Elogio y nostalgia de los cambios de novelas
Éstas eran las
novelas que me entusiasmaban en mi infancia
El reciente artículo que mi amigo y compañero de redacción Lumigarmo dedicó al cambio de novelas de Jesús Manjón me ha movido a rebuscar en mis recuerdos infantiles, trayéndome la nostalgia, que creía ya olvidada, de esos pequeños paraísos que eran para los niños de entonces, treinta años atrás, los cambios de novelas y tebeos. Conviene recordar que, durante varias décadas y en especial durante la dura y larga posguerra, todo lo relacionado con la literatura popular -tebeos, cuadernillos de aventuras, novelas de diferentes géneros- fue un verdadero fenómeno social que llegó a alcanzar una increíble importancia, algo difícil de entender para quienes no lo llegaron a vivir en su momento. Hoy en día huelga decir que los cambios de novelas prácticamente han desaparecido, o sobreviven como actividad marginal en quioscos de venta de prensa y revistas o en los cada vez más escasos puestos de chucherías, algo que no es de extrañar dado que, junto con un mayor nivel económico de la población, se da la circunstancia de que ya no se publica este tipo de literatura en España.
Estoy plenamente convencido de que el relato de mis vivencias con los cambios de novelas resultará familiar a todos aquéllos que, como yo, hayan rebasado la cuarentena porque, vuelvo a repetirlo, se trataba de un fenómeno familiar para todos los chavales de entonces. En la Alcalá de finales de los años sesenta, al igual que ocurría en cualquier otra población española de la época, la mayor parte de los críos teníamos dos cosas en común, una afición desmesurada a la lectura de tebeos y novelas, algo que por desgracia se ha perdido, y una escasez crónica de dinero impensable para los adolescentes de ahora. Puesto que la necesidad aguzaba el ingenio, la forma de conciliar ambas premisas resultaba sencilla: Recurríamos a las librerías de saldo y a los cambios de novelas, sin desdeñar por supuesto los intercambios entre nosotros mismos ya que tenían la ventaja añadida de ser gratuitos aunque, la verdad sea dicha, cambiar un tebeo, un cuadernillo del Capitán Trueno o de Hazañas Bélicas, o una novela del oeste o de ciencia ficción no resultaba demasiado oneroso. Creo recordar que la tarifa era de alrededor de una peseta, lo mismo que costaba una bolsa pequeña -en realidad un estrecho tubo de plástico o papel- de pipas. Teniendo en cuenta que el precio de una novela nueva rondaba las diez pesetas, el ahorro era ciertamente considerable.
Puesto que yo nací y me crié en los aledaños de la calle Mayor, mis primeras incursiones fueron hacia los dos establecimientos más cercanos, los pequeños puestos regentados por el señor Emilio y por Retabé, ambos situados uno frente al otro ya casi en la esquina de la calle Mayor con la plaza de Cervantes. Por cierto, jamás llegué a entender la diferencia de trato que dábamos a ambos, denominando al primero con el título de señor -quizá porque era de mayor edad- y al otro ni siquiera por su nombre, puesto que el calificativo debía de ser algún tipo de apodo cuyo origen desconozco por completo. Ambos puestos eran apenas algo más que unos largos y estrechos quioscos de madera asentados en los espaciosos zaguanes de sus respectivos portales, aunque a mí entonces me parecían enormes.
En ellos no sólo se vendían y cambiaban cromos, tebeos y novelas, ya que su oferta se extendía también a baratijas de todo tipo, desde soldados de plástico -los clics estaban todavía por inventar- a canicas, peonzas o cacharritos para las niñas. El apartado alimenticio abarcaba desde pipas y caramelos a chucherías diversas, no tan sofisticadas como las chuches actuales pero algunas de ellas muy populares entonces y hoy desaparecidas por completo, como ocurre con el paloduz o las pastillas de leche de burra, que a saber de qué estarían hechas en realidad. Por último, para los más mayores, también se vendían cigarrillos sueltos. Se trataba de una oferta que parecería pobre a un niño hoy en día pero a nosotros, que no conocíamos otra cosa, nos bastaba y sobraba. Los domingos por la mañana, ya que los sábados eran entonces días lectivos, los chavales nos juntábamos allí para gastarnos nuestra exigua paga, aprovechando la ocasión para cambiar cromos entre nosotros. Por entonces yo era demasiado pequeño, por lo que todavía no me interesaba por la exigua oferta literaria que podía encontrar allí.
