Descomposición orbital, o los riesgos
de
la astronáutica ficción
Antes de nada, deseo pedir disculpas por tomarme la libertad de inventar semejante palabro, que paso inmediatamente a explicar: con astronáutica ficción pretendo definir la rama de la ciencia ficción que centra su interés en la hipotética evolución de la astronáutica actual, generalmente a corto plazo ya que sus extrapolaciones no suelen ir más allá de unas pocas décadas. Se trata, pues, de obras pertenecientes a la ciencia ficción hard, presentando la peculiaridad de que hacen especial hincapié en la tecnología astronáutica.
Si se me permite hacer una pequeña digresión, advertiré que estoy plenamente de acuerdo con la opinión, expresada por Francisco José Suñer en su artículo El postsingularismo y yo con estos pelos, referente a la obviedad de que los escritores de ciencia ficción distan mucho de ser adivinos o de poseer cualquier tipo de clarividencia a la hora de imaginar el futuro, por lo que no sólo no es de extrañar -ni mucho menos de reprochar- que no suelan acertar en sus predicciones. Aunque esto no es óbice para que, tal como comentaba en mi artículo La capacidad predictiva de la ciencia ficción, resulte un ejercicio interesante -siempre, claro está, que no se hagan juicios de valor- establecer comparaciones entre lo imaginado por los escritores de ciencia ficción y lo ocurrido en la realidad. En cualquier caso, coincido con Francisco José Suñer en que la ciencia ficción no predice el futuro sino que proyecta el presente en el tiempo, con todos los condicionantes de todo tipo -para bien y para mal- que esto acarrea. Y si acierta será más por casualidad que por otra cosa, aunque esto no menoscaba en absoluto el principal valor intrínseco del género, su extraordinaria capacidad especulativa.
Volviendo a nuestro tema, y asumiendo la inevitable obsolescencia -en sentido literal- de las obras de ciencia ficción antiguas, añadiré que no en todos los casos esta divergencia con la realidad futura es similar, no sólo en el aspecto cuantitativo sino también en el cualitativo. Me explicaré. Que Asimov, por poner un ejemplo, no previera en sus novelas y relatos de los años 40 y 50 no ya realidades de la magnitud de internet o la informática, sino incluso la existencia de las modestas calculadoras electrónicas -los personajes de Fundación seguían utilizando las arcaicas reglas de cálculo-, no sólo es disculpable, sino que incluso nos arranca, al leerlo, una sonrisa cómplice. Y por supuesto esto no menoscaba en absoluto el interés de sus obras, que siguen estando tan frescas como el primer día.
Obviamente el problema se acrecienta cuando nos zambullimos en la ciencia ficción hard, ya que al ceñirse ésta fielmente a los conocimientos científicos y tecnológicos de la época en la que fue escrita, corre el peligro cierto de que los descubrimientos realizados con posterioridad a su publicación la conviertan rápidamente en obsoleta, sobre todo si se refiere -por acción u omisión- a tecnologías tan comunes hoy en día, pero inexistentes no hace tanto tiempo como, pongo por caso, los teléfonos móviles o internet.
Por otro lado, y esto entra ya dentro de las habilidades -o si se prefiere, de las picardías- de los autores, está también lo que podríamos denominar el factor temporal. Y es que no nos parece lo mismo, por volver a poner el ejemplo anterior, que los personajes de Fundación desconozcan las calculadoras electrónicas decenas de miles de años en el futuro, a que lo hagan unos hipotéticos personajes de una novela escrita en la misma época -mediados del pasado siglo- ambientada en la actualidad. Porque, aunque objetivamente el error es de mucho mayor bulto en el caso de Fundación al no prever semejante evolución tecnológica en tan dilatado período de tiempo, desde un punto de vista subjetivo nos chirriará probablemente más lo segundo induciéndonos a pensar, injusta, pero difícilmente evitable, algo del tipo de: mira qué chapuza fue Fulanito, que no previó ni siquiera algo tan simple como las calculadoras. ¿O no?
