Las patatas de Quintín





Interior del bar La Abuela



Como es de sobra sabido, de un tiempo a esta parte los bares de Alcalá han alcanzado fama por sus tapas no sólo entre los alcalaínos sino también para los foráneos, hasta el punto de que a uno de estos últimos, cuando le dije que yo era de Alcalá, me respondió: “¡Ah, sí, de donde el...!” y no mentó a Cervantes, a la Universidad, a Cisneros o a cualquier otro referente complutense, sino a un conocido establecimiento famoso por sus aperitivos.

Sin embargo, y a pesar de que la oferta de tapas y raciones es ahora muy superior a la de mi infancia y adolescencia, cuando en la mayoría de los bares lo normal era que te despacharan con unos panchitos, unas aceitunas o unas patatas fritas, echo en falta que no se haya recuperado una de estas pequeñas glorias gastronómicas que tengo firmemente grabada en mi memoria: las patatas de Quintín, aunque como veremos más adelante no fue éste el único lugar donde las hacían.

Quintín era una casa de comidas -sería exagerado llamarla restaurante- situada en lo que fuera la antigua posada de San Antonio, inmortalizada por Moratín en El sí de las niñas. El edificio, que ya no existe, se encontraba en la esquina de la calle del Tinte con el primer tramo de la calle Libreros, el de los soportales para entendernos. Tenía enfrente la Casa de la Cubana, cuyo bajo estaba ocupado entonces, junto con la farmacia de Huerta, por la sucursal del Banco de Vizcaya y, en la acera opuesta de la calle Libreros, el también desaparecido bar confitería de Marón.

Si se me pide que describa a las patatas de Quintín diré que básicamente eran unas patatas al ajillo, pero esta definición se queda corta ya que tenían un toque especial por supuesto secreto, aunque corría la voz, no confirmada ni desmentida, de que el truco consistía en usar para la salsa que les daba su peculiar sabor la grasa que rezumaba de los corderos que asaban en la cocina, otra de las especialidades de la casa junto con los chispazos, un chato de vermut con gaseosa o sifón a partes iguales.

Entonces yo era todavía demasiado pequeño para ir solo a los bares, pero alguna que otra vez me llevaban mis padres y, aunque no recuerdo que me dejaran probar el chispazo, sí me comía las patatas que acostumbraban a poner de aperitivo. Y bien que me gustaban.

La especulación inmobiliaria de los años setenta dio al traste con el viejo caserón de la posada y con el establecimiento de Quintín, privándonos a los alcalaínos de sus sabrosas patatas. Cierto es que Quintín tenía un segundo -este sí- restaurante en la carretera de Guadalajara mucho más amplio que el de la calle Libreros, que se mantuvo abierto durante bastante tiempo hasta que también acabó cerrando. El edificio, situado en la confluencia de la actual Vía Complutense con la calle Tuy, sigue existiendo hoy en día aunque ha pasado por diversos avatares, no todos ellos aptos para menores. Lo que no puedo afirmar es si en éste también se siguieron sirviendo patatas, ya que entonces caía a las afueras -¡quién lo diría ahora!- por lo que quedaba apartado de los circuitos habituales de tapeo.

Aunque las patatas de Quintín merecen ser recordadas, sería injusto olvidar a sus, según el caso, competidores o continuadores. El principal de ellos era el bar Alonso, situado muy cerca de Quintín en el número 9 de la calle Libreros, justo donde ahora se encuentra un afamado bar de tapeo, y aunque mis padres no sé por qué razón me llevaban casi siempre a Quintín y no a Alonso, tengo razones sobradas para afirmar que las patatas de éste no desmerecían en absoluto de las de su vecino.

A diferencia de Quintín, Alonso no cerró sino que en 1968, según Javier Rodríguez -yo era entonces demasiado pequeño para recordar el año-, se trasladó a un edificio recién construido en el número 1 del paseo de la Estación, donde también estuvo durante muchos años la pastelería de Pastor, famosa junto con Marón, Salinas, El Postre y ¡cómo no! las Diegas por sus almendras de Alcalá. Pero ésta es otra historia distinta, aunque no por ello menos interesante.

