La repatriación de los restos de Manuel Azaña





Tumba de Manuel Azaña, en Montauban



Que me dejen donde caiga. Si alguien cree que
mis ideas pueden ser útiles, que las difundan.

Manuel Azaña


Quizá ya incluso desde la muerte de Franco, ha venido siendo habitual que, de forma periódica, surgieran voces clamando por el retorno a España de los cadáveres -o lo que quedara de ellos- de personajes ilustres fallecidos en el exilio forzado por el franquismo. En algunos casos estos despojos acabaron siendo traídos a nuestro país, como fue el caso, entre otros, de Francisco Largo Caballero o Niceto Alcalá Zamora, mientras en otros continúan todavía hoy allá donde les llegó la muerte, caso de Juan Negrín, Antonio Machado o Manuel Azaña.

No resulta nada nuevo, pues, que a estas alturas alguien vuelva a insistir en remover a los huesos de sus tumbas, sobre todo teniendo en cuenta que, al socaire de la controvertida ley de la Memoria Histórica, ha habido quien no se ha recatado en confundir las churras con las merinas comparando los enterramientos de fusilados en fosas comunes con aquellos otros realizados “como Dios manda” en cementerios extranjeros, pese a que el simple sentido común indica que se trata de dos cuestiones completamente diferentes.

No voy a opinar en esta ocasión sobre el tema de las fosas comunes, cuyo mayor exponente es sin duda Federico García Lorca, primero porque me desviaría demasiado del tema, y segundo porque estimo que el legítimo deseo de muchos de los familiares de los fusilados por recobrar los restos para darles una sepultura digna, está siendo interferido por intereses políticos que no sólo no vienen a cuento, sino que a estas alturas resultan estar completamente trasnochados y fuera de lugar.

Prefiero, pues, centrarme en el caso de los españoles muertos en el exilio, una historia muy antigua que se remonta en su concepción actual a las convulsiones de la Guerra de la Independencia y a la posterior represión absolutista de Fernando VII, el rey felón, llegando hasta la muerte del dictador Francisco Franco. Hubo, por supuesto, exilios forzados anteriores como el de los jesuitas, el de los simpatizantes con la reforma protestante como Miguel Servet, o incluso las deportaciones masivas de judíos y moriscos, pero éstos se debieron por lo general a circunstancias religiosas o sociales, mientras que el exilio moderno tiene por común denominador la discrepancia política, no sólo liberal o izquierdista sino también del otro extremo, como les ocurrió a los carlistas en los períodos en que pintaron bastos para su reaccionaria ideología. Sin embargo, y por razones obvias, el exilio masivo provocado en 1939 por el final de la Guerra Civil tuvo por protagonistas mayoritarios a los sectores republicanos e izquierdistas.

Al acendrado empeño por expulsar o aniquilar a los rivales políticos, los españoles siempre hemos sumado una acendrada necrofilia, como lo demuestra nuestra tradicional afición a venerar todo tipo de despojos y reliquias, sean éstos de naturaleza santa o no. Por esta razón, los bailes de huesos han sido constantes a lo largo de nuestra historia, tanto por las manías de amontonarlos en panteones de hombres ilustres, como por el empeño en devolver a su país natal a aquellos que por una u otra circunstancia vinieron a morir en tierras extrañas. Paradójicamente a muchos de estos personajes que tantas honras recibieron de forma póstuma, sus contemporáneos se dedicaron a amargarles la vida todo lo que pudieron, lo que no dejaría de sorprender a alguien que no esté lo suficientemente al tanto de las peculiaridades de la idiosincrasia española.

Si un personaje de la historia contemporánea de nuestro país es víctima de este cúmulo de tópicos y paradojas que he venido comentando, éste es precisamente Manuel Azaña, una de las mentes más lúcidas de su época y por ello incomprendido, atacado y perseguido no sólo por los del bando contrario, que le convirtieron injustamente en blanco de todas sus inquinas pese a no ser responsable de los desmanes de sus compañeros de viaje republicanos, sino también, y no precisamente con menor saña, por los de su propio bando, esos mismos cuyos herederos políticos directos tienen ahora la desfachatez de pretender monopolizar el recuerdo a su memoria.