Y ahí radica precisamente el problema de la astronáutica ficción, ya que confluyen dos factores en su contra: la comentada rigidez de la ciencia ficción hard, y lo resbaladizo de ubicar sus escenarios en un futuro tan próximo que apenas le falta el tiempo para comenzar a chirriar. Porque si bien en la ciencia ficción blanda este problema se difumina -a nadie le importa lo más mínimo que el Marte de Bradbury sea más falso que un duro de chocolate-, en algo cuya principal intención es la de ser riguroso no ocurre lo mismo, con independencia de que el lector cuente o no con una formación científica. Y si encima se trata de algo tan llamativo para el gran público como es la astronáutica, pues apaga y vámonos.
Me surgieron todas estas reflexiones a raíz de que leyera la novela Descomposición orbital de Allen Steele, publicada en inglés en 1989 y dos años más tarde en español por la editorial Ultramar en su añorada colección de ciencia ficción, siendo necesario advertir que yo no la he leído hasta 2014, es decir, 25 años después de su publicación en inglés. Esta novela, por cierto, fue galardonada en 1990 con el premio Locus en su categoría de Primera novela o, si se prefiere, de mejor autor novel.
Descomposición orbital, una desafortunada traducción del título original Orbital decay, ya que la novela no se refiere a ninguna descomposición sino al decaimiento orbital, es decir, a la caída de un objeto en órbita hacia la Tierra, es el paradigma de lo que yo he bautizado como astronáutica ficción ya que, escrita a finales de la década de los años ochenta, está ambientada en nuestra época, más concretamente en el año 2016, y además se centra en la hipotética situación de la astronáutica actual conforme a los criterios de entonces. Y, puesto que recorre un intervalo espacial de tan sólo dos décadas y media, coincidente además con mi juventud y mi madurez, no pude evitar incurrir en la versión cínica del refrán que afirma que las comparaciones son odiosas... pero inevitables.
Realmente la audacia de Steele, un autor de mi misma edad -cosecha de 1958-, fue grande, considerando que se atrevió a plantear una novela escrupulosamente verosímil desde el punto de vista científico y tecnológico -aquí no le niego en absoluto el mérito- a sabiendas de que corría un riesgo tan elevado, sobre todo si tenemos en cuenta que esos veinticinco años, o veintisiete si nos remontamos hasta el año en el que se desarrolla la novela, iban a pasar como quien dice en dos días, y que él todavía sería entonces un jovencito cincuentón.
Y lo peor no es que no acertara; al fin y al cabo eso era de esperar, tal como he comentado anteriormente. Lo peor es que no dio ni una, no ya en comparación con la situación tecnológica y científica actual, sino con la de tan sólo unos pocos años -muy pocos- después de publicada la novela, ya que la mayor parte de las discrepancias principales existían ya a mediados de los años noventa.
Así, en la novela no aparece internet ni por asomo, y los ordenadores siguen funcionando con el venerable MS-DOS pese a que la primera versión realmente operativa de Windows, la 3.0, salió al mercado en 1990. Por supuesto el intercambio de ficheros es mediante disquetes, mientras los astronautas oyen música grabada en las extintas casetes.
Respecto al tema de los teléfonos móviles, uno de los iconos tecnológicos actuales, resulta curioso el planteamiento del autor: aunque no existen como tales, habla de algo parecido a unos teléfonos de pulsera al estilo del de Dick Tracy, que funcionan vía satélite y, se intuye, distan mucho de ser algo tan habitual como nuestros chismes. Nada que ver, pues, con la tecnología celular actual, ya que aunque también existen teléfonos vía satélite, éstos nunca han llegado a popularizarse a causa de su elevado coste.
Pasando al otro platillo de la balanza, nos encontramos con que están en órbita varias estaciones orbitales, no sólo la precursora de la actual Estación Espacial Internacional, la nonata Freedom, sino varias más del estilo de la que aparece en 2001, copiada a su vez de un proyecto visionario de von Braun, con una nutrida tripulación de astronautas obreros empleados en la construcción de unos enormes satélites colectores de energía solar de varios kilómetros de diámetro. Por supuesto existe una nutrida flota de transbordadores espaciales, no sólo norteamericanos sino también europeos -el fallido Hermes-, japoneses y, se supone, también soviéticos, por lo que los vuelos espaciales a las diferentes plataformas oficiales son ya algo completamente rutinario. Asimismo, el autor describe varias bases lunares permanentes, tanto rusas como norteamericanas.