Las cosas cambiaron radicalmente cuando allá por los años 1967 ó 1968, no lo recuerdo con exactitud, abrieron una librería en plena calle Mayor, concretamente frente al Hospitalillo, en un local que anteriormente había albergado una tienda de motos. Se llamaba Librería Alcalá, y pese a que yo entonces no tendría más de unos nueve años, la recuerdo perfectamente como si hubiera estado en ella ayer mismo. La entrada, estrecha y profunda, se repartía casi a partes iguales en toda su longitud entre un angosto pasillo y un amplio escaparate, en el cual se desplegaban todas esas maravillas de papel que, con sus llamativas portadas, excitaban poderosamente mi curiosidad infantil. Al final del escaparate se abría la puerta que daba acceso al oscuro interior de la tienda, que yo recuerdo con un mostrador doblado en ángulo recto y unas estanterías tras las cuales se escondía la misteriosa trastienda, de la que los responsables de la librería te sacaban, cual si de un cuerno de la abundancia se tratara, auténticos montones de tebeos, de los cuadernillos apaisados típicos de entonces, de cromos, de novelas, de libros incluso... Y todo ello a unos precios relativamente asequibles para nuestros escuálidos presupuestos.
Puesto que mis padres me fomentaron desde muy pequeño el gusto por la lectura, enseguida conté con su complicidad y, lo más importante, con su financiación para mis incipientes inquietudes literarias. Dado que la librería quedaba dentro de mi radio de acción -desde la calle del Carmen Calzado ni siquiera tenía que cruzar la calzada-, mis incursiones a ella fueron cada vez más frecuentes, sin más límite que mis disponibilidades monetarias. Aunque mi interés principal se centraba entonces, lógicamente, en los tebeos y las historietas gráficas -en especial mi admirado Capitán Trueno-, sin hacerles tampoco ascos a las omnipresentes colecciones de cromos, tampoco desdeñaba los libros, de forma que un buen puñado de volúmenes de la entrañable colección Historias, los cuales por cierto todavía conservo, fueron engrosando poco a poco mi naciente biblioteca. Pero un buen día...
Casi por casualidad descubrí, arrinconadas en una esquina del vasto escaparate, unas novelas de atractiva portada futurista. Pertenecían a la colección Luchadores del Espacio y habían dejado de publicarse en 1963, es decir, unos cinco años atrás, pero todavía había muchas circulando por las librerías de saldo y en la Librería Alcalá disponían de ellas en abundancia. Su precio de venta había sido, a principios de la década, de siete pesetas tal como rezaba en la contraportada, pero ahora las vendían solamente a dos. Compré una por curiosidad ya que realmente no sabía de qué trataban, la leí de un tirón... Y quedé fascinado, atrapado para siempre en las redes de la que todavía hoy sigue siendo una de mis grandes aficiones, la ciencia ficción. Como cabe suponer la novela era mala de solemnidad, pero eso entonces no me importó lo más mínimo; muy al contrario, a partir de entonces empecé a comprar cuantas novelas podía, descubriendo la existencia de un universo maravilloso, no por falso menos atractivo, que me permitía dar rienda suelta a mi desbordada imaginación.
Por desgracia, la felicidad duró relativamente poco. Por razones que desconozco la librería acabó cerrando sus puertas a los pocos años de funcionamiento, y yo me quedé compuesto y sin novelas justo cuando mi interés por ellas había alcanzado las cotas más altas... Y ni siquiera me quedaba el recurso a comprarlas en los quioscos, puesto que éstas hacía años que habían dejado de venderse allí. ¿Qué hacer entonces? No me quedaba otro remedio que recurrir a los cambios de novelas, unos lugares que hasta entonces no había frecuentado -ni tan siquiera había llegado a cambiar nunca nada en la propia Librería Alcalá- debido a que mis padres, alegando presuntas razones de higiene, veían con malos ojos que yo leyera cosas usadas.