Azaña, como es sabido, fue abandonado, cuando no atacado, por la mayoría de los dirigentes de la moribunda República, pasando el último año y medio de su vida enfermo y acosado por los agentes franquistas en su exilio francés, falleciendo finalmente tras un largo y amargo peregrinaje en la ciudad de Montauban el 3 de noviembre de 1940. Allí fue enterrado en una discreta tumba que en nada se diferencia de las del resto del camposanto, y allí sigue estando todavía hoy, en cumplimiento de su deseo de no ser movido de allá donde cayera.

Solamente por respeto a su memoria debería darse por zanjado el tema, pero siempre hay tozudos que no quieren darse por enterados. Al fin y al cabo, supongo que pensarán, cuántas voluntades de los difuntos no se han respetado. No obstante, llama poderosamente la atención que los defensores del traslado a España de los restos de Azaña, presumiblemente a Alcalá, suelan pasar por alto, ignoro si de forma voluntaria o por simple desconocimiento, un hecho que para mí es fundamental, su condición de jefe de estado español.

Si excluimos por su condición de usurpador ilegítimo al dictador Franco, hasta el día de hoy han sido tres los jefes de estado españoles fallecidos a lo largo del siglo XX, el rey Alfonso XIII y los dos presidentes de la II República, Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña. Eso sí, mientras el primero lo fue por razones de herencia, los dos últimos lo fueron por voluntad popular, algo que desde mi punto de vista reviste mucha más importancia que el puro azar genético.

Lo que sí tuvieron los tres en común fue su fallecimiento en el exilio: Azaña, como ya he comentado, en Montauban en 1940; Alfonso XIII en Roma en 1941, y Niceto Alcalá Zamora en Buenos Aires en 1949. De ellos, sólo Azaña permanece enterrado fuera de territorio español, ya que los restos de Alfonso XIII y Alcalá Zamora fueron repatriados poco después de la muerte del general Franco.

Sin embargo, estas dos repatriaciones no pudieron ser más dispares. En 1979 Alcalá Zamora era enterrado en el cementerio madrileño de la Almudena de forma íntima y casi clandestina con la única presencia de sus familiares más cercanos, los cuales denunciaron públicamente las trabas impuestas por el gobierno de la época, que asimismo rehusó realizar cualquier tipo de ceremonia oficial que por su condición de ex jefe de estado le correspondía.

Por el contrario, tan sólo un año más tarde a Alfonso XIII se le oficiaba un solemne funeral de estado antes de ser enterrado con todos los honores en el panteón de El Escorial. Idéntico trato, por cierto, al que recibió su hijo Juan de Borbón y Battenberg tras su fallecimiento en 1993, pese a que nunca llegó a reinar ni, por lo tanto, a ostentar el cargo de jefe de estado. Mayor discriminación, imposible.



Panteón de la familia Azaña, en el cementerio de Alcalá


Hagamos ahora un ejercicio de especulación futurista. ¿Cómo sería la hipotética repatriación de los restos de Azaña? ¿Como la de Alfonso XIII, o como la de Alcalá Zamora? La cuestión no es en modo alguno baladí, y desde luego los precedentes no son precisamente halagüeños. Como puede comprobar cualquiera que visite el cementerio de Montauban, en la tumba de Azaña brillan por su ausencia los reconocimientos oficiales, ya que ni el gobierno español, ni la comunidad autónoma de Madrid, ni el ayuntamiento de Alcalá, su ciudad natal, se molestaron jamás en rendir el más mínimo homenaje a su memoria, como tampoco ha participado ninguno de ellos en la reciente erección de un monumento conmemorativo junto a su tumba. En estas circunstancias, huelga decir que yo soy el primero en preferir que siga descansando en paz en las hospitalarias tierras francesas.


Publicado el 22-11-2008
Actualizado el 20-2-2009