Luis de Molina, el teólogo creador del molinismo
Ilustración
tomada de la
Wikipedia
Dentro de la multitud de personajes importantes de la historia y cultura españolas que a lo largo de los siglos pasaron por las aulas de la universidad alcalaína, son numerosos los que destacaron lo suficiente como para ser recordados especialmente, algo que por desgracia no siempre ocurre. En esta ocasión he optado por traer a estas páginas un breve esbozo biográfico -el espacio no da para más- de uno de los principales teólogos del Siglo de Oro, el sacerdote jesuita Luis de Molina, el cual se vio involucrado, como veremos más adelante, en una de las disputas teológicas más encendidas del catolicismo de la Contrarreforma.
Luis de Molina nació el 29 de septiembre de 1535 en la ciudad de Cuenca, hijo de Diego de Orejón y Muela y de Ana García de Molina, adoptando como era frecuente entonces -el propio Cervantes hizo algo similar con su Saavedra- el apellido materno. Sus padres eran hidalgos, es decir, pertenecían a la pequeña nobleza, lo que le permitió recibir una educación a la que muy pocos contemporáneos suyos tenían acceso. Cursó sus primeros estudios en su ciudad natal, recibiendo formación en gramática y letras latinas entre 1547 y 1551. De allí pasó, con 18 años de edad, a la universidad de Salamanca, donde se matriculó en Derecho durante el curso 1551-52. No debieron de ser muy de su agrado las leyes, puesto que abandonó esta disciplina, e incluso a la propia universidad de Salamanca, para venir a Alcalá atraído por el estudio de la escolástica.
Fue en Alcalá donde Molina entró en contacto con la Compañía de Jesús, la cual había fundado su colegio alcalaíno -el Máximo- tan sólo seis años antes. Pese a lo reciente de su creación la orden jesuítica comenzaba ya a ser pujante, acogiendo en su seno a toda una pléyade de importantes personajes uno de los cuales fue, a partir de ese mismo año de 1552, el propio Molina. No fue mucho el tiempo que el nuevo jesuita estuvo en Alcalá, ya que tan sólo un año después fue enviado por sus superiores a Lisboa, hacia donde se encaminó a pie y viviendo de limosnas. De la capital portuguesa pasó a Coimbra, donde realizó sus dos cursos de noviciado a la par que emprendía estudios de Filosofía y Artes. Graduado en 1559 como Maestro en Artes pasó a Évora, donde hasta 1562 estudió Teología al tiempo que iniciaba su carrera como profesor. Durante estos años fue ordenado sacerdote, aunque no se conoce la fecha exacta de su ordenación.
Con posterioridad a su graduación en 1562 se centró en su carrera docente. Entre 1563 y 1567 Luis de Molina fue profesor de Filosofía y Artes en Coimbra, y a partir de 1568 lo fue de Teología en Évora, figurando entre 1571 -fecha de su doctorado en Teología- y 1584 como catedrático de esta última universidad. Sin embargo, ya por entonces le atraía más a Molina la escritura que la enseñanza, por lo que tras caer enfermo en 1583 abandonó las aulas.
Pero no todo era fácil para el jesuita. En aquellos años arreció la controversia teológica en la que se vio involucrado, una de las más encendidas de su época, razón por la que antes de septiembre de 1586, enfrentado con el canciller de la universidad, optó por abandonar Évora refugiándose en Lisboa. Permaneció en la capital portuguesa hasta 1591, fecha en la que se retiró a su ciudad natal hasta 1600. Nombrado por sus superiores profesor de Teología en el madrileño Colegio Imperial se trasladó a la capital española, falleciendo a los pocos meses (el 12 de octubre de ese mismo año) sin que al parecer pudiera llegar a tomar posesión de su cargo.
La obra de Luis de Molina es extensa, profunda y abarca diferentes disciplinas. Fruto de su interrumpida formación jurídica en Salamanca es De iustitia et iure (Los seis libros de la justicia y el derecho), cuyo primer tomo vio la luz en Cuenca en 1593, mientras el sexto y último no apareció hasta 1609 en Amberes. Se trata de una teoría general del derecho donde reflexiona sobre cuestiones de moral, economía y derecho, algunas tan actuales como la relación Iglesia-Estado o la libertad de mercado y otras tan potencialmente polémicas como la justificación del regicidio o la de ciertos tipos de esclavitud.
Dentro del apartado de la filosofía Molina publicó varias obras analizando el pensamiento escolástico, pero sin duda lo que más fama le dio -y también más quebraderos de cabeza- fue su célebre Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis..., un tratado teológico publicado en Lisboa en 1588 donde se reflexiona sobre la cuestión del libre albedrío del hombre y su difícil encaje con la omnisciencia divina.
Puesto que no es cuestión de extendernos aquí en sutilezas teológicas, bastará con esbozar ligeramente esta espinosa cuestión: Si Dios es omnisciente y, por lo tanto, conoce todo incluyendo el futuro, cabría pensar que el hombre está predestinado desde su nacimiento, puesto que Dios sabe a ciencia cierta lo que va a acontecer en la vida de cualquier persona en concreto. Pero si por otro lado el hombre goza de libre albedrío, es decir, de la capacidad para decidir su futuro, esto implicaría la existencia de diferentes alternativas posibles, algo que llevado al extremo podría conducir a la negación de la citada omnisciencia divina. Teniendo en cuenta que el cisma protestante estaba todavía reciente, y que reformadores como Lutero o Calvino propugnaban la predestinación en contraposición al libre albedrío defendido por la Iglesia Católica, la cuestión no era en modo alguno baladí.