Pero la necesidad apremiaba, con lo cual acabé saliéndome con la mía... Aunque, la verdad sea dicha, en los inicios de la década de los setenta no tenía muchos sitios donde elegir. La entrañable librería Cervantes, precursora del moderno establecimiento actual, había dispuesto antaño de una bien surtida oferta de novelas para cambiar, pero ya por entonces se había decantado hacia la venta de periódicos y material de papelería. Retabé y el señor Emilio tampoco cambiaban ya novelas. La única opción que me quedaba disponible era el cambio de Jesús Manjón, regentado entonces por una señora cuyo nombre no llegué a conocer jamás. Aunque estaba ubicado en el mismo lugar que ahora, al final de la calle Libreros, por aquel entonces era un simple quiosco de madera instalado en el zaguán del edificio, muy similar pues a los dos de la calle Mayor aunque quizá un poco más amplio.
Una alternativa a lo anterior era el mercadillo de los lunes, radicado a la sazón en la plaza de Luis de Antezana, aunque más adelante fue trasladado a las eras del Silo; en él instalaban un pequeño puesto en el que vendían y cambiaban novelas y tebeos usados, aunque con el tiempo sus propietarios acabaron abriendo una tienda al final de la avenida de los Reyes Católicos, frente al vivero. Obviamente empecé a frecuentar ambos lugares, aprovechando los períodos de recreo en la cercana Universidad Laboral, donde estudiaba el bachiller, para hacer escapadas hasta el mercadillo, o cruzándome toda Alcalá para visitar la tienda.
Entre lo uno y lo otro, junto con alguna que otra esporádica escapada a los modestos cambios de novelas que menudeaban por los diferentes barrios de la ciudad, conseguí ir tirando con mis necesidades de lectura de novelas de ciencia ficción, aunque para mi desgracia las pertenecientes a la colección Luchadores del Espacio, con diferencia mis favoritas, tan sólo aparecían en contadas ocasiones, siendo mucho más frecuentes las pertenecientes a otras colecciones más recientes que ¡ay! resultaban ser mucho menos atractivas. Pero qué se le iba a hacer, era lo que había. Eso sí, mientras conservaba celosamente cuanta novela de Luchadores caía en mis manos, el resto las cambiaba por otras una vez leídas.
Con el tiempo, a base de expoliar las colecciones de amigos menos interesados en conservarlas, aprovechando asimismo las vacaciones veraniegas en Valencia -la colección había sido publicada precisamente allí, por lo que se encontraban con mucha más facilidad- e incluso algún que otro esporádico viaje a Madrid, conseguí ir incrementando pacientemente mis preciadas posesiones, e incluso bastantes años después, ya adulto, logré completar la colección -234 títulos en total- gracias a mis sistemáticos viajes al Rastro madrileño, convirtiéndome de paso en objeto de las envidias de muchos de mis compañeros de afición... Pero ésta es una historia distinta que rebasa los límites del presente artículo.
Volvamos a Alcalá. Conforme avanzaba la década de los setenta los cambios de novelas fueron desapareciendo poco a poco, como si fueran flores que se marchitan al acabar el verano. Los tiempos estaban cambiando, y las aficiones de los españoles también. En ese momento no era algo que me preocupara demasiado; yo había crecido, inicié mis estudios universitarios en 1975 y me volví mucho más selectivo en mis lecturas, cambiando esas modestas novelitas por libros de mayor empaque aunque, eso sí, seguí leyendo ciencia ficción con frecuencia, pero ya escrita por autores consagrados, básicamente norteamericanos. Por esta razón no guardo demasiados recuerdos de la lenta agonía de los cambios de novelas en Alcalá, aunque me consta que la mayor parte de ellos debieron de desaparecer por esa época, mientras los pocos que lograron sobrevivir, como el de Jesús Manjón, evolucionaron hacia otras actividades, reduciendo el cambio de novelas hasta unos niveles puramente simbólicos. Por lo que pude comprobar en lugares como Madrid sucedió algo similar, y supongo que también en el resto de España.
Ignoro si actualmente, al igual que ocurre con el citado establecimiento, es posible cambiar novelas en Alcalá, aunque pudiera ser que en alguna de las modestas piperías que todavía sobreviven en algunos barrios siga manteniéndose esa costumbre; en cualquier caso mucho me temo que la oferta será mínima, puesto que a excepción de algunas reediciones de novelas del oeste la literatura popular, también llamado de quiosco, hace años que ha muerto en nuestro país.
Y es una verdadera lástima.
Publicado el 8-12-2001, en el nº 1.741 de
Puerta de Madrid
Actualizado el 27-7-2006