Un artículo de Eugenio Noel





Es sabido que Alcalá aparece citada en numerosas ocasiones en las obras literarias de numerosos escritores, desde el anónimo autor del Cantar del Mío Cid hasta Camilo José Cela, por poner tan sólo dos ejemplos separados por varios siglos; pero aunque algunas de estas citas literarias son sobradamente conocidas, como ocurre con las del Libro del Buen Amor, la Galatea y el Quijote, el Buscón, diversas novelas de Galdós y tantos otros, de vez en cuando podemos encontrarnos con sorpresas no por desconocidas menos interesantes.

Éste es el caso de la obra que nos ocupa, un artículo de Eugenio Noel publicado en 1924 en su libro España nervio a nervio pero que, conforme a algunas referencias muy concretas como la de los soldados alemanes del Camerún o el centenario de la muerte de Cisneros, cabe fechar con mucha aproximación en 1917. ¿Apareció inicialmente este artículo en algún periódico? Nada puedo afirmar al respecto, aunque entra dentro de lo probable ya que el libro citado es una recopilación de artículos diversos y Noel fue, efectivamente, articulista periodístico. Lo que desconozco es la fecha y el lugar en el que pudiera haber sido publicado por primera vez, algo por lo demás relativamente intrascendente dado que el libro es fácilmente encontrable en una edición más moderna (la que yo utilicé data de 1963) de la colección Austral.

No es mi intención extenderme más de lo necesario, aunque sí creo conveniente perfilar siquiera la biografía de este autor, de nombre real Eugenio Muñoz Díaz, que nació en Madrid el 6 de septiembre de 1885, falleciendo en Barcelona el 25 de abril de 1936, en vísperas del estallido de la Guerra Civil. De origen humilde y vocación bohemia -toda su vida arrastró dificultades económicas-, cursó estudios primero en los escolapios y posteriormente en diversos seminarios -llegó a viajar incluso a Bélgica- gracias al apoyo económico de la duquesa de Sevillano, la promotora del llamativo panteón que constituye uno de los principales atractivos artísticos de la vecina ciudad de Guadalajara. Sin embargo el estado eclesiástico no debía de ser lo suyo, puesto que a principios del siglo XX empezó a correr aventuras amorosas, entre ellas con una cantante llamada María Noel de la que tomó su seudónimo literario. Asimismo comenzó a cursar Derecho en la universidad madrileña, aunque también acabaría abandonando estos estudios.




Retrato de Eugenio Noel dibujado por David Padilla
Tomado del blog literario de Cecilio Fernández Bustos


Dedicado a la literatura y el periodismo, volcaría en ellos sus ideales republicanos y socialistas, lo que le llegó a costar incluso la cárcel. Fue soldado voluntario y corresponsal de guerra en la campaña de África en 1909, y viajó varias veces a la América hispana, que recorrió en su práctica totalidad. Vehemente hasta la exageración, como buen bohemio, se embarcó en una feroz cruzada antitaurina que, junto con sus otros escritos -abordó multitud de géneros- le acarreó muchas inquinas, viéndose marginado por muchos contemporáneos suyos y siendo, aun hoy en día, un escritor maldito y desconocido para la mayor parte de los españoles actuales.

El artículo en cuestión habla de una visita del escritor a Alcalá, el cual se dejó caer por la Magistral, entonces en restauración. La visión del sepulcro de Cisneros, hoy en la capilla de San Ildefonso pero entonces allí, mueve a Eugenio Noel a considerar la figura del cardenal y, de paso, a la cultura española de su época, con la cual se muestra extremadamente crítico... Habría que ver qué hubiera pensado de la de ahora, teniendo en cuenta que entonces España se encontraba en lo que se ha dado en llamar el Siglo de Plata, algo infinitamente superior al adocenamiento cultural que nos vemos obligados a sufrir... Pero ésta es otra historia que nos desviaría mucho del objeto de nuestro interés, que es el artículo, el cual reproduzco íntegro pese a su longitud, dado que creo que merece la pena.




EL SEPULCRO DE CISNEROS EN ALCALÁ DE HENARES


Un buen paseo el de esta mañana río adelante frente a los collados del Gebel Zulema y entrando audazmente en los bosquecillos de las fincas que han acotado casi toda la orilla derecha del Henares. ¿En qué pensar por estos sitios si no es en Cervantes? El 18 de diciembre de 1580 él mismo firmaba un documento en el que declara ser natural de Alcalá. Toda su vida aventurera pasa por nuestra imaginación: su estancia en Italia, su existencia de soldado, la tragedia de Argel, sus amarguras de Madrid, Lisboa, Esquivias; su comisaría de abastos; su asendereado trajín de mercader pobre; su empleo como agente ejecutivo de la Real Hacienda; su prisión en las cárceles de Castro del Río y Sevilla; su peregrinación por aquellas posadas, en las que no había otra luz que “la que daba una lámpara que colgada en medio del portal ardía”, y en cuyas camas de cuatro mal lisas tablas tenía por cobertores las enjalmas de los machos y sábanas hechas de cuero de adarga y mantas de angeo tundido, y por colchón, uno lleno de bodoques...

