El Torote, grande entre los pequeños
y pequeño entre los grandes



Aún hoy, a pesar del mucho tiempo transcurrido desde entonces, el viajero recuerda cómo hace ya bastantes años, cuando no era sino un niño ingenuo que comenzaba a descubrir maravillado las brillantes facetas del calidoscopio de la vida, se sorprendía siempre que tenía que cruzar el puente sobre el Torote con motivo de sus entonces infrecuentes desplazamientos a Madrid; en su mente infantil, implacablemente lógica, no podía caber la idea de que tan magro riachuelo llegara a ostentar nombre tan pomposo al tiempo que poco más allá podía atisbar al orgulloso Jarama, mucho más opulento en aguas que su modesto vecino por más que su nombre no llegara a ser aumentativo. De hecho, en un alarde de racionalismo llegaba incluso a divagar sobre la conveniencia de intercambiar los nombres a ambos cursos de agua en el convencimiento de que el pretencioso nombre de Torote cuadraría mejor al importante afluente del Tajo mucho antes que al humilde riachuelo que poco más allá rendía sus pocas aguas al cercano y serpenteante Henares...

Pasados los años y habituado por mor de sus obligaciones, estudiantiles primero y laborales después, a realizar diariamente un viaje de ida y vuelta desde Alcalá hasta la villa de Madrid, el viajero ya no se sorprende a su paso por el metálico y traqueteante puente del ferrocarril bajo el cual discurren las aguas del brioso arroyuelo en busca de su ya cercano final; pero el viajero sabe que el allí moribundo Torote arrastra tras de sí una historia intensa, aunque breve, que sirve para diferenciarlo nítidamente de todos los numerosos y casi anónimos arroyos que jalonan el curso del Henares, aproximándose por tanto a sus hermanos mayores con alguno de los cuales puede rivalizar incluso, si no en longitud de su curso, sí en importancia de su caudal, abundante y fluido en épocas húmedas a pesar de que se vea muy mermado en las cercanías de su desembocadura víctima de la aridez de su propio lecho, circunstancia que convierte al Torote en un Guadiana en miniatura.

Nace el Torote, a decir de los geógrafos, en las proximidades de la localidad de Fuentelahiguera de Albatages, perteneciente a la provincia de Guadalajara, y a poco cruza ya briosamente la carretera que enlaza Fuentelahiguera con Viñuelas siendo aún poco más que un regatillo al que sin duda le quedaba muy grande el pomposo título de Río Torote que otrora campeara a ambos lados de éste su primer puente... ahora dos, ambos vecinos, ya que el arreglo de la carretera supuso la rectificación de su trazado con objeto de suprimir varias curvas, persistiendo la estrecha y deteriorada calzada antigua.




El recién nacido Torote, todavía minúsculo, en la carretera de Fuentelahiguera de Albatages a Viñuelas


Aquí el viajero curioso podrá remontar fácilmente su curso, apenas un rasguño trazado en el seno de un campo florido y exuberante en esta lluviosa primavera, no sin antes salvar el obstáculo de un pequeño afluente tan ínfimo como el Torote que en ese mismo lugar se le reúne. Continuando río arriba podrá también comprobar cómo el recién nacido Torote gusta ya de juguetear con las lomas de su margen izquierda, aquéllas que le dan un curioso parecido con un Henares en miniatura, descarnándolas con los dedos erosivos de las pequeñas torrenteras que vienen a morir a su cauce.

