El retorno de los dioses
Número 53 de la colección. Ilustrada con la portada de El silencio de Helión, número 117 de la antigua colección firmada por Robin Carol, esta novela presenta una curiosa peculiaridad: Aunque desde el cambio de formato los dibujos utilizados en las portadas estaban siempre algo retocados, éste es el único caso en el que se puede decir que la ilustración fuera profundamente modificada. No se puede hablar de que ésta sea original, que no lo es; pero las diferencias existentes entre ella y la correspondiente a El silencio de Helión son tan apreciables, que tampoco es posible hablar de una simple reproducción más o menos retocada.
En lo que respecta a la novela en sí, ésta está formada por dos partes completamente distintas que se reparten prácticamente al cincuenta por cien la extensión de la misma. La primera de ellas es la continuación de la novela anterior, y transcurre en Atolón. Después de calibrar sus propias fuerzas y las del enemigo thorbod, tapos y renacentistas llegan a la conclusión de que muy poco o nada es lo que pueden hacer por la defensa del circumplaneta, recibiendo además un ultimátum de los thorbods: O evacúan Atolón, o se someten a la autoridad de sus nuevos amos renunciando a tener hijos y conservando su autonomía únicamente mientras los hombres grises no tengan necesidad de su territorio.
Por ello, deciden montar una gigantesca operación de emigración que tendrá por destino la Tierra. Rápidamente se desmaterializa en las karendón a la mayor parte de la población humana del planeta excepto algunos voluntarios tapos que deciden quedarse a luchar contra el invasor y, en un postrer sacrificio, la flota tapo se inmola en una apocalíptica batalla contra las muy superiores fuerzas thorbods, infligiéndoles una grave derrota que provoca un retraso, aunque no la interrupción, de los planes de invasión de la Bestia Gris. Acto seguido el autoplaneta Hermes, una inmensa esferonave de hormigón en la que se custodian las cintas vetatom de los trescientos cuarenta millones de evacuados, tapos y renacentistas hermanados por la desgracia común, parte rumbo a su lejano destino al mando del veterano almirante Miguel Ángel Aznar.
La segunda parte de la novela no es sino una nueva incursión de Enguídanos en un tema colateral, costumbre ésta que nuestro autor prodigaba con relativa frecuencia. Conste que el argumento no está en modo alguno mal, pero éste no tiene nada que ver con la trama general de la Saga pareciendo ser un relleno para completar la media novela que faltaba. Eso sí, tanta incursión por el pasado de la Tierra -o de la Antitierra, o de Tierras paralelas, que de todo hubo- la verdad es que acaba cansando.
El autoplaneta de los tapos llega finalmente a nuestro planeta, pero por un error de cálculo la Tierra a la que arriban es la de un remoto pasado situado en los albores de la civilización. Aquí aprovecha Enguídanos para hacer suyas ciertas teorías sobre la hipotética influencia de culturas extraterrestres en el despertar de la humanidad, muy en boga por cierto en la época en la que fue publicada la novela, al tiempo que juega con una de las más famosas y tópicas paradojas temporales: Si un viajero arriba al pasado, ¿puede alterar con sus acciones el desarrollo del futuro? En la ciencia ficción hay opiniones para todos los gustos, pero Enguídanos se decanta por la opción que afirma que toda intervención de un viajero del futuro en el pasado puede ser realizada, dado que ya desde un principio estaba previsto que fuera así; dicho con otras palabras, no sólo se puede influir en el pasado sin correr el riesgo de modificar el futuro real, sino que además esta intromisión resulta imprescindible para que el presente del viajero temporal sea precisamente el que éste conoce. Este planteamiento resulta, a mi modo de ver, mucho más interesante que el habitual de futuros paralelos modificados prudente o imprudentemente por los viajeros temporales, y sólo algunos autores, algunos de la talla de Isaac Asimov, lo han utilizado, dicho sea esto en homenaje al autor de la Saga de los Aznar.
Los tapos se encuentran en una Tierra protohistórica en la cual existe una avanzada civilización radicada en un continente desconocido que ni el autor identifica con la Atlántida ni llega a decir en ningún momento donde está situado, pero que resulta fácil identificar con ésta. Desembarcados en la capital de un imperio que se extiende por todo el continente, los viajeros descubren que esta civilización, autodenominada sumeria, es producto de la intervención directa de los ya extintos bartpuranos, que habrían manipulado los genes de los prehomínidos existentes en la Tierra para crear una raza inteligente afín a ella misma. Los tapos, que ya sospechaban algo así, ven confirmadas sus teorías sobre el origen de la humanidad terrestre.
Pero los visitantes han llegado en un momento crítico. Un enorme asteroide está a punto de precipitarse sobre el continente, al cual destruirá causando además un cataclismo geológico a escala planetaria. Movidos por sus deseos de paliar en lo posible la catástrofe deciden salvar a cuantas personas puedan, desmaterializándolas en las karendón a la espera de que los efectos del choque desaparezcan, aunque para ello tienen que enfrentarse a la oposición de los sacerdotes, descendientes de mestizos de barpturanos y terrícolas, que los consideran unos falsos dioses, así como al tiránico rey sumerio que sólo desea salvarse junto con sus riquezas. Finalmente, y tras verse obligados a adoptar la drástica medida de narcotizar con gases a los aterrorizados sumerios, consiguen rescatar a unos cuantos miles de ellos que proyectan trasladar, una vez calmados los efectos del cataclismo, a la futura Mesopotamia, donde éstos estarán destinados a fundar la civilización sumeria clásica, es decir, la histórica que existió en realidad.
El choque entre el asteroide y la Tierra tiene lugar poco después, tal como habían calculado los tapos. El continente desconocido desaparece pulverizado por el choque, mientras el resto del planeta es sacudido por terremotos apocalípticos e inundado por un diluvio torrencial. La narración termina con la descripción que hace Enguídanos, de forma poética pero escasamente verosímil, del avistamiento de un arca de madera que los protagonistas ven flotar en las embravecidas aguas... La de Noé, evidentemente.
La novela, como ya he comentado, se compone en realidad de dos partes completamente distintas que por ello es preciso comentar por separado. La primera de ellas no es sino la continuación del título anterior, mientras la segunda es un añadido que no encaja demasiado bien -como ocurre en general con todos los episodios colaterales de la Saga- siendo fruto además de la moda que hizo fortuna en los años setenta, impuesta por escritores tales como Von Daniken y otros, que intentaba convencernos de que prácticamente toda la historia de la humanidad era producto de intervenciones constantes de unos míticos extraterrestres... Y, puesto que esta moda ha remitido ya, esta segunda parte de El retorno de los dioses se resiente mucho de un lógico envejecimiento.
Publicado el 28-10-1998 en el Sitio de Ciencia Ficción