? Evidentemente no, puesto que como ya he comentado el gluten se encuentra en la harina de los cereales y la lactosa, como su nombre indica, es el azúcar natural de la leche. Y que yo sepa, ninguno de los dos interviene en modo alguno en el curado del jamón ni tampoco resultarían útiles como aditivos.

En resumen tales advertencias estaban de sobra, e incluso en el caso de que algún “jamón serrano” o curado llevara uno de ellos o los dos, más valdría no comprarlo. Pero si lo indican sin estar obligados y sin necesidad alguna de hacerlo por algo será, porque esta gente no da puntada sin hilo. La explicación ya la he dado antes: la presunta y muchas veces injustificada fama de los productos “sin” es fruto de las sofisticadas técnicas de venta actuales, y una vez que han conseguido convencer a la gente -celíacos e intolerantes a la lactosa no hay tantos- que algo sin gluten o sin lactosa es sano y bueno para el organismo venga a cuento o no, nada más fácil que poner las etiquetitas a todos aquellos alimentos que ni los tienen ni se les espera, por si cuela... Porque, y no exagero, la etiquetita de “sin gluten” la he visto hasta en una botella de gaseosa.

Eso sí, tal como están las cosas conviene leer con cuidado los etiquetados de los alimentos procesados y envasados en los que no las ponen, porque podremos llevarnos más de una sorpresa. Sin salirnos de los embutidos a muchos de ellos curados o cocidos que en pura lógica no deberían llevarlos, desde el chorizo al jamón de york, se los añaden con frecuencia, junto con otros difícilmente justificables como el azúcar, el colorante E120 o rojo carmín obtenido de cochinillas trituradas -en el caso del chorizo probablemente para rebajar la cantidad de pimentón- y una larga serie de aditivos que no tendrían que estar ahí, como explico en los artículos ¿Simplemente chorizo? y Marrullerías sin fin. Aunque probablemente el colmo sea descubrir que los edulcorantes en pastillas elaborados con sacarina, ciclamato, aspartamo o acesulfamo, de los que basta una pequeña cantidad para obtener un dulzor equivalente a una cucharada de azúcar, lleven como excipiente... lactosa.

No acaba aquí la cosa. Como los fabricantes de alimentos son muy apañaos y todo lo aprovechan, podremos encontrarnos con gluten y lactosa añadidos como aditivos en multitud de alimentos procesados, que no era cuestión de tirarlos; en realidad, vuelvo a repetirlo, ninguno de los dos resulta perjudicial para quienes no son celíacos ni intolerantes a la lactosa, y tampoco son aditivos artificiales sino dos interesantes nutrientes dado que el gluten es una proteína y la lactosa un azúcar. Es decir, vienen bien si no tienes ninguno de estos dos trastornos alimenticios. Pero de lo que no se salva la industria alimentaria es de su cinismo al etiquetar como libres de ellos a alimentos que bajo ningún motivo deberían llevarlos, al tiempo que los añaden a otros que, o no los tenían, o los tenían en menor cantidad de forma natural. Sin comentarios.

Y ahora la guinda final. Muchas medicinas también llevan como excipiente lactosa, lo cual no tengo demasiado claro si resultará inocuo para quienes padecen de intolerancia a la lactosa o sean diabéticos.


Publicado el 30-7-2022