Según los mapas el Torote remonta aún, vallejo arriba, durante tres o cuatro kilómetros hasta llegar a sus fuentes plebeyas, privadas del padrinazgo de la no muy lejana sierra por culpa de sus hermanos mayores Sorbe y Jarama, que se encargan de drenar hacia uno u otro lado las aguas que generosamente ésta aporta. Se trata de una caminata si no fatigosa, sí demasiado larga para lo que el viajero espera encontrar: un humilde y anónimo nacimiento fértil tan sólo en épocas lluviosas y carente evidentemente de espectacularidad alguna. Por tal motivo el viajero, pragmático al fin como buen hijo que es de su tiempo, decidirá renunciar a tan magro espectáculo prefiriendo dirigir su mirada hacia la otra margen de la carretera, la que mira río abajo allá donde un Torote engrosado con la reciente aportación de su modesto tributario discurre por un cauce bien marcado y anchuroso para sus pocas ínfulas, muy distinto por lo tanto del breve arañazo de aguas arriba.

No puede evitar pensar el viajero que este cauce pueda no ser obra en su totalidad del voluntarioso pero aún endeble y en definitiva recién nacido riachuelo, y la existencia de unas cercanas graveras no hace sino acrecentar sus sospechas; pero, dispuesto a concederle el beneficio de la duda, decidirá finalmente considerar que la modestia actual del mismo pudo muy bien no haber sido tal en épocas pretéritas de pluviosidad más generosa. Al fin y al cabo, la vida de un hombre no deja de ser fugaz en comparación con el longevo devenir de los ríos.

Discurre a continuación el Torote por terrenos poco accesibles, no por lo abrupto de los mismos sino a causa de la sempiterna falta de carreteras; esto hace que el viajero no pueda volver a encontrárselo hasta que, después de haber efectuado un considerable rodeo, arribe finalmente a la recoleta villa de Galápagos, llamada así quizá por la existencia actual o, cuanto menos anterior, de estos quelonios en sus aguas abundosas que harán mayor en este lugar al Torote merced al aporte de varios arroyos que en sus cercanías le desaguan. Entre estos afluentes descuella el arroyo de Valtajar o Albatajar, su principal tributario que a decir de los expertos fue en su día arrebatado al vecino Camarmilla merced al expeditivo método de la captación de sus caudales por parte de un Torote que dejó a su expoliado vecino privado de todo su curso superior... Y es que hasta entre los ríos existen ladrones.




El Torote a su paso por el puente de la carretera N-320


Mas no nos anticipemos. Llegado por la otrora carretera comarcal -ahora Nacional 320- que enlaza Guadalajara con Torrelaguna y la autovía de Burgos, el viajero se llevará la sorpresa de reencontrarse con un Torote que se permite el lujo de discurrir bajo el largo y flamante puente que recientemente sustituyó a su destartalado antecesor, ahora arrumbado a su vera sin que nadie se haya molestado en demolerlo. Este puente nuevo resulta ser a todas luces desproporcionado con los magros caudales que discurren por él aunque no tanto, justo es decirlo, con el amplio y encharcado cauce testigo sin duda de pasados tiempos en los que los ríos de estas comarcas eran más opulentos en aguas que ahora. Pero lo que más chocará al viajero, sin duda, será el diferente aspecto que presenta el Torote a ambos lados del puente: Así, mientras río arriba el Torote se muestra ambicioso y serpenteante por un cauce que le viene bastante grande, río abajo las crudas dentelladas de unas graveras convierten su curso en un paraje desolado y diríase que casi lunar por el que discurre resignado nuestro riachuelo en busca del ya no lejano Henares, imagen descarnada que contrasta vivamente con el aspecto alegre y desenfadado de la margen opuesta de la carretera. Y es que el progreso, muy a menudo, se revela reñido con la estética y con la naturaleza.

