La aventura del Dulce
El Dulce a su paso por Jodra del
Pinar
El río Dulce, amén de ser uno de los principales afluentes del Henares, es también el responsable de uno de los parajes más atractivos de la cuenca del mismo, las hoces de Pelegrina, La Cabrera y Aragosa, catalogadas como parque natural en virtud de su gran interés paisajístico y elegidas por el malogrado Félix Rodríguez de la Fuente como base de operaciones para algunos de sus más celebrados programas.
Sin embargo, y a consecuencia de este regalo de la naturaleza o, quizá más bien, obligado por lo accidentado del terreno, lo cierto es que no existe ninguna ruta fácil que permita recorrer en su totalidad el curso de este río como no sea el socorrido recurso de los propios pies del viajero, poco acostumbrado justo es decirlo a utilizar sus propias fuerzas siempre que falle el recurso a la motorización. Por ello todo aquél que no quiera, o no pueda, recurrir a esta opción, forzosamente habrá de verse obligado a describir numerosos rodeos sin que, ni aún con ellos, consiga tener fácil acceso a algunos puntos de su accidentado curso.
Es por tal motivo por el que, una vez conocido su nacimiento, el viajero deberá apartarse momentáneamente de su curso para, tomando la carretera que conduce a la pequeña y perdida aldea de Jodra del Pinar, volver a encontrarlo varios kilómetros aguas abajo de su origen en forma de río ya definitivamente formado, aunque todavía modesto en sus caudales. Discurre plácidamente el Dulce por su minúsculo valle, todavía un suave rasguño que en nada predice su futuro frenesí excavador; y es junto al altozano en el que se alza el caserío, al pie mismo del puente que conduce hasta el mismo, donde tiene lugar su confluencia con el río o arroyo de Saúca, corriente de agua tan minúscula como la suya pero que tiene la virtud de doblarle prácticamente su todavía magro caudal convirtiéndole a partir de entonces en un riachuelo juguetón al cual sin duda el valle por el que discurre le viene demasiado grande para sus modestos ímpetus a pesar, incluso, de sus engrosadas aguas.
Pero el Dulce, al igual que aquellas muchachas que pasan de niña a mujer en rápida e imperceptible metamorfosis, sufrirá una profunda mutación en los recónditos parajes situados aguas abajo de Jodra, lugares de muy difícil acceso debido a lo accidentado de los mismos, para volver a aparecer ante los ojos del viajero con un aspecto completamente distinto del anterior justo en el lugar en el que la carretera local que enlaza la autovía A-2 con Sigüenza vía Pelegrina diseca el profundo barranco que el bravo riachuelo ha comenzado a labrarse en el seno de la dura roca que ahora se interpone en su camino.
Aquí, ciertamente, la opinión del viajero sobre este río habrá de verse necesariamente modificada. Pequeñito y juguetón, mas necesariamente merecedor de todo respeto, el Dulce ha excavado en este lugar un profundo y estrecho tajo en el que se apiña una exuberante vegetación que hace contrastar aún más la honda frescura de la vega con la reseca desnudez de los páramos que la flanquean. El viajero se pregunta cómo el modesto riachuelo de aguas arriba se puede mostrar ahora tan orgulloso sin mediar la aportación de ningún afluente sea éste grande o pequeño, y son los expertos quienes vendrán a aclararle que es la naturaleza del terreno la que tiene la virtud de realizar el aparente milagro: Al discurrir el lecho del Dulce sobre un terreno rocoso que es lo mismo que decir impermeable, afloran al mismo todas las aguas que otrora discurrieran subterráneas y, por lo tanto, ocultas.
La Hoz de Pelegrina vista
desde el Mirador de Féliz Rodríguez de la Fuente
Pero olvidándose por un momento de disquisiciones geológicas, lo cierto es que el viajero se encuentra ahora frente a la afamada hoz del río Dulce, un paisaje que parece arrancado casi por milagro de alguna región de pluviosidad más generosa para acabar siendo trasplantado a una de las comarcas más adustas de la árida, aunque nunca desértica región castellana; pero no se trata de ningún espejismo sino de una magnífica realidad que puede ser contemplada en todo su esplendor gracias al mirador que, dedicado a Félix Rodríguez de la Fuente, se alza en el borde mismo de la abrupta escarpadura invitando al viajero a regalar su mirada con el amplio y atractivo panorama que se extiende ahora a sus pies.
