¿Quién teme al año dos mil... y pico?
Pues no, en 2018
seguimos sin tener coches voladores....
Cuando empecé a leer ciencia ficción, primero en los modestos bolsilibros y posteriormente a los clásicos norteamericanos de la Edad de Oro, me encontré que con relativa frecuencia los relatos estaban ambientados en el siglo XXI. Ciertamente también los había que se desarrollaban en épocas más remotas o, más cautamente, en fechas indeterminadas, aunque supongo que influiría a la redondez de las cifras del año 2000.
Pero en el fondo esto no deja de ser anecdótico. Sí resulta más curioso cotejar, dentro de unos márgenes temporales razonablemente amplios, si se han cumplido o no las expectativas que se tenían, pongamos que desde la Edad de Oro, unos sesenta años antes de la llegada del nuevo siglo, hasta que efectivamente llegó éste.
Y la conclusión, tal como comenté hace diez años1, es que en general, al menos en lo que a la ciencia y la tecnología se refiere, salvo excepciones los escritores de ciencia ficción dejaron mucho que desear como predictores, porque a estas alturas, casi terminando ya la segunda década del siglo, seguimos sin tener astronaves capaces de surcar el Sistema Solar -no me valen las sondas automáticas que tardan años en alcanzar su destino-, ni coches voladores, robots positrónicos, inteligencias artificiales como HAL 9000, bases lunares, armas láser o energía de fusión generalizada; de hecho, ni tan siquiera contamos con los aeropatines de la segunda entrega de Regreso al futuro, ambientada en 2015.
No menos larga es la relación de avances científicos y tecnológicos reales que no fueron imaginados por la ciencia ficción pese a su relevancia actual, empezando por la informática e internet junto con lo que ya se ha convertido en el icono de nuestros días, los teléfonos móviles inteligentes... aunque Arthur C. Clarke imaginó algo parecido a las ya vetustas agendas electrónicas en Regreso a Titán y Frederik Pohl estuvo más atinado al describir algo parecido a internet en su serie Pórtico. No obstante, son mucho más frecuentes miopías tecnológicas tales como cuando Asimov imaginaba a los científicos del futuro remoto utilizando reglas de cálculo, o cuando en la ya citada Regreso al futuro II, rodada a mediados de la década de los ochenta, seguían mandándose comunicaciones por fax.
En cualquier caso esto importa poco, ya que la ciencia ficción nunca ha pretendido convertirse en augur de los sucesos venideros sino, y esto es lo importante, especular sobre como podría ser el futuro de la humanidad extrapolando los conocimientos presentes, no sólo en lo que a la tecnología respecta, sino también en lo relativo a aspectos culturales y sociales, no menos importantes que ésta.
Y aquí nos encontramos con más de lo mismo. Descarto algo tan trascendente -e inesperado- como fue el súbito desmoronamiento de la Unión Soviética y sus estados satélites; de hecho, antes de 1989 lo más habitual era que los escritores siguieran imaginando un futuro en el que se mantenía incólume la división entre el bloque occidental y el comunista, y en muchos casos también una Guerra Fría poco menos que perpetua. Aunque si los analistas políticos fueron incapaces de predecirlo, tampoco se les puede reprochar que no lo hicieran a unos escritores que contaban únicamente con la información de dominio público. Curiosamente, nadie intuyó en ningún momento que los malos oficiales de nuestro presente no serían los extintos soviéticos ni los taimados chinos que tanto juego han dado desde Fu Manchú, sino los mucho más prosaicos pero no por ello menos peligrosos terroristas islámicos.
Bastante menos disculpable es el empeño reiterado de ciertos sectores encuadrados en la ciencia ficción más experimental a la hora de representar un futuro tan sombrío como por fortuna, al menos por ahora, completamente errado. Estoy hablando de movimientos como la Nueva Cosa y su obsesión por los escenarios post-apocalípticos fruto, por lo general, de una devastadora guerra nuclear, o del más reciente ciberpunk.