Pero no todo habrá de ser negativo, y ciertamente la visión del Torote en las proximidades de Galápagos tendrá la virtud de hacer olvidar al desencantado viajero el deprimente espectáculo que se muestra ante sus ojos. Situada esta villa alrededor de unos tres kilómetros aguas arriba de la carretera nacional, está enlazada con ésta merced a una estrecha carretera local que, arrancando a la vera del puente, discurre paralela a la margen derecha del Torote hasta alcanzar finalmente el caserío, donde concluye su breve trazado. Pero antes de encaminarse al pueblo, y dado que según el mapa esta última carretera no lo permite, el viajero optará por dirigir sus pasos a la modestísima desembocadura del Albatajar, el cual confluye con éste por su ribera opuesta, la izquierda. Para llegar allí deberá dejar el coche en la cuneta de la carretera nacional al otro lado del puente y dar paseo de unos centenares de metros, bordeando el que fuera solar de la otrora amurallada villa de Alcolea de Torote, cuya ilustre historia (llegó a disponer de alfoz propio) no le libró de perder a su último habitante en 1836. Hoy no queda ya nada del caserío, demolido a raíz de su despoblación, siendo su único vestigio la pelada loma donde éste se asentara.




Confluencia del Torote (al fondo) con el Albatajar (derecha)


Una vez alcanzada su meta, el viajero comprueba que, en realidad, poco es lo que hay que ver en la confluencia de los dos regatos, oculta tras unos espesos cañizales; no obstante esto bastará para saciar su curiosidad quizá exagerada, pero legítima. De esta manera, podrá comprobar que los dos pequeños cursos de agua que allí se hermanan andan parejos en caudales y paralelos, o casi, en sus respectivos cursos, por lo que bien podría aplicárseles, tomándose una licencia histórica, la famosa divisa de los Reyes Católicos, puesto que tanto monta el uno como el otro.

Volviendo sobre sus pasos el viajero retorna a su vehículo, cruza de nuevo el puente y, esta vez sí, enfila la carretera que conduce a Galápagos discurriendo siempre paralela al Torote. A pesar de su cercanía al río no es posible contemplar desde ella el curso de éste, por hallarse oculto tras la densa arboleda que envuelve sus orillas. A modo de compensación, cruzarán bajo ella no menos de cinco arroyuelos que van a rendir humilde tributo a su inmediato señor; una cantidad ciertamente llamativa tanto por lo breve del recorrido como por lo reseco de las comarcas limítrofes.




El Torote en Galápagos


Galápagos es un pequeño y atractivo pueblecito a cuyas espaldas discurre un Torote inesperadamente adulto y anchuroso, muy distinto pues del pequeño regatuelo de apenas diez kilómetros aguas arriba. Un Torote que incluso se puede permitir el lujo de recortar con sus aguas todo un conjunto de curiosos accidentes orográficos en miniatura, como si de un río de verdad se tratase. Sorprende ciertamente al viajero esta llamativa metamorfosis que ha tenido lugar antes de las importantes aportaciones hídricas que el río recoge aguas abajo del pueblo, lo que le sirve asimismo para resarcirse con creces del regusto amargo que le dejaran las cercanas graveras. Es ésta así la primera muestra de una versatilidad de la que hará gala frecuente el Torote prácticamente hasta su misma desembocadura, una versatilidad que le hará mostrar sucesivamente aspectos muy diferentes entre sí y no todos, lamentablemente, tan atractivos como el que ahora se muestra ante los ojos del complacido viajero.

Pero aún le queda bastante por recorrer al Torote el cual, una vez dejadas atrás las malhadadas graveras, penetra a decir de los mapas en la comarca alcalaína bordeando las tierras de Ribatejada sin aproximarse demasiado a esta población para hacer, a poco, lo mismo con Serracines, un pequeño pueblo dependiente administrativamente de Fresno de Torote que, por mor de las urbanizaciones que son esa plaga que ha sembrado nuestros campos de verrugas capitalinas, acabó por rebasar en importancia a la propia cabecera del municipio, despojándola incluso de la titularidad al trasladarse a él la sede municipal.