Y, si contemplada desde arriba la hoz presenta este magnífico aspecto, ¿cómo será desde abajo, desde el mismo cauce del río? La solución no es difícil: le bastará al viajero con tomar el desvío que, poco más allá, conduce al cercano pueblo de Pelegrina, mínimo caserío colgado en la ladera del barranco con las vigilantes ruinas del castillo erguidas aún en estéril defensa frente a un inexistente enemigo.
La opción es, pues, doble para el viajero: bajar hasta el serpenteante río o subir hasta la desmochada fortaleza. Si opta por lo primero, una breve caminata a través de un pedregoso sendero le permitirá introducirse en el interior de la fresca y densa alameda que festonea el cauce del río, precioso estuche vegetal que guarda con primor al breve y juvenil curso de agua quizá no mucho más abundoso en caudales que en Jodra, pero definitivamente revalidado en su carácter de río serio y formal. El viajero quisiera imaginar ubicados aquí los ingenuos romances pastoriles cantados por los poetas renacentistas; pero en tan agradable paraje no hay ya ni pastores ni pastoras sino, a lo sumo, algún que otro excursionista acampado a corta distancia de las riberas del río.
Y del hondo frescor del valle a la ruda aridez del otero sobre el que se alza el arruindo castillo, vigía privilegiado de las tierras que bordean la hoz. Y, aunque su función militar hace ya mucho tiempo que quedó completamente olvidada, el mirador de la antigua fortaleza permitirá aún al viajero disfrutar de una interesante e inesperada vista, con el peñasco que sirve de sostén al castillo y la no menos impresionante roca alzada al otro lado del estrecho barranco sirviendo de llave y custodia de una hoz que termina bruscamente como si estuviera cansada ya de proteger al río de los rigores de la meseta castellana.
El Dulce, ya sosegado, a su
paso por Pelegrina
Más allá de estas Scila y Caribdis en miniatura el Dulce se verá abandonado a su propia suerte en un valle que, en contraste con la acogedora caricia de la hoz, habrá de parecerle sin duda tan vasto como inhóspito; y es que, aunque el vallejo por el que ahora se ve forzado a discurrir no pasa de ser un modesto surco trazado en la carcomida piel de las serrezuelas segontinas, comparado con la estrechez protectora de la cercana hoz no tiene por menos que parecer inmenso y desproporcionado para un río que apenas si ha comenzado a ser mayor.
Sin embargo, a pesar de lo que pueda parecerle al viajero inadvertido la gesta del Dulce no ha terminado aún. Y así, poco antes de alcanzar el pequeño pueblo de La Cabrera, apenas tres o cuatro kilómetros río abajo pero cerca de quince por carretera, el Dulce volverá a encajonarse en una nueva y estrecha hoz que sólo consentirá en abrirse apenas lo suficiente para que el caserío pueda recogerse en sus orillas abrigado por los escarpados riscos que sirven de protección al protegido valle.
El Dulce en La
Cabrera
Al contrario que en Pelegrina, cuyo castillo se vislumbra en la lejanía al descender al valle desde la alta paramera por la que discurre la carretera de Sigüenza, la hoz de La Cabrera es menos áspera y salvaje aunque no por ello se ve mermada en su atractivo; y así, mientras Pelegrina se veía forzada a recostarse en el brusco talud de la hoz, La Cabrera por el contrario puede permitirse el lujo de dejarse abrazar por las aguas del Dulce, el cual llega a atravesar dócilmente el caserío dejando al otro lado de su curso tanto a la modesta iglesia como al puñado de casas que la flanquean.
