Los Santos Niños en El Año Cristiano
Portadas de las ediciones de El Año Cristiano de 1804 (izquierda) y 1853 (derecha) |
Jean Croiset, o Croisset, fue un jesuita francés, nacido en Marsella en 1656 y fallecido en Aviñón en 1738, conocido principalmente por su obra Lannée chrétienne: contenant les messes des dimanches, fetes & feries de toute Pannée en latin et en François, avec lexplication des epitres & des evangiles, & un abregé de la vie de Saints don on fait loffice, un calendario litúrgico acompañado por un santoral que publicó en 1712.
Este voluminoso trabajo, que inicialmente abarcaba doce volúmenes -uno por cada mes del año-, fue traducido al español en 1753 por el también jesuita José Francisco Isla, que lo tituló Año cristiano o Exercicios devotos para todos los dias del año. Del éxito que tuvo en nuestro país da cuenta el hecho de que durante los siglos XVIII y XIX fueron numerosas sus reediciones, existiendo una incluso en fecha tan tardía como 1901. Se da además la circunstancia de que muchas de estas reediciones fueron modificadas y ampliadas por sucesivos autores, que añadieron al original del sacerdote francés tanto las hagiografías de los santos canonizados con posterioridad a la publicación de la edición original, como las de santos españoles que no habían sido considerados por Croiset.
De entre todas las ediciones existentes he seleccionado cuatro ellas: las de 1804 y 1853, ambas propiedad de Tomás Polo, y las de 1863 y 1864, disponibles para su descarga en internet. La edición de 1804 fue impresa en Madrid por los propios jesuitas; la de 1853 lo fue, también en Madrid, por Gaspar y Roig dentro de la colección Biblioteca Ilustrada; la de 1863 en Barcelona por la Librería Religiosa (imprenta de Pablo Riera), y la de 1864 en París por la Librería de Rosa y Bouret, lo que da buena muestra de la popularidad que alcanzó esta obra.
Portadas de las ediciones de El Año Cristiano de 1863 (izquierda) y 1864 (derecha) |
Aunque, salvo erratas y cambios tipográficos, el texto es idéntico en todas ellas, algunas ediciones cuentan con diversos añadidos que no siempre son los mismos. Así, la de 1804 va acompañada por un breve párrafo procedente de la Misa propia de los mártires complutenses, una Epístola tomada del Apocalipsis, unas Reflexiones y una lectura del Evangelio de San Mateo; la de 1863 incluye además un Himno que recuerda a los Goigs catalanes, mientras las de 1853 y 1864 se limitan a reproducir el relato del martirio de los Santos Niños.
Todos estos añadidos, excepto las Reflexiones, están impresos en versión bilingüe española y latina, lo que hace pensar que debieron de ser utilizados para la misa. Dado que hoy en día el latín no tiene demasiada difusión, he optado por reproducir únicamente las versiones en español.
No resulta fácil discernir entre la obra original del padre Croiset y los añadidos posteriores; aunque todas las ediciones se basan en la traducción del padre Isla, desconozco si se hizo a partir de la fuente original o de alguna de las sucesivas reediciones. Ya en la portada de la de 1804 se lee que a ésta se han Adicionado las vidas y festividades de los santos nacionales y extranjeros que celebra la Iglesia de España, puestas en sus respectivos lugares, y la traducción de las epístolas y evangelios, que imprimió el P. Isla, por los RR. PP. Fr. Pedro Centeno y Fr. Juan Fernández de Rojas, de la orden de San Agustín.
En la de 1853, a su vez, nos encontramos con que el texto ha sido Adicionado con las vidas de los santos y festividades más notables que celebra la Iglesia Católica y particularmente la de España, el Martirologio Romano y las Dominicas, y arreglado por el presbítero D. Justo Petano y Mazariegos.
La edición de 1863 repite con ligeras variantes el texto de portada de la de 1804, añadiendo que se trata de la Última y completa edición, esmeradamente corregida y nuevamente adicionada con el Martirologio Romano íntegro, los santos recién aprobados, himnos y secuencias que canta la Iglesia y un índice alfabético de los nombres de todos los santos que pueden imponerse a los bautizados.