Al fin en Fresno, como bien indica su apellido, el río se acercará hasta las mismas estribaciones del caserío, apenas un puñado de viviendas arracimadas en torno a la iglesia parroquial y a un antiguo palacio hoy convertido en casa de labor; y es que, de hecho, bien pudiera decirse que Fresno es todo plaza, puesto que la práctica totalidad de sus hogares se distribuyen alrededor de este espacio abierto en el que se alzan también sus dos únicos edificios singulares. Será Fresno el nuevo lugar de encuentro entre el Torote y el viajero, obligado este último a recorrer una carretera (la de Ribatejada a Daganzo) alejada hasta ahora del río aunque atravesada por numerosos arroyos y regueros tributarios del mismo, algunos hondos y resecos como el arroyo de Valdebecerro y otros con nombres tan tétricos como el reguero del Charco del Muerto.




El Torote en Fresno


Pero hablemos del río, que discurre plácidamente a escasos metros de la espalda del pequeño pueblo por entre una apacible fresneda que justifica plenamente el nombre que recibe la villa; y, paradojas del destino, la mínima importancia del caserío se ve compensada con creces por los aires de grandeza de un Torote que juega de nuevo a ser mayor discurriendo por un amplio y profundo cauce festoneado a ambos lados por unos añosos fresnos que dan al paisaje un tranquilo y bucólico aire que bien pudiera ser un digno escenario para las novelas pastoriles que fueran tan populares durante el Siglo de Oro. Realmente al viajero no le parece encontrarse en las riberas del modesto Torote sino mucho más allá, en el corazón mismo de la provincia de Guadalajara, allá por donde discurren serpenteantes los afluentes mayores del Henares e, incluso, el propio río mayor en su lozano y juvenil curso alto.

Una vez rebasado Fresno nuestro Torote, que es río al parecer poco amante de la vecindad humana, se aleja una vez más de la carretera que conduce a Daganzo así como de esta misma población, por lo que de nuevo resultará difícil recorrer a pie el curso del riachuelo. Optará pues el viajero por recorrer en su vehículo la citada carretera, limitándose a contemplar a su izquierda cómo el Torote se anuncia no mucho más allá conformando un escarpe en la vecina meseta que presenta desde allí un curioso parecido con las estribaciones alcarreñas que lame el Henares en las cercanías de Alcalá. Sabe no obstante el viajero que el Torote bañará a la ermita de la patrona de Daganzo, la Virgen del Espino, para luego recoger las aguas de algún que otro pequeño afluente. Sabe también que a poco se encajonará en un pequeño desfiladero al tiempo que, de una manera discreta y callada, penetra en el término municipal complutense, al que servirá más o menos de frontera occidental desde ese punto hasta la misma desembocadura.

Aproximadamente a mitad de camino entre Alcalá y Daganzo se cruzará el Torote con la antigua carretera comarcal, ahora degradada a local, que enlaza ambas localidades pasando ahora bajo un puente recientemente remodelado, a pesar de lo cual logró conservar su atractivo aspecto original. En este lugar podrá aprovechar el viajero para contemplarlo a sus anchas, aguas arriba del puente, en forma de río maduro el cual, dentro de su modestia, sigue semejando ser un pequeño Henares merced a lo encajado de su cauce y a su notable disimetría, que se traduce en una áspera escarpadura que conforma la abrupta y elevada orilla izquierda en marcado contraste con la mucho más suave ribera izquierda; se trata, en definitiva, del mismo paisaje que ya vislumbrara desde la carretera de Fresno y que ahora puede contemplar de cerca mostrándosele como una versión en miniatura de las cercanías del conocido puente Zulema, con un Henares perezoso y remolón aquí sustituido por un pequeño y juguetón Torote; incluso las cuestas que es preciso remontar apenas cruzado el puente en dirección a Alcalá consiguen engañarlo momentáneamente manteniendo viva en su mente la ilusión de un Gurugú en miniatura... Pero el Henares queda todavía a bastantes kilómetros más allá mientras el Torote, ajeno como buen río que es a todas las flaquezas humanas, continúa impasible su camino en busca de nuevos horizontes.