De esta manera el barrio del Transdulce (y perdón por el forzado aunque preciso neologismo) está unido al resto del caserío por un puente de piedra que, si bien no puede contar entre sus blasones el ser obra de romanos o aún del medievo, no por ello deja de tener su atractivo con un Dulce desdoblado pasando por entre sus modestos tajamares, porque aquí el cauce del riachuelo se duplica para desconcierto del viajero no avisado y regocijo del amante de las truchas... Claro está, esto merece una explicación: A la derecha discurre el Dulce bullidor, corriendo con la impaciencia propia de los ríos juveniles. A la izquierda, y a muy corta distancia, lo hace plácidamente el canal que tomando las aguas del mismo las conduce hacia la cercana piscifactoría -un antiguo molino adaptado a los nuevos tiempos- donde crecen las afamadas truchas que dan renombre gastronómico al pueblo y al río. Dos destinos, pues, bien distintos para unas aguas con un origen común que volverán a reunirse río abajo en busca de un final asimismo afín.
Bella estampa del Dulce
a su paso por La Cabrera
Fotografía tomada de
senderistas.en.eresmas.com
Puesto que el único acceso por carretera con que cuenta La Cabrera es el que, remontando un barranco anónimo, enlaza con la comarcal que conduce a Sigüenza desde la autovía A-2 una vez pasada Lecanda, el viajero motorizado habrá de repetir de nuevo la operación anterior desandando sus pasos para ir de este pueblo a Aragosa, siguiente etapa de la ruta, que cuenta asimismo con un acceso similar. Esto le privará de nuevo del placer de descender por el curso del Dulce, excursión no obstante no muy dificultosa siempre y cuando se desee ejercitar las piernas. Y, ciertamente, la caminata se lo merece gracias a la encajonada hoz que de nuevo viene a labrar el río en la dura roca que le sirve de lecho.
No obstante, tampoco habrá perdido el viaje aquél que prefiera alcanzar Aragosa por la única carretera existente y que, como ocurre con la mayor parte de éstas, parece haber querido buscar deliberadamente los parajes menos atractivos por los que discurrir. Sin embargo, en esta ocasión las cosas son muy distintas, ya que desde el mismo inicio del desvío, situado junto al puente por el que el Dulce, libre ya de su dogal pétreo, atraviesa la comarcal, podrá comprobar el viajero cómo la ruta merecía realmente la pena, al remontar la estrecha carretera el curso del río internándose casi imperceptiblemente en lo que constituye el final de sus hoces, una estrecha hondonada limitada por unas paredes de roca que poco a poco se van haciendo más imponentes y llamativas.
Aragosa está situada en el estrecho fondo del valle o, por mejor decir, cañón formado por el Dulce, quizá algo más ancho aquí que en los anteriores lugares, pero apenas lo suficiente como para que puedan caber estrechamente casas y río en un feliz maridaje que dura ya luengos siglos. El aspecto es el acostumbrado del curso medio del Dulce, con un río bullidor y saltarín y unas casi verticales paredes de piedra que parecen querer proteger al viajero de las amenazas del mundo exterior. Todo parece allí estar hecho a escala humana, con unas manifestaciones de la naturaleza que satisfacen y agradan sin abrumar.
El Dulce aguas arriba de
Aragosa
Una vez cruzado en toda su longitud el pequeño caserío, donde como suele ser habitual por estos pagos termina la ruta asfaltada, siguiendo las indicaciones el viajero atravesará el Dulce por un rústico puente hasta alcanzar un terreno habilitado como aparcamiento. No es mucho el espacio que separa el cauce del río de las imponentes peñas de la margen izquierda, y en su mayor parte está ocupado por varias naves donde los lugareños guardan al parecer sus aperos y sus animales domésticos. La presencia en sus cercanías de algunas moles de piedra de considerable tamaño, caídas según todos los indicios del vecino cortado, hace dudar al viajero de la conveniencia de acercarse demasiado hasta allí, aunque le tranquiliza pensar que los propietarios de estos edificios sabrán sabrán sobradamente la manera de estar en buena armonía con su imponente vecino.