La presentación de la edición francesa de 1864 es con diferencia la más larga y compleja de todas ellas, ya que además de los términos comunes explica que Contiene la explicación del misterio, o la vida del santo de cada día, algunas reflexiones sobre la Epístola y una meditación sobre el Evangelio de la Misa, y algunos ejercicios prácticos de devoción a propósito para toda clase de personas, añadiendo que se trata de una nueva edición Aumentada con las adiciones y notas del P. Caparrós y de los PP. Centeno y Rojas, con las vidas de algunos santos antiguos, con el Martirologio Romano íntegro, seguida de las Dominicas del mismo P. J. Croisset traducidas por D. José María Díaz Jiménez, presbítero. Asimismo fue Arreglada y dirigida por don Justo Barbagero, presbítero, doctor en Teología, licenciado en Cánones y catedrático de lengua hebrea de la real Universidad de Alcalá de Henares. Personaje este último, por cierto, cuya biografía resultaría interesante investigar.
Poco más es lo que puedo añadir, salvo que en todas las ocasiones se fija como festividad de los Santos Niños el 9 de agosto y no el 6, traslado debido a su coincidencia con la celebración de la Transfiguración del Señor, de mayor categoría dentro del calendario litúrgico. La edición de 1853 está ilustrada con un grabado que reproduce otro más antiguo ya conocido, enmarcándolo en un cerco con dibujos y filigranas de estilo decimonónico. También la de 1864 estaba Adornada con láminas finas, pero en esta ocasión no hubo suerte ya que carece de una dedicada a los Santos Niños. Al ser los textos similares no he estimado necesario repetirlos, aunque sí he corregido y actualizado la ortografía. Reproduzco también, por citarse a los Santos Niños, los textos de la Misa y las Reflexiones de las ediciones de 1804 y 1863, así como el Himno de la de 1863; no así los de la Epístola y el Evangelio, al no tener relación con nuestros patronos.
Santos Justo y Pástor, mártires
Grabado de la
edición de 1853 de El Año Cristiano
Entre los hechos que acreditan la grandeza de la religión cristiana, y su superioridad sobre las luces de la humana filosofía, con dificultad se encontrará uno más grande y decisivo que el martirio de los Santos niños Justo y Pástor. Ellos acreditaron, con una intrepidez enteramente sobrenatural, que la religión cristiana, lejos de criar ánimos cobardes, eleva las fuerzas naturales a un grado de heroísmo a que no es capaz de hacerlas subir ni el honor, ni la sabiduría, ni ningún motivo criado. Pretendió, pues, engañar al género humano el político Maquiavelo y otros modernos muy semejantes a él en la perversa doctrina, publicando que las máximas del Evangelio son contrarias a la sublimidad de pensamientos y a las obras heroicas. El presente martirio convence todo lo opuesto; pero es lástima que no hayan llegado hasta nosotros todas las circunstancias para aprender en ellas los sublimes ejemplos de estos dos Santos Niños y conocer hasta donde se encumbran las grandes operaciones de la gracia. Su historia, deducida de las sacras que trae Surso1 y de San Isidoro, de San Ildefonso y otros, es como sigue:
Por los años del Señor de 295 fue el dichoso nacimiento de San Justo y San Pástor, con la diferencia de dos años que este último tenía más que el primero. Su patria fue Compluto, hoy Alcalá de Henares, ciudad que en aquella primera época del cristianismo era no menos ilustre por la gran copia de profesores que en ella tenía el Evangelio, que por el gran concepto que merecía a los romanos. Ignóranse los nombres de sus padres; pero se sabe que eran cristianos, y que de los efectos que en Justo y Pástor produjo su educación se infiere que no eran de aquellos tibios que se contentan con el nombre, sino de los fervorosos que honran su profesión con la piedad de sus obras. Criaban santamente a sus hijos, infundiendo en su tierno corazón las máximas del Evangelio.
A esta sazón se había promulgado la terrible persecución que Diocleciano y Maximiano levantaron contra la iglesia de Jesucristo; y entre los crueles ministros que por todo el mundo ponían en ejecución los edictos imperiales, se distinguía en España Daciano por lo sangriento, por lo astuto y por lo diligente. Hallábase este presidente en Zaragoza, y después de haberla regado con la sangre de innumerables víctimas, determinó pasar a Compluto con el intento de exterminar, si fuese posible, el nombre del Crucificado. Apenas llegó a la ciudad con todo el aparato de lictores y demás ministros, cuando al punto resonó en los corazones de los cristianos el evidente peligro en que se hallaban sus vidas. Divulgóse por toda ella el fin de su venida, que no era otro que hacer las mismas atrocidades que había practicado en Zaragoza.