El Torote a su paso bajo el puente de la carretera vieja de Alcalá a Daganzo


Del mismo puente arrancaba un camino que, descendiendo por el empinado talud, discurría paralelo a la margen derecha del riachuelo durante un trecho, camino que hacía rememorar al viajero, no sin nostalgia, cómo cuando era todavía un niño venía con frecuencia a bañarse en la balsa que existía aguas abajo de este mismo puente... Época que le queda ya ciertamente muy lejana no sólo en el tiempo sino asimismo en sus motivaciones. Y es que estos dorados recuerdos infantiles de los cuales se sabe positivamente que ya no volverán, son siempre los más añorados no por su importancia intrínseca, sino por su valor sentimental.

Retornando al presente el viajero podrá comprobar cómo el Torote cruza por debajo de un par de ojos de la media docena con la que cuenta el para él anchuroso puente -y eso cuando va abundoso de aguas- dejando el resto de los mismos huérfano de caudales salvo en las excepcionales avenidas con las que, de tanto en tanto, pretende demostrar que él también sabe comportarse como un río mayor. Pasado el puente, y siempre a la vera del camino, el riachuelo discurre por un cauce estrecho y pequeñín que, sin llegar quizá a estar tan encajonado como aguas arriba, sí presenta una considerable diferencia de alturas entre ambas orillas mientras éstas, a su vez, conforman un pequeño valle -llamarlo cañón sería demasiado exagerado- que se hunde unos cuantos metros en relación con el nivel de la llanura circundante... Y es que la vecina meseta -la cota de los 650 metros, a decir de los mapas- que apenas unos centenares de metros atrás mostrara ese curioso aspecto de Gurugú en miniatura, aquí se ha retirado de la vecindad del río acabando repentinamente con esta similitud.




El Torote a su paso bajo el puente de la nueva carretera M-100


Pero es la mano del hombre quien ha alterado de forma irreversible el paisaje. La construcción de la nueva variante de la carretera de Daganzo, ahora flamante M-100, ha hecho que le creciera un nuevo puente al Torote apenas cien metros aguas abajo del antiguo. Ambos cumplen con idéntica misión, eso es cierto, pero qué diferencia entre ellos. Mientras el antiguo muestra en sus arcos una agradable armonía dibujada por la conjunción de la piedra y el ladrillo, el nuevo no puede ser más funcional -ni más feo- con sus recias vigas sostenidas por unos fuertes pilares sólidamente clavados en la ribera de un río al que le basta, aun en épocas de crecida, con menos de la mitad del pretencioso puente. Será útil esto es algo que no discute el viajero, pero carece por completo del encanto de su hermano mayor. ¡Ay del progreso que osa matar a la poesía!

Discurre ahora el Torote entre cañaverales dejando a su diestra una pequeña aunque amena alameda que, víctima probable de visitantes poco escrupulosos, ralea peligrosamente viendo ya lejanos los tiempos en los que floreciera esplendorosa. Algo más allá el valle, hasta ahora estrecho, se abre un tanto permitiendo la expansión de la alameda -lo que queda de ella- al tiempo que el río se remansa en lo que fuera la balsa de la niñez del viajero... Balsa que ya no existe al haber sido removida en algún momento la tosca represa que retenía el agua, por lo que hoy tan sólo queda un ensanchamiento del cauce que no impide que, en períodos de fuerte estiaje, el pobre Torote se quede tan seco aquí como en cualquier otro lugar de su curso. Es por esta zona aproximadamente -el viajero no ha podido acercarse, por lo que se ve limitado a vislumbrarlo en lontananza- donde el Torote es atravesado por un nuevo puente, esta vez el de la autopista de peaje Madrid-Guadalajara, el cual se alza aguas abajo del de la carretera de Daganzo mostrando un aspecto similar al de éste, es decir, feo y funcional.




