El Henares de Aldovea
El Henares en el puente de la
carretera de Torrejón a Loeches
Aguas Negras... Todo un símbolo, sin duda. Porque si éste es el nombre que los planos dan al tramo del Henares correspondiente a las cercanías de la localidad de Torrejón de Ardoz, no es menos cierto que la contaminación del río en este lugar convierte al calificativo en algo sin duda sumamente apropiado; lo cual, por cierto, resulta ser lamentablemente triste.
Aguas Negras... Sin duda el calificativo precedió a la suciedad con un algo diríase que profético. Y no es que el Henares sea en este lugar estrecho o feo; muy al contrario, su cauce es aquí amplio y despejado como corresponde a un río maduro cercano ya a su final. Pero sus aguas... Sus aguas en este lugar no es que no sean ya cristalinas, que nunca en el Henares lo fueron, es que ni tan siquiera son limpias, sino putrefactas y oscuras. Cosas del progreso, dirían algunos.
Éste es el Henares que cruza la carretera que enlaza Torrejón con Loeches, un pobre cadáver de río con sus aguas tristes y corrompidas. Y el paisaje, ciertamente, tampoco ayuda demasiado a su redención: junto al doble puente de la desdoblada carretera, y ya cortado al tráfico, aparece un añoso puente de hierro que oficia hoy de oportuna pasarela peatonal, aunque al viajero le gustaría imaginárselo como símbolo quizá de lo inútiles que resultan ya las cosas a estas alturas. Aguas abajo, y cercana al río, se entrevé la silueta del palacio o castillo de Aldovea, una recia mole que parece arrancada de otra época en medio de la orgía de modernidad en que se ha convertido esta zona limítrofe entre Torrejón, San Fernando y Mejorada, fiebre malsana cuyo mayor exponente en este lugar es sin duda la faraónica y aplastante mole del también cercano barrio torrejonero impropiamente conocido con el pretencioso nombre de Parque -¿dónde está el parque, por cierto?- de Cataluña. ¿Progreso? Quizá; pero el amante del arte y la naturaleza, sin duda alguna, no ha salido sino perdiendo con tan enorme trueque. Y además, no poco.
Pero no todo estará perdido. El viajero, sabedor de que en sus últimos tramos el ya moribundo Henares presenta algunos rincones francamente interesantes, no se rendirá a la evidencia, por lo que tomando el desvío que conduce hasta el cercano y abandonado castillo -un palacio barroco en realidad- de Aldovea, se encaminará hacia allí en busca de horizontes más agradables.
La carretera que conduce al castillo de Aldovea, curiosamente perteneciente al municipio de San Fernando de Henares, y al inmediato barrio del Castillo, propiedad administrativa de Torrejón, discurre paralela a la margen derecha del río, muy próximo a ésta pero velado a la curiosidad del viajero por las frondosas arboledas que festonean sus riberas. No obstante, llegará un momento en el que el Henares, en uno de sus meandros, se acercará hasta casi el mismo borde de la ruta; la tentación es, sin duda, muy fuerte, y el viajero no tendrá por menos que detenerse para contemplar con mayor detenimiento el prometedor paisaje.
El Henares en las proximidades
del castillo de Aldovea
Éste no le habrá de defraudar. Subido en lo alto de una pequeña loma cortada a pico por el siempre laborioso río, tendrá oportunidad de contemplar desde su privilegiada atalaya cómo un Henares de aguas oscuras y profundas describe a sus pies un amplio meandro antes de desaparecer en sus divagaciones por la llanura... Porque aquí, curiosamente, parecen haberse invertido los términos que tan familiares le resultan al viajero, con una orilla izquierda vecina de una dilatada llanura -el soto de Aldovea- y una margen derecha momentáneamente convertida en un breve, aunque robusto, farallón limpiamente tajado por la paciente labor de zapa del río, al tiempo que los verdaderos cerros, por el contrario, se muestran lejanos y endebles -apenas unos insignificantes repechos- una vez que el Henares ha dejado atrás los dominios del imponente cerro del Viso.