Por las rondas llegamos al parque de O’Donnell y el Chorrillo. Los alemanes internados del Camerún toman el sol a grandes :zancadas o miran melancólicos los hermosos cipreses del cementerio. No sabemos por qué esos cipreses nos han traído a la memoria la Universidad y el pálido y grave semblante de Cisneros. El alma, un poco preocupada, se abandona, no obstante, al recuerdo de esta figura recia que fue allá en la adolescencia pasada en el Seminario, tema de tantas meditaciones. Y lentamente, por San Bernardo, por San Felipe, descubrimos la plaza de los Santos Niños y entramos en la Magistral, la bella iglesia tantos años en restauración.

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Sobre el sepulcro de Cisneros los operarios han colocado chaquetas y gorras. Toda la vastísima iglesia es ocupada por enorme andamiaje, y hace frío en ella. Sentado en la gradería del altar mayor, contemplo la obra de Bartolomé Ordóñez y pienso en el que descansa en humilde caja de muerto bajo esa fábrica orgullosa de piedra. Dentro de pocos días vendrán, con el aparato acostumbrado en estos casos, los celebrantes del centenario y habrá discursos, muchos discursos, los famosos discursos hispánicos, hueros de profunda exégesis, plagados de lugares comunes, copia matemática de lo que se ha venido escribiendo sobre Cisneros durante siglos, sin que por casualidad se le haya ocurrido a ninguno otra cosa que documentarse en los libros en que todos los antepasados se documentaron. ¡Ah! El que más, sin duda alguna que hablará de Prescott y aliviará de hechos el Archetypo de virtudes y espejo de prelados, no sin aprovechar la ocasión para hablar de la política de nuestros días y echar de menos en ellos un Cisneros... el Cisneros del auto de fe de Bib-Rambla.

Los centenarios entre nosotros son así: un homenaje ciego, alabanza a todo trapo, agresión y mordacidad contra los que no opinen como nosotros. El De rebus gestis de Gómez de Castro y una exhumación del discurso 12 del tomo IV del Teatro crítico de nuestro imprescindible Feijoo: he aquí lo que destellará en los cercanos días del centenario. Lafuente a todo pasto; eso tampoco faltará, como no faltará una descripción del reinado de los Reyes Católicos, con alusiones al testamento de Doña Isabel, leído en los Anales y Discursos varios, de Galíndez de Carvajal y de Dormer. Pero al verdadero Cisneros, ¿cuándo le conoceremos?... ¿Cuándo poseeremos acerca del hosco y genialísimo arzobispo de Toledo un libro ibérico que responda al concepto científico de certeza, que nos libre de las investigaciones históricas detallistas, de las orientaciones individualistas, de las influencias filosóficas que construyen estáticamente los hechos? ¿Será posible algún día que un español que ofrezca ese libro sin sistematizaciones ideológicas, un más allá sobre Lamprecht, sobre el mismo Kurt Breysig, sobre las bases étnico-geográficas que diera Lager con tan admirable acierto a su Historia de la literatura alemana? No, es posible que nos contentemos hoy en rebuscar en Lucio Marineo Sículo y Pedro Mártir de Anglería, como indica poco cuidado que se l e recomienden al pueblo los dos volúmenes sobre Cisneros de Marsollier y aun los libros de Brandier y el gran Hefele, con no haberlos superiores a ellos.

