Diego Lainez, el compañero de san Ignacio





Estatua de Diego Lainez en su ciudad natal de Almazán,
obra de Federico Coullaut-Valera



Suele ocurrir en muchas ocasiones que, a raíz de una actuación importante, una de las personas responsables de la misma sea la que se lleve la mayor parte, si no la totalidad, del reconocimiento y de la fama mientras que sus más estrechos colaboradores, a veces incluso más cualificados que ellos mismos, acaban cayendo en un discreto olvido... Son gajes de la sociedad humana, la cual puede que premie justificadamente pero, y esto es más triste, deja al mismo tiempo sin reconocer la valía de otros muchos no menos importantes que los laureados.

Éste es el caso del personaje cuyo recuerdo traigo hoy a estas páginas, un eterno segundón prácticamente desconocido para el gran público a pesar de ser uno de los máximos responsables de la creación y organización de una de las más importantes órdenes religiosas, la de los jesuitas; porque, si bien es de sobra conocida la persona del fundador de la Compañía de Jesús, san Ignacio de Loyola, no ocurre lo mismo con Diego Lainez, su compañero y amigo a la par que sucesor suyo al frente de la Compañía, y uno de los más importantes teólogos españoles de su época como tuvo ocasión de demostrar en el concilio de Trento. Y si bien es de sobra merecido el reconocimiento histórico del que goza el santo de Loyola, bien estaría asimismo que la figura de Diego Lainez fuera mejor conocida máxime si tenemos en cuenta que este personaje estuvo vinculado a Alcalá tal como veremos a continuación.

Resulta interesante, pues, recordar algunos esbozos biográficos del mismo. Nació Juan de Diego Lainez, que éste era su nombre completo, en la localidad soriana de Almazán en 1512, habiéndose celebrado en 2012 el quinto centenario de su nacimiento. Su villa natal honró su memoria con una estatua de bronce, erigida en la plaza Mayor, obra del escultor Federico Coullaut-Valera (1912-1989).

Educado esmeradamente por sus padres, cursó estudios humanísticos en Soria y Sigüenza para pasar finalmente a la universidad de Alcalá, en la que estudió filosofía graduándose de maestro en artes en octubre de 1532. En Alcalá trabaría Lainez amistad con otro futuro jesuita, Alfonso Salmerón, y habiendo oído hablar ambos encomiásticamente de un tal Ignacio de Loyola, ambos fueron a visitarle a París, donde a la sazón éste se encontraba, y donde entablaron con él una rápida y fructífera relación que les convirtió en el embrión de la que habría de ser la poderosa orden jesuita.

Tras profesar votos en París en 1534 junto a san Ignacio y cinco compañeros más, pasó con ellos a Italia deambulando por diferentes ciudades siempre predicando la doctrina cristiana conforme al espíritu fundacional jesuítico; entre tanto, en 1537 habíase ordenado Lainez sacerdote completando así su formación religiosa. Esta etapa italiana duró hasta 1545, fecha en la que el papa Paulo III requirió sus servicios y los de Salmerón como teólogos en el concilio de Trento, cargo para el que Lainez estaba perfectamente preparado al ser doctor en Teología por la universidad de París y profesor de esta misma disciplina en la romana universidad de la Sapientia.

Según relatan todas las crónicas, Lainez desempeñó brillantemente su labor en Trento ganándose un enorme prestigio y la admiración universal, como lo demuestra el hecho de que, a lo largo de su vida, se viera obligado a rehusar las dignidades de obispo y cardenal, llegando a figurar incluso como uno de los favoritos para ser elegido papa en el cónclave de 1559. Terminada la primera etapa del concilio, nuestro personaje aprovecharía para continuar por Italia con su labor de orador sagrado al tiempo que desarrollaba una labor de recogida y adoctrinamiento de niños pobres y vagabundos, labores que desempeñó hasta que, en 1551, se reanudaron las actividades del concilio.

Interrumpido de nuevo el concilio un año después, Lainez volvió a sus actividades pastorales al tiempo que era nombrado provincial en Italia de la Compañía de Jesús, a la que promovió en este país aprovechándose de sus grandes dotes organizadoras. Cuando falleció san Ignacio en 1556, y tras recuperarse Lainez luego de haber estado al borde de la muerte, fue nuestro personaje promovido al cargo de vicario general de su orden; a causa de las guerras que entonces asolaban Europa no pudo reunirse la congregación general de los jesuitas sino hasta dos años más tarde, momento en el que Lainez fue nombrado segundo general de la Compañía en sustitución del fallecido san Ignacio.

A pesar de que entre su nombramiento como general y su fallecimiento transcurrieron únicamente siete años, fue responsabilidad de Lainez la consolidación de su orden; y si a san Ignacio le cabe el mérito de haberla fundado, Lainez no le va a la zaga en importancia puesto que fue él quien la convirtió en la más importante de su época, de manera que cuando éste falleció la Compañía continuó su marcha ascendiente erigiéndose en la abanderada de la Contrarreforma nacida en Trento.

Pero no nos adelantemos en el tiempo. Corría el año 1661 cuando Lainez, formando parte de una comisión enviada por el papa Pío IV, intervino en el Coloquio de Poissy, celebrado en Francia entre católicos y hugonotes en un intento baldío de resolver el problema planteado por la aparición de esta herejía; fracaso que no impidió que, una vez más, el prestigio de Lainez volviera a brillar con luz propia. Un año después, en 1562, se reiniciaría por tercera vez el concilio de Trento, que también volvió a contar en esta ocasión con la participación del insigne teólogo.

Concluido finalmente el concilio regresó Lainez a Roma, donde tuvo que enfrentarse con graves problemas al existir serias disensiones entre la pujante Compañía de Jesús y el clero secular de la capital italiana que, por éste y otros motivos, llegaron a crear fricciones hasta con el propio papa, las cuales tan sólo la habilidad diplomática de Lainez fue capaz de mitigar consiguiendo a la postre que fuera reconocida la inocencia de los jesuitas.

A pesar de su éxito Lainez quedó agotado por estas últimas pruebas, lo que motivó que poco después, concretamente el 19 de enero de 1565, falleciera en la Ciudad Eterna a los cincuenta y dos años de edad, con extraordinario sentimiento por parte de toda la población romana. Su muerte, no obstante, no interrumpió en modo alguno el florecimiento de la orden que él había contribuido tan eficientemente a consolidar.

Son varias las obras suyas que se conocen, todas de índole teológica y algunas de ellas publicadas en fechas tan tardías como 1886 (Disputationes Tridentinae) o 1912 (Monumenta historica S. J. Lainii...).


Publicado el 14-9-1991, en el nº 1.254 de Puerta de Madrid
Actualizado el 15-7-2013