El Torote junto a la antigua carretera de Ajalvir


Más allá de la alameda, o de lo que quede de ella, se perderá el Torote en dirección sur por lo que el viajero, volviendo sobre sus pasos, tomará la carretera en dirección a Alcalá para, una vez allí, abordar la que hasta hace unas décadas conducía a Ajalvir y hoy muere en la puerta trasera de la base de Torrejón. Sabe que poco antes de llegar al recinto militar la carretera cruza el Torote tres o cuatro kilómetros aguas abajo del lugar que visitara anteriormente, por lo que hacia ese lugar encaminará sus pasos con objeto de poderle hacer una nueva visita al riachuelo. Una vez allí podrá comprobar cómo ha variado el aspecto del mismo, con el estrecho valle convertido ahora en una amplia y arbolada llanura por la que el Torote discurre perezoso, cruzando indolente bajo el puente antes de perderse definitivamente en lontananza, donde se atisba la recia mole del cerro del Viso junto a cuyas laderas viene nuestro riachuelo a morir. Puente, por cierto, que semeja ser el hermano pequeño del alcalaíno del Zulema, con tan sólo con dos arcos -pese a que al Torote le hubiera bastado con uno solo- curiosamente dispares entre sí, de medio punto el primero -el que cae hacia la base- y más ancho y rebajado su compañero del lado alcalaíno.




El puente sobre el Torote de la antigua carretera de Ajalvir


Todavía una nueva experiencia, singular a todas luces, le quedará por pasar, antes de que pueda confundir definitivamente sus aguas con las del Henares, cuando nuestro inquieto riachuelo se introduzca resueltamente en el interior del imponente recinto militar... Aunque, por mejor decir, más bien es la alambrada de ésta la que salta más allá del río para, penetrando un kilómetro largo en el término municipal alcalaíno, dejar discurrir tranquilamente por su recinto a nuestro pacífico Torote, un Torote que no obstante su habitual mansedumbre ha dado ya más de un disgusto cuando alguien ha osado menospreciarlo. Y es que el Torote, dentro de su modestia, también sabe hinchar sus aguas siempre que necesita demostrar que él no es en modo alguno uno más de los numerosos arroyos y regatos que van a desaguar al padre Henares, sino un río hecho y derecho por más que sea parco su caudal.

Pero el Torote, que no es en modo alguno amigo de efusiones castrenses, abandonará con rapidez el recinto militar para cruzarse poco después, y en rápida sucesión, con nada menos que tres puentes: el de la nueva variante de la autovía A-2, nuevecito y flamante, tan funcional como poco estético y ahora desdoblado para soportar la vía de servicio de ésta; el metálico y decimonónico del ferrocarril, con su regusto de tiempos pasados aderezado por el fugaz traqueteo con que inevitablemente obsequia a los viajeros, junto al pegote adosado del nuevo puente diseñado para soportar el desdoblamiento de la vía férrea; y por último el de la vieja travesía de la carretera nacional, antañón e irreconocible con su fábrica dieciochesca mutilada y deformada merced a los pegotes modernos a él añadidos en un intento sin duda necesario, pero innegablemente desafortunado, de ensanchar la carretera. Fue precisamente este pobre puente, ahora despojado de sus pretiles, el que vino a sustituir al anterior vado, tan problemático en invierno que hizo exclamar jocosamente al poeta alcarreño naturalizado alcalaíno León Marchante, allá por el siglo XVII, que el pobre Torote era en este lugar un mal-vado...