Estos rumores llegaron a los oídos de Justo y Pástor, niños el primero de siete y el segundo de nueve años, que iban a la escuela a aprender las primeras letras, y concibieron el más alto designio que puede caber en pecho humano. Trataron mutuamente de la grandeza de la religión, de la impiedad de sus perseguidores, y de cuan conveniente sería aterrar su soberbia con un hecho que a un mismo tiempo animase a los fieles a dar su vida por Cristo, y llenase de vergüenza el alma del tirano. Determinaran presentarse a su tribunal y desafiarle públicamente, confesando las eternas verdades y ofreciendo sus vidas en su defensa. Con este consejo, sin ser llamados, se fueron a la casa de Daciano, en lugar de ir a la escuela; y encontrándose con sus ministros, les dijeron libremente que si buscaban cristianos a quienes atormentar que allí estaban ellos, que detestaban la vanidad de sus ídolos y creían en Jesucristo, verdadero Dios, por cuya fe darían gustosamente sus vidas.
Quedáronse pasmados los ministros del pretor viendo en dos niños tan tiernos una determinación tan valerosa. Dieron cuenta de ella a Daciano, el cual se conmovió todo; y entre los efectos que en él causaron la crueldad y la astucia, dio el lugar principal a los de esta última, precaviendo con arte los daños que podían resultar de un caso tan maravilloso. De luego a luego mandó prenderlos; pero no tuvo por conveniente oírlos en juicio, considerando que la confesión libre y generosa de dos niños tan tiernos podría ser un ejemplo poderoso a confirmar en la fe a los mas provectos, y temiendo que si no llegaba a hacerlos mudar de intento quedaría su maldad vergonzosamente postrada, y su autoridad cubierta de ignominia. Contempló que como niños podrían amedrentarse con un castigo propio de su edad; y así, mandó azotarlos con la esperanza de que este tormento bastaría para hacerlos mudar de opinión. Púsose en ejecución la inicua sentencia; pero al tiempo que el dolor había de causar algún contraste en las tiernas almas de aquellas inocentes víctimas, fue tan al contrario, que aquel Dios que hace sabias las lenguas de los niños, movió las suyas para que se confortasen mutuamente con unos coloquios llenos de virtud celestial y de ciencia divina.
«No temas, decía Justo a su hermano Pastor, no temas este tormento transitorio: no te acobarden las llagas que causan en su tierno cuerpo estos crueles azotes, ni te infunda terror el cuchillo que nos amenaza; porque si fuésemos tan dichosos que quiera darnos nuestro Señor Jesucristo la palma del martirio recibiremos en la otra vida la sublime gloria de que gozan los mártires, y viviremos eternamente entre los coros de los ángeles, adornados con inmarcesibles coronas. Nuestra vida en este mundo había de ser breve y perecedera; pero en el otro gozaremos de una vida eterna, y esa colmada de interminables delicias.»
A estas santas palabras de Justo, contestó su hermano Pástor de esta manera: «Hablas dignamente, ¡oh! hermano Justo, y tus discursos me persuaden la justicia, de modo que tus palabras te hacen digno del nombre que recibiste en el bautismo. Convengo con lo que dices, y estimo en nada el derramar la sangre, y el que nuestros cuerpos sean destrozados por la confesión de nuestro Señor Jesucristo, en comparación de la dicha que tendremos de adorar su divino cuerpo y preciosa sangre en la patria celestial. Cerremos los oídos a las piadosas persuasiones de nuestros padres y parientes, caso que intenten apartarnos de nuestro propósito: ni tengamos lástima de nuestra tierna edad, ni de nuestra vida, que ha de tener un fin muy pronto; antes bien démonos prisa para llegar a las celestiales moradas, en donde pediremos a Dios perdón de los pecados de nuestra infancia, y al mismo tiempo de los que hayan cometido nuestros padres.»
Estos discursos dejaron atónitos a los verdugos, y contuvieron el ímpetu con que descargaban azotes sus robustos brazos. Dieron parte a Daciano de cómo los Santos Niños, lejos de intimidarse con la violencia del tormento, sufrían los dolores con un semblante risueño, y se animaban a la constancia con mutuas exhortaciones, en que hacían desprecio de la misma muerte.
Estremecióse Daciano al oír un suceso tan desusado y portentoso, y en medio de su admiración prorrumpió en esta; palabras: «No son dignos estos de ponerse en mi presencia; porque si llegaren a vencer mis halagos y amenazas unos niños que desprecian igualmente los tormentos y la vida, y el dar culto a los dioses inmortales, ¡qué sucederá después!» Esta reflexión llenó su alma de encono, y para precaver los daños que se temía de tan sublime ejemplo mandó que los sacasen secretamente de la ciudad y los degollasen en el campo.