He de reconocer que la Nueva Cosa nunca fue santo de mi devoción, tanto por sus desbarres estilísticos como por el torpe manejo de unos conceptos científicos con los que sus cultivadores no estaban en absoluto familiarizados; conste que no tengo nada en contra de la ciencia ficción no científica, valga la redundancia, pero me chirría enormemente que se manejen conceptos científicos, tales como las mutaciones provocadas por la radiación, con un desconocimiento absoluto de los mismos. Eso sin contar, claro está, con que el escoramiento hacia posturas ideológicas de extrema izquierda de bastantes de estos autores contribuiría no poco a lastrarla.
En cuanto al ciberpunk, que a estas alturas parece haberse disuelto como un azucarillo, cabe apuntar que pese a sus originales y prometedores inicios, centrándose en algo entonces tan nuevo como el ciberespacio para explorar sus posibles y drásticas consecuencias sociales, pronto acabaría asfixiado por su propio éxito y por las múltiples repeticiones cada vez más mediocres de la idea primigenia. Aparte, claro está, de que los evidentes y tangibles peligros derivados de la conexión mundial a la red han ido hasta ahora por caminos muy diferentes.
Y a todo esto, ¿qué futuro podemos esperar ahora no ya desde el punto de vista de la ciencia ficción, sino desde el de la simple -y poco fiable, pero no disponemos de una herramienta mejor- extrapolación del pasado cercano y el momento actual? Pues la verdad es que, pese a los cambios tan drásticos, tecnológicos y de otros tipos, ocurridos en los últimos treinta o cuarenta años, parece como si se estuviera cumpliendo la conocida sentencia de Lampedusa de que todo cambie para que siga igual, ya que si bien ha desaparecido la Guerra Fría y felizmente se ha desvanecido el peligro de una guerra atómica global -el esperpento de Corea del Norte no es representativo-, ahora nos vemos obligados a padecer el insidioso goteo del terrorismo islámico, mucho más difícil de erradicar dada su atomización.
Así, Europa -y España con ella- sigue siendo un gallinero, en Estados Unidos se alternan los presidentes sensatos con los fantoches, Rusia y China continúan sin librarse de sus respectivos autoritarismos, sean éstos comunistas o no, y en el Tercer Mundo siguen floreciendo las guerras tribales herencia del rapaz y cerril colonialismo europeo teóricamente desaparecido hace ya casi sesenta años.
Existe, eso sí, un importante factor nuevo surgido, o al menos acrecentado, en estos últimos años: la globalización mal entendida -excepto, claro está, para las multinacionales- que ha puesto a una parte significativa de la economía mundial en manos de un puñado de megacorporaciones capaces de imponer sus dictados a gobiernos nacionales, y no sólo tercermundistas, dejando tras su paso una devastación económica, social y medioambiental digna de las huestes de Atila, tal como imaginaron en 1953 Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth en la premonitoria Mercaderes del espacio.
Consecuencia de esta globalización ha sido el aprovechamiento de la larga crisis económica en la que, pese a los triunfalismos políticos, todavía seguimos sumidos para recortar unos derechos laborales y salariales conquistados tras más de un siglo de lucha tenaz contra los oligarcas de entonces; y aunque no me atrevo a decir, como hacen muchos, que la crisis fuera provocada por estos poderes fácticos, lo que sí resulta patente es que la han aprovechado a conciencia para intentar convertir una situación coyuntural en otra estructural basada en la explotación de una mano de obra cada vez más barata, lo que no es poco.
Esto sin contar, claro está, con el pan y circo -desde la telebasura hasta las redes sociales o las retransmisiones deportivas y de otros tipos- al que está sometida voluntaria y gustosamente buena parte de la población de los países desarrollados, algo que ya fue intuido hace más de ochenta años por Aldous Huxley en Un mundo feliz. Eso sí fue una predicción en toda regla.
Publicado el 7-1-2018 en el Sitio de Ciencia Ficción