Algo más allá del llamativo recodo el viajero alcanzará a vislumbrar un vado en el que el Henares se estrecha cual si estuviera fatigado de su anterior esfuerzo, así como una cruz de piedra plantada en la ribera del río que al parecer guarda la memoria de una de tantas barbaridades cometidas durante la pasada guerra civil. Siguiendo por la carretera verá cómo el Henares se aleja hacia el sur labrando otro de sus frecuentes meandros, perdiéndole momentáneamente de vista aunque pudiéndole seguir, eso sí, su singladura gracias al fácil recurso de las arboledas que festonean también aquí sus riberas. La carretera, por su parte, llegará hasta el alejado barrio de Torrejón y allí terminará, viéndose obligado a continuar por un pedregoso camino hasta la tapia misma que cerca el castillo. El portalón está abierto e invita a penetrar en el recinto, pero las numerosas advertencias y prohibiciones le harán desistir, bien a su pesar, de visitar el interior del por otro lado cerrado a cal y canto edificio. Sin embargo, si bien aquí la propiedad particular quizá mal entendida le imposibilita de satisfacer su curiosidad, la condición de bien público de los ríos le incitará a acercarse hasta sus riberas.
El Henares aguas abajo del
castillo de Aldovea
Siguiendo una trocha que se dirige en derechura hacia su meta, y auxiliado por las indicaciones de un amable vecino, el viajero cruzará los terrenos de un antiguo sembradío, hoy invadido por retoños de árboles, antes de encontrarse casi sin transición con un caprichoso Henares que, concluida su enésima revuelta, describe ante sus pies un enérgico giro antes de continuar se camino. El paraje es atractivo y sumamente placentero, con la vegetación de ribera alcanzando ribetes de exuberancia diríase que casi tropical, y con las aguas del río surcadas por las tranquilas aves acuáticas. La impresión de paz y tranquilidad que inspira el ambiente sería completa de no ser por la negrura ominosa de unas aguas que arrastran en su ser la pesada lacra de la contaminación, de unas aguas estigmatizadas que nunca podrán ser ya lo que fueron por muchas depuradoras que se instalen en las poblaciones ribereñas y por mucho que digan los gobernantes que la depuración es completa... Ahí mismo, ante sus propios ojos, se encuentra la prueba palpable de que el progreso nunca es, por mucho que se diga, inocente del todo. Además, ¿acaso resulta ser, en muchas ocasiones, un verdadero progreso?
Puesto que la abundante y, diríase, casi lujuriante vegetación dificulta sobremanera el paso por la orilla del río, el viajero retrocederá hasta encontrar un pequeño camino. Algo más allá se vislumbra un pinar y ¡ay! también, la presencia de un grupo de domingueros empeñados, al parecer, en gastar la mañana de forma tan incómoda como convencional. No obstante le servirán de referencia al viajero que, acercándose hasta el lugar, podrá encontrarse de nuevo con un Henares curiosamente parecido al de los familiares pagos alcalaínos, sin más diferencia en su aspecto que la que viene dada por los aquí inexistentes cerros. Ancho y tranquilo, siempre arropado por su acogedora cobertura vegetal, el Henares discurre confiado hacia su ya cercano final sabedor de que su honrosa misión ha sido ya cumplida y satisfecho de que su paso por las tierras castellanas no haya sido en modo alguno baldío.
Aún intentará el viajero continuar más adelante en seguimiento de su amable amigo, pero la presencia en lo más recoleto del pinar de un sucio y desaliñado asentamiento nómada le recomendará cejar en sus pretensiones dado que, por encima de fáciles tópicos de todo tipo, el viajero prefiere no mantener el menor trato con gente que puede resultar con toda facilidad problemática. Así pues, volviendo sobre sus pasos, retomará su vehículo y, atravesando de nuevo Torrejón, retornará finalmente a su Alcalá natal satisfecho de haber cubierto una nueva etapa que, no por cercana, dejaba de tener su importancia.
Publicado el 2-1-2010
Actualizado el 20-4-2015