El Torote entre los puentes del ferrocarril y de la antigua carretera N-II


Mas volvamos a nuestro río, que atraviesa estos parajes de una manera más bien anodina y completamente diferente a la que mostrara aguas arriba, embutido ahora en un impersonal y desnudo cauce carente de todo atractivo tanto geológico como vegetal, cauce todo hay que decirlo modificado por la voluntad de los ingenieros que trazaron años ha la variante de la carretera nacional... Y cauce que volvió a ser profundamente transformado poco después, en el tramo comprendido entre los puentes del ferrocarril y de la antigua carretera, con motivo de la construcción de una estación de aforo destinada a domeñar los ímpetus del Torote y que, paradojas del destino, éste se llevó por delante apenas estrenada en una de sus invernales riadas. Reparada la estación de aforo, forma ésta hoy una balsa de agua que, junto con unos cuantos viejos álamos que asientan sus raíces en la margen izquierda y otros tantos arbolillos recién plantados en la derecha, constituyen el único intento de adornar un tanto el desolado paisaje.

Y así, el maltratado Torote cruza bajo los arcos del último de los puentes ignorante de que la muerte le acecha poco más allá de este último obstáculo y no precisamente revestida con unos ropajes gloriosos sino, muy al contrario, camuflada con vestiduras humildes y calladas tal como corresponde en el fondo al que no es sino un modesto tributario del orgulloso Henares. Hasta hace poco su lecho arenoso y permeable absorbía la mayor parte de las aguas, que es como decir las energías del humilde riachuelo, lo que le hacía imaginar al viajero un agotado Torote incapaz de recorrer los últimos metros que le separaban del fraternal abrazo de su hermano mayor, un Torote abocado en definitiva a una triste desaparición que le convertía efímeramente en un Guadiana chico ingenuo émulo del célebre río manchego. Por ello, y aprovechando un período de sequía que agotó completamente su curso, se realizaron unas obras de canalización que abrieron en mitad del lecho un modesto cauce artificial destinado a llevar con prontitud al Henares las magras aguas que no eran sorbidas por las sedientas arenas, y que antes remoloneaban perezosas entre los carrizos que medraban al abrigo de la humedad.




Desembocadura del Torote


Tan bien le sentó al Torote el nuevo atajo, que ese mismo invierno se le hincharon las aguas, creyéndose río de verdad y desdeñando el estrecho cauce por el que querían domeñarlo, para extender orgulloso sus dominios por la totalidad del lecho. Claro está que tamaña efusión no duró demasiado tiempo, por lo cual una vez calmados los ímpetus del riachuelo éste retornó a su placidez habitual abandonando los terrenos conquistados para conformarse con el angosto camino que le habían trazado, el cual se dedica a labrar con parsimonia en un intento quizá de limarle su rígida artificialidad.

¡Cuán lejos está ya el orgulloso Torote de sus efusiones de Galápagos y Fresno, cuán lejos también del retozón riachuelo de las tierras altas complutenses! En los escasos centenares de metros que median entre el puente y la cercana ribera del Henares el Torote no será sino un humilde hilillo de agua que se entrega silenciosamente al Henares, y eso gracias a la ayuda de quienes evitaron que las sedientas arenas de su lecho y los ávidos carrizos que arraigaban con profusión en su lecho fueran los únicos beneficiarios del precioso líquido.




Vista aérea de la desembocadura del Torote. Fotografía tomada de Bing Maps


No, no se puede hablar de una desembocadura gloriosa, ni tan siquiera honorable, por más que ya hayan desaparecido las plantas acuáticas que antaño perdían el respeto al pobre Torote subiéndosele a las barbas hasta el punto de convertir a su exangüe cauce en un exuberante vergel en el que el agua, su natural inquilino, se veía prácticamente imposibilitada de avanzar entre tan enmarañado manto verde que medraba a su antojo en la amplia charca en la que aquí estaba convertido el lecho del río. Ahora, por el contrario, las aguas fluyen ligeras y sin obstáculos hasta llegar a su meta, pero el triste aspecto del moribundo Torote en nada recuerda ya a sus alegres aventuras de aguas arriba.

Y el viajero, que esperaba sin duda un final más feliz para tan simpático riachuelo, habrá de marcharse con un punto de amargura en su semblante pensando como el poeta que algunos ríos, a imitación de las personas, llegan a su final tristes y decrépitos.



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 28-8-2015