Pasando de nuevo el puentecillo, esta vez a pie, el viajero descubre complacido la existencia de un minúsculo parquecito a la vera del rumoroso río, donde unos bancos al abrigo de la sombra acogedora de un majestuoso nogal invitan a reposar con placidez a salvo del duro estío castellano, que se hace sentir incluso en un lugar tan recogido como éste. Pero el viajero desea caminar, que no es cuestión de haber llegado hasta aquí para despreciar unos alrededores que se presumen interesantes, por lo que tras reponer fuerzas duda un instante entre remontar la corriente o descender con ella.
Finalmente opta por lo primero, encontrándose nada más empezar la ruta con un pequeño azud que remansa las aguas desviando parte de ellas por un canal paralelo al cauce, probablemente con destino al riego ya que, a diferencia de la vecina La Cabrera, en Aragosa no hay piscifactoría alguna. A partir de ese punto el Dulce se reviste con una frondosa vegetación de ribera, perdiéndose en ocasiones de la vista del viajero -su curso es más caprichoso que la ruta marcada por el sobrio camino- para volver a reencontrarse con él algunos metros más allá. La hoz, aunque imponente, muestra ahora caras distintas en sus dos vertientes. La izquierda, más cercana al río en ese tramo, muestra ásperos cantiles cortados a pico, como si en vez de un humilde riachuelo el tajo lo hubiera realizado un gigantesco cuchillo. La derecha, por el contrario, se encuentra algo más alejada, lo que le permite disfrutar de un perfil más suave -aunque bastante empinado- en el que el verde oscuro de las encinas contrasta con el mucho más vivo de la ribera. Entre ambas, una pequeña extensión de terreno llano muestra en su rostro las cicatrices de la roturación secular.
El Dulce a su paso por el
caserío de Aragosa
Sigue el viajero remontando el curso del Dulce, encontrándose a poco con una espectacular peña que, hendida salvajemente por un profundo barranco, oficia de avanzadilla pétrea de la imponente orilla izquierda. Justo ahí el Dulce da un requiebro alejándose de su vecindad, lo que permite la aparición de cultivos también en la orilla izquierda. Un pequeño puente permite al viajero cruzar a la ribera opuesta, sólo para comprobar que por allí no existe camino alguno, dado que poco más allá el Dulce vuelve a ceñirse a la pared protectora. Sí continúa el camino que ha venido siguiendo desde el pueblo, probablemente hasta La Cabrera, pero el sol aprieta y no es posible contar con el abrigo de los árboles al menos durante un buen trecho. Así pues, decide dar por terminada la excursión no sin antes comprobar cómo un pescador, metido en el agua hasta la cintura, practica plácidamente su deporte en busca de las codiciadas truchas. Qué lejos está esta tranquilidad del bullicio inhumano de la gran ciudad, filosofa con nostalgia el viajero antes de desandar su camino.
Retornado a su lugar de partida, el parquecito del puentecillo, se encamina ahora el viajero en dirección opuesta, encontrándose apenas a unos centenares de metros aguas abajo del caserío con la grata sorpresa de un Dulce saltarín a través de una sucesión de pequeñas y cantarinas cascadas, sorprendentes por lo inesperado y admirables en su belleza, todo ello protegido por el suave estuche del tupido arbolado al tiempo que las muestras de la actividad humana, un molino situado a la vera del río y un antiguo lavadero alimentado por un cercano y generoso manantial, lejos de violentar el paisaje se integran armónicamente en él sin estridencias ni destrucciones de ningún tipo.
Cascada del Dulce en las
cercanías de Aragosa
Fotografía de Carlos Sieirio del Nido,
tomada de Panoramio
Y eso será todo. Dando por terminada la visita a Aragosa y recuperando su vehículo, el viajero abandona el lugar con un buen sabor de boca. Al llegar a la intersección de la carretera de Sigüenza comprobará que este punto supone también el final de las hoces, agotados los ímpetus del brioso Dulce tras tantos kilómetros horadando con paciencia la dura piedra, de modo que cuando la comarcal se cruza con el río no queda ya el menor vestigio de tan nemoroso paisaje. Abierto ahora el valle a unas dimensiones desconocidas hasta entonces, y reemplazada la piedra por la deleznable arcilla alcarreña, el Dulce iniciará a partir de aquí una nueva etapa.
Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 19-6-2015