Molina pretendió conciliar la gracia divina con el libre albedrío -de ahí el título de su libro, Concordia- siempre, por supuesto, dentro de la ortodoxia católica. Para ello acuñó -o asimiló de otros autores, que en esto tampoco se ponen demasiado de acuerdo las diferentes fuentes consultadas- conceptos tales como la ciencia media o términos como futurible, tan del gusto de los políticos actuales. La ciencia media sería, en esencia, la capacidad de Dios para ver cómo obraba el hombre, en ejercicio de su libre albedrío, en cada una de las infinitas posibilidades en los que la voluntad divina lo colocase. Merced a ella Molina concluye que, además del futuro absoluto y el futuro posible, habría un futuro intermedio o condicionado -el futurible- de forma que Dios conocería no sólo todo lo que va a acontecer, sino también todo lo que podría acontecer. Esta teoría teológica es la que se ha venido a denominar, en honor a su autor, el molinismo.
En realidad estas ideas, o sus inmediatas predecesoras calificadas por los estudiosos como premolinistas, ya habían sido expuestas con anterioridad por los teólogos jesuitas Diego Laínez y Alfonso Salmerón en del Concilio de Trento, e incluso la primera controversia pública tuvo lugar en 1567, precisamente en Alcalá, entre el también jesuita Alonso Deza y el que andando el tiempo sería el principal opositor a Luis de Molina, el dominico Domingo Báñez; pero no fue sino hasta 1582 cuando, agriada la polémica entre las dos órdenes religiosas más influyentes del momento, jesuitas y dominicos, en el transcurso de un acto celebrado en Salamanca el mismo Domingo Báñez denunció a la Inquisición al jesuita Prudencio Montemayor y al propio fray Luis de León, de resultas de lo cual a ambos se les prohibió seguir defendiendo esta doctrina, que quedó proscrita en España.
Puesto que Luis de Molina no se encontraba en España sino en Portugal, donde el premolinismo no había sido prohibido, pudo publicar su Concordia, no sin problemas, pese a la oposición frontal de los dominicos. Puesto que la difusión del libro fue muy amplia, éstos optaron por denunciar la obra, a lo cual los jesuitas respondieron apelando a Roma por temor a la parcialidad de la Inquisición española. Acababa de estallar un conflicto entre jesuitas y dominicos, denominado por los historiadores la polémica de auxiliis, que se extendería hasta 1607, siete años después del fallecimiento de su principal defensor.
Para hacerse una idea del grado de enconamiento alcanzado, baste con recordar las acusaciones de herejía cruzadas por ambos contendientes; los jesuitas tildaban a los dominicos de luteranos por defender presuntamente estos últimos la tesis de la predestinación, mientras éstos contraatacaban a su vez acusando a los jesuitas de pelagianismo en alusión a la vieja herejía defendida en el siglo V por Pelagio, el cual negaba el pecado original y, por consiguiente, la necesidad de la gracia divina para la redención del alma. Y al igual que ocurriera años atrás el Padre Montemayor y fray Luis de León, tampoco el propio Báñez se libró de ser investigado por la Inquisición en un par de ocasiones, aunque no llegó a ser condenado.
Ante el cariz adoptado por la polémica, convertida en guerra abierta entre ambas órdenes religiosas, el Papa Clemente VIII tomó cartas en el asunto en 1594 imponiendo silencio a los litigantes, viéndose obligado a crear cuatro años más tarde una congregación encargada de dictaminar sobre el tema que precisó nada menos que nueve años de trabajo -entre 1598 y 1607- para alcanzar sus conclusiones. Tan violentas fueron las discusiones entre jesuitas y dominicos que el propio pontífice se vio obligado a presidir personalmente las sesiones falleciendo en 1605 de un ataque repentino en el transcurso de una de ellas cuales, lo que provocó la interrupción de las mismas. Tras el breve pontificado de León XI éstas se reanudaron bajo Paulo V, quien en 1607 dictó una resolución de compromiso mediante la cual tanto jesuitas como dominicos quedaban exonerados de las acusaciones de herejía pudiendo defender ambos libremente sus respectivas doctrinas, decisión que sería renovada por sucesivos Papas en 1654, 1733 y 1748.
Aunque los jesuitas celebraron la salomónica sentencia como si se hubiera tratado de un indiscutible triunfo, su campeón no pudo disfrutar de ello puesto que, como ya ha sido comentado, Molina había fallecido siete años antes. Irónicamente el destino quiso que su enconado rival, el dominico Báñez, corriera idéntica suerte; quebrantada su salud por el gran desgaste sufrido a causa de la polémica, se había jubilado en 1599 retirándose a un convento de Medina del Campo, donde falleció en 1604 sin llegar a conocer la sentencia papal emitida tres años más tarde.
Ver también Domingo Báñez, el rival de Luis de Molina
Publicado el 27-3-2004, en el nº 1.850 de
Puerta de Madrid
Actualizado el 27-1-2006