Algo alejado del centro, pero no tanto como el restaurante de Quintín, Alonso siguió sirviendo sus patatas como aperitivo y como ración, lo que palió en parte la desaparición de su antiguo competidor. Con el tiempo el bar cambió de dueño y también de nombre -ahora se llama Danubio-, aunque sigue estando abierto y sigue ofreciendo a sus clientes las tradicionales patatas.

Fue entonces, ya avanzados los años setenta, cuando en el casco antiguo tomó el relevo el bar La Abuela, situado en la calle Cervantes. Según me ha contado uno de los dueños del local, actualmente ocupado por un establecimiento que nada tiene que ver con la hostelería, cuando el bar estaba regentado por su familia no se servían patatas, lo que coincide con mis recuerdos infantiles. Fue a raíz de un traspaso cuando su nuevo responsable, que respetó el nombre, comenzó a hacerlas. Tampoco puedo precisar una fecha exacta, pero puesto que coincidió con mis primeras cañas de cerveza con los amigos, calculo que debió de ser hacia mediados de los años setenta, cuando los domingos por la mañana íbamos a La Abuela y nos tomábamos allí una caña -el presupuesto semanal no daba para más- con su correspondiente patata de aperitivo, ya que las raciones quedaban fuera del alcance de nuestras escuálidas economías.

No sabría decir si las patatas de La Abuela eran mejores o peores que las de Quintín o Alonso, ya que no tuve ocasión de compararlas; pero a mí todas ellas me sabían muy buenas. Lamentablemente La Abuela, con su barra decorada con azulejos representando las 7+1 Maravillas del Mundo -a las siete clásicas se sumaba, supongo que por orgullo patrio del ceramista, el Monasterio del Escorial- también acabó cerrando, dejándonos compuestos y sin patatas.

Así pues, tocó explorar. Todavía no había llegado la explosión de la hostelería complutense, y aunque había muchos bares tanto en el centro como en los barrios, no resultó fácil encontrar uno donde las tuvieran. Recuerdo haber comido unas parecidas en La Chopera, un bar situado en la calle de las Vaqueras, aunque no me sabían iguales, por lo que supongo que preferir unas u otras sería cuestión de gustos personales. Como esto fue hace bastante tiempo, desconozco si las seguirán sirviendo.

También llegué a encontrar algunas más o menos parecidas en otros bares no demasiado alejados del centro. Las hubo en el Guiñol, situado en el paseo de los Curas, pero tiempo después aparentemente no las servían; no obstante, pasando hace unos días por allí descubrí que algunos de los clientes que estaban en la terraza de la acera las tenían como aperitivo. Asimismo tuvieron unas bastante buenas en El Lago, situado al final de la calle Mayor, aunque quedaban eclipsadas por el aperitivo estrella de la casa, la paella; pero el local cambió de dueños y de nombre, y se acabaron las patatas.

Mis más recientes descubrimientos han sido el bar Glofi y el bar Boy. El primero se encuentra en la plaza interior del centro comercial de Nueva Alcalá, donde me encontré con ellas dándose la circunstancia curiosa de que quienes lo regentaban no eran españoles, sino procedentes de la Europa del Este, lo que no impedía que tuvieran un apetitoso surtido de tapas y raciones típicas españolas; comentándolo con ellos, me dijeron que efectivamente habían rescatado esta antigua tapa alcalaína. Las probé y estaban buenas. En el segundo, ubicado en el paseo del Val, me pusieron unas patatas cuyo sabor, considerando lo antiguo de mis recuerdos, me resultó muy parecido al de las patatas de mi infancia.

He dejado para el final el caso peculiar de una tasquilla -aplico el diminutivo con todo el cariño- que se encontraba al principio de la calle del Empecinado, justo frente a la girola de la Magistral. Se llamaba Casa Salva y no era uno de los lugares que frecuentaba durante mis primeras y todavía esporádicas visitas a los bares. Sin embargo, años después algunos amigos míos que habían estudiado en el vecino colegio Santo Tomás me comentaron que ellos sí iban con frecuencia a comprarle bocadillos de patatas, que les venían de perlas para matar el gusanillo durante el recreo.