Estaba entonces Alcalá situada en el lugar que hoy día llaman la Huerta de las Fuentes; y habiendo los verdugos tomado a los dos Santos Niños, los llevaron al Campo Laudable, que es el sitio que hoy ocupa la ciudad referida. Allí, puestas las dos tiernas e inocentes víctimas sobre una piedra, entregaron sus cuellos al sangriento cuchillo, que no tuvieron horror de teñir más en leche que en sangre los ministros de la perfidia gentílica, como reflexiona el autor de las actas de Santa Leocadia. Sucedió este martirio en el mismo lugar que ocupa hoy la Magistral, en donde se conserva la piedra sobre que fueron sacrificados los Santos, con algunos vestigios do su preciosa sangre.
Avergonzado el pretor de haber ensangrentado sus manos en dos niños inocentes, y conociendo que en aquella ciudad no podría conseguir ventaja alguna a favor del paganismo, se retiró inmediatamente. Con su ausencia tuvieron los cristianos comodidad para recoger los cuerpos de estos santos mártires y tributarles todo el honor que merecía un triunfo tan heroico. Sepultáronlos en el mismo lugar en que habían padecido martirio, en donde edificaron en honor suyo una iglesia con dos altares, uno sobre el cuerpo de Justo y otro sobre el de su santo hermano. Sucedió este glorioso triunfo en el año segundo de la era de los mártires, que fue el de 304, el día 6 de agosto, según consta del códice Veronense del oficio mozárabe y de muchos martirologios.
La iglesia y los altares edificados debieron ser de tan débil materia, que en el espacio de un siglo no solamente se verificó su destrucción, sino que llegó a borrarse de la memoria de los ciudadanos el sitio dichoso que conservaba un tesoro tan apreciable. Quiso Dios manifestarlo para que no careciesen los fieles del consuelo de poder venerar las reliquias de dos mártires que tanto honor habían dado a la religión de Jesucristo. A principios del siglo V eligió la divina misericordia al metropolitano de Toledo, llamado Asturio, por glorioso instrumento de la invención de los santos mártires. En un sueño misterioso, no solamente le reveló el lugar determinado que escondía el precioso tesoro, sino que además inflamó su espíritu de unos ardientes deseos de encontrarlo. Fuese a Alcalá, y habiendo hecho desmontar las ruinas y escombros que cubrían los dos santos sepulcros, encontró lo que su piedad deseaba.
Reedificó de nuevo la iglesia, erigiéndola en silla episcopal y permaneciendo toda su vida en Alcalá, para no apartarse de donde tenía el imán de su corazón. En la devastación de los sarracenos padecieron los santos cuerpos varias traslaciones, hasta que últimamente vinieron a parar a Huesca. En el año de 1567 el piadoso rey Felipe II obtuvo del santo padre Pío V un riguroso decreto en forma de breve apostólico en que mandaba al obispo de Huesca que enviase a Alcalá la mitad de los sagrados cuerpos de los mártires. Obedeció el obispo; y habiendo puesto en una preciosa urna las reliquias insignes de los Santos Niños, fueron llevadas con la pompa y magnificencia debida al lugar de su martirio. Recibió Alcalá este precioso tesoro el día 7 de marzo del año de 1568 con excesivas muestras de devoción y alegría; y habiéndolas colocado en un lugar no menos decente que majestuoso, recibe continuamente las misericordias del Señor por la intercesión de estos Santos Niños, que son a un mismo tiempo sus ciudadanos y sus patronos.
La Misa es en honor de los Santos, y propia para
manifestar
la grandeza de su triunfo en su tierna edad
Oh Dios, que sois la fe de los que todavía están mamando, la esperanza de los infantes y la caridad de los niños, y que por medio de la alabanza de tus Santos inocentes Justo y Pástor estimulas a todos a conseguir la salud eterna: suplicámoste que infundas en nosotros la pureza de la infancia, para que igualándonos a los niños en los sentimientos de justicia, nos gloriemos con los Santos en la remuneración que destináis a los que os son fieles. Por nuestro Señor Jesucristo, etc.
Reflexiones
El no considerar los hombres la grandeza y certidumbre de las divinas promesas, les hace desconfiar de sí mismos y aumentar la debilidad de sus propias fuerzas, con una cobardía y apocamiento producidos por su desidia. Cuando se fijan los ojos en los hechos grandes que ofrece la historia de los primeros siglos de la Iglesia, no puede menos de complacerse el cristiano al ver que, aunque por el pecado del primer hombre perdió su naturaleza todas sus fuerzas para las obras sobrenaturales, Jesucristo por medio de su poderosa gracia le ha elevado a un grado de poder capaz de desafiar y no solamente a los tiranos, sino a toda la furia del abismo.
Causan admiración tantos esforzados mártires que renunciaron gustosos a las delicias de la vida