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Aquí delante de esos restos del gran Cardenal, se odian más que nunca las nubes de retórica y los aspavientos con que acostumbramos los españoles a idealizar o discutir nuestras figuras históricas. ¿Qué mayor homenaje al franciscano inmortal que conocerle tal cual fue? ¿Y qué mayor escarnio para un país que derramar, al cabo de tantos años, sobre la tumba del fundador de tantos colegios, flores de fanatismo, en vez de ideas claras de comprensión? Aunque parezca mentira, no sabemos todavía cómo fue Cimeros; es decir, sabemos poco más o menos lo que los niños aprenden en sus primeras letras. Fléchier, Balbín de Unquera, Brieva, cuantos han escrito de él, no nos satisfacen. El doctor Richter, en su libro acerca de la terminología filosófica de Spinoza, nos ha demostrado qué difícil es acertar con la significación justa que debieron tener para los filósofos los conceptos que usaron, y al mismo tiempo la necesidad en que estamos de fijarlos. Pues si en los filósofos es necesario ese estudio formidable, ¿qué no sucede en el caso de los genios de la acción? Como siempre, simplistas hasta el tuétano, temerosos de que la crítica nos cambie nuestro ídolo, preferimos y preferiremos la apologética a chorro libre, aunque nuestras ideas se acumulen en monstruosas homeomerías. Eso es muy nuestro; cuando nuestro ídolo no es aceptado en toda su deificación, parece que se le restan méritos, y antes de consentir en ello, abrumamos al icono, al kustari, de alabanzas y heroísmos con una humildad rusa. Uno de los mejores estudiantes modernos decía al que esto escribe, con cáustica frase: “Nuestros compatriotas están en eso de criterio científico al cero absoluto, a la temperatura del helio líquido o a la del horno eléctrico”. Lo triste no es que sea verdad; lo triste es que se molestan cuando se les dice. Por grande que sea una probabilidad, afirma la ciencia actual, no es nunca una certeza. Nunca es bastante en la investigación. Ante el sepulcro del Cardenal se echa de menos su figura, sin duda gigantesca, pero inexplorada; tan poco cierta en su conjunto como esa efigie yacente que colocaron en la tumba cuatro años después de su muerte. ¿Cómo fue ese fraile de facie obducta, según las Epístolas de Pedro Mártir, armígero y aun desasosegado, en sentir de Hurtado de Mendoza? Podemos imaginarle a capricho de nuestra fantasía ibera; la ignorancia y la haraganería mentales del país nos han dado ese permiso, triste permiso, que ahora aquí delante del túmulo, de nada sirve. Es decir, sí sirve; para avergonzarnos. Sólo mintiendo, sólo siendo un idólatra furibundo o un detractor contumaz podríamos imaginamos la interesante silueta de uno de los hombres más enérgicos que ha creado la meseta española. Nos queda otro recurso: acudir a los extranjeros y leer en francés la novela de Jean Bertheroy.

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Y, sin embargo, pocas figuras habrá en la vida de los pueblos tan interesantes como la de Cisneros; tan digna de tener en la inteligencia una forma concreta. Su tiempo fue el más importante período de nuestra Historia; su genio, una síntesis prodigiosa de rasgos nuestros, muy nuestros. Entre don Alonso de Carrillo y el gran cardenal Mendoza, Cisneros, es él, y nada más que él. Parece imposible que un alma pueda poseer un carácter más definido e interesante que esos dos prelados ibéricos; Cisneros es un más allá de los dos. No es sabio, y lo parece; no es santo, y merece serlo. Fue un sabio y un santo a su modo. Hacía imprimir libros, que repartía luego en los conventos de monjas, “para que no estuviesen ociosas” y quemaba a millares en Granada los libros de los moros. Cisneros es un hombre de Estado hecho en el yermo de la Salceda, y sus procedimientos son los de un abad de las antiguas Lauras, en las que los monjes se contaban por millares. En efecto, para entender al Cardenal-Regente es preciso leer la recopilación de las Reglas de los monjes de Oriente y Occidente, de San Benito de Anianom, o el libro de Veingarthem. Cuanto de él se refiere, bueno o malo, falso o verdadero, tiene el interés enorme de hacernos suponer un alma ibérica formidable. Su manera de convertir a los alfaquíes, xeques y demás morería en morisco, es profundamente ibérica, diga lo que quiera en sus Quincuagenas Gonzalo de Oviedo. Las ediciones monumentales de la Biblia complutense, de las obras de Aristóteles y del Tostado, que fueron encomendadas a otros, le han dado a él fama extraordinaria. No estaría mal que se le imitara en nuestro tiempo. Prelado el más rico de la cristiandad, empleaba su renta diocesana de 80.000 ducados en abrir escolanías. Toda su vida parece ser un alarde de energías, en las que hasta las espirituales se transforman en acción, cueste lo que cueste. La bella leyenda de la calle del Sacramento, que tan simpático le ha hecho al pueblo, debe encubrir episodios admirables. ¿Y qué más admirable que un fraile franciscano al frente de la nación más poderosa del mundo?... La más poderosa y la más difícil de manejar, ayer como hoy...


Publicado el 30-11-2002, en el nº 1.787 de Puerta de Madrid
Actualizado el 12-5-2007