Pero no nos adelantemos. Pese al tiempo transcurrido, quizás sus buenos cincuenta años, recuerdo perfectamente la impresión que me dio la primera y única vez que entré allí, supongo que por recomendación de alguien puesto que de motu propio difícilmente se me hubiera ocurrido. Tras cruzar una puerta pequeña y bajar unos escalones, se entraba en lo que supongo era una de las muchas antiguas tabernas que poco a poco fueron barridas por los para entonces modernos bares al estilo -más o menos- americano: una habitación cerrada y sin escaparate con algo de aspecto de cueva, en la que sólo la presencia de un mostrador -que no barra- y varias mesas con sus correspondientes sillas indicaba su naturaleza.

Recuerdo también que me llamó la atención su decoración con un buen puñado de maquetas, no sabría decir si de casas o de barcos, fruto sin duda de las aficiones manuales de su dueño. Cuando entré la taberna estaba vacía a excepción de sus propietarios, una pareja de ancianos con ademán de ver pasar pacientemente el tiempo.

Yo iba a lo que iba, así que les pedí un bocadillo de patatas. Sí, como suena, ya que a diferencia de los bares anteriores, donde te ponían las patatas en un plato o en una cazuelita -evidentemente rezumaban salsa- y para comerlas las pinchabas con un palillo, por insólito que pueda parecer aquí te las ponían en bocadillo, aunque supongo que también las servirían como ración.

El dueño cogió una barra de pan, la cortó con un cuchillo cuidando de no partirla del todo, la abrió y, haciendo un cuenco con ella, comenzó a echarle las patatas -cocidas, evidentemente- que sacaba de una cacerola, rematando la faena con un chorrito de salsa. Me suena que me cobró un duro por el bocadillo, tras lo cual salí a la calle y me lo comí con fruición; estaba realmente bueno, aunque había que tener cuidado para no pringarse con la salsa que goteaba.

Las patatas de Salva eran distintas de las de Quintín, Alonso o La Abuela, más parecidas a las patatas guisadas que hacía mi madre; incluso su salsa era roja y no amarillenta, lo que indicaba la presencia de pimentón. Pero estaban igualmente ricas, a lo que se sumaba el exotismo de comerlas en bocadillo. Pese a que me agradó la experiencia no sé por qué razón no volví a ir allí, de lo cual me arrepiento ya que el bar acabó cerrando.

Han pasado muchos años desde entonces, y lo más parecido que se suele encontrar ahora, salvo en los casos indicados, son unas patatas zapateras o resecas, ya que las habituales “patatas de la casa” y no digamos ya las “patatas bravas” -unas vulgares patatas fritas salpicadas con salsa picante industrial- no tienen nada que ver con las tradicionales patatas de mi infancia.

Cierto es que no conozco ni de lejos todos los bares de Alcalá, por lo que no pretendo en modo alguno generalizar; pero desde mi perspectiva particular no podría recomendar ningún lugar, aparte de los citados, donde degustar unas patatas al estilo de las antiguas, pese a que las tapas elaboradas con patatas suelen ser habituales en los bares. No tienen por qué estar malas, y seguramente en muchos casos estarán buenas; pero no son lo mismo.

Y es una lástima, porque podrían convertirse en un aperitivo estrella a sumarse a las ya afamadas tapas complutenses, con el añadido de que se podrían presentar como una receta tradicional alcalaína porque realmente lo fueron. Ni su elaboración parece complicada ni los ingredientes son caros, por lo que sería fácil recuperarlas. Eso sí, habría que buscarles un nombre que sirviera para identificarlas y vincularlas a sus predecesoras diferenciándolas del resto, ya que no me consta que ni en Quintín, ni en Alonso, ni en La Abuela -ni evidentemente en Salva- contaran con nombre propio. Simplemente, bastaba con pedir “una de patatas”.

Si ustedes conocen algún bar de Alcalá donde las sirvan, les agradecería muchísimo que me lo dijeran; iría encantado a probarlas.


Publicado el 29-5-2020
Actualizado el 25-10-2024