Aprovecho la ocasión para comentar que, aunque pueda disculparse que Steele no previera el derrumbamiento del comunismo en Rusia, no deja de ser chapucero que en 1989 siga hablando de una situación de plena Guerra Fría tres años después del inicio de la Perestroika, justo cuando cayó el Muro de Berlín,
En resumen, Steele quiso ser tan riguroso que la novela, que no es mala en absoluto desde un punto de vista literario, envejeció con tanta rapidez que se convirtió en poco menos que una reliquia en apenas unos años, lo cual no deja de ser una lástima. En realidad Steele fue muy poco avispado, ya que optó no sólo por las extrapolaciones a corto plazo en pleno auge de las misiones de los transbordadores espaciales, sino también por las más optimistas -y por lo tanto menos realistas- entre todas ellas, en un momento en el que tras el desastre del Challenger, al que por cierto se hace alusión en la novela, eran ya muchas las voces que cuestionaban ese modelo de desarrollo astronáutico. Conviene no olvidar tampoco que el proyecto del transbordador europeo Hermes, que en la novela aparece operativo, se canceló en 1992 sin que se llegara a construir ni tan siquiera un prototipo, mientras el único vuelo del Buran soviético tuvo lugar en 1988.
Como no todo va a ser negativo, quiero romper una lanza por la trama no tecnológica de la novela, ya que no deja de tener interés por su paralelismo -aquí Steele sí estuvo más afinado- con la situación actual. Así, el autor describe un proyecto secreto del gobierno norteamericano, bautizado con el significativo nombre de Gran Oído, consistente en la utilización de la red de satélites de telecomunicaciones -hasta aquí todo correcto- para espiar las conversaciones telefónicas -el autor parece dar a entender que se trata de las convencionales por cable- de los propios ciudadanos norteamericanos, algo que recuerda desagradablemente a las actividades reales de la NSA -que aparece citada como tal en la novela- y de la fantasmagórica red de espionaje Echelon, por más que éstas estén aparentemente más interesadas en el control de internet y los correos electrónicos -ambos inexistentes en Descomposición orbital- que en el de las cada vez más irrelevantes conversaciones telefónicas. En cualquier caso la problemática es similar, y la denuncia del autor sigue estando totalmente vigente hoy en día.
Aparece también un grupo de militantes idealistas empeñados en sabotear la maniobra o, cuanto menos, en darla a conocer, lo cual entronca directamente con temas tan de actualidad como las escandalosas filtraciones de datos de Wikileaks o las no menos preocupantes denuncias del antiguo empleado de la NSA Edward Snowden. La diferencia estriba en que en la novela basta con el escándalo formado -los aprendices de espías resultan ser unos chapuceros y son pillados con las manos en la masa- para abortar semejante atentado a la libertad -de los norteamericanos, claro, ya que a Steele no parecen importarle demasiado los derechos del resto de la humanidad-, mientras que en el mundo real no parece que los escándalos citados hayan servido para desmantelar nada, por desgracia.
Por último, no deja de ser un hallazgo que se nos presente a los astronautas-obreros no como héroes inmaculados orgullosos de ser la avanzadilla de la humanidad en la nueva frontera del espacio, sino como a unos pringados, toscos y vulgares en su mayor parte y en ocasiones fugitivos de la justicia, que viven en unas condiciones incómodas y desagradables y tan sólo piensan en terminar su contrato para volver a la Tierra con un buen puñado de dólares en los bolsillos. En este sentido, la novela bebe bastante del espíritu del western crepuscular en lo relativo a la desmitificación del género.
Tan sólo me queda ya añadir que la novela acaba de forma atropellada, vicio éste bastante habitual entre los escritores anglosajones actuales, y que según la Wikipedia es la primera de una serie de cinco títulos, publicados entre 1989 y 1997, bautizada como Near Space (Espacio cercano) y también como Rude Astronauts (Los rudos astronautas). Pero como ninguna de las cuatro restantes está editada en español y el inglés y yo hemos andado siempre bastante peleados, no tengo manera de saber cómo se desarrolla la serie; y miren que me pica la curiosidad.
Publicado el 2-11-2014 en el Sitio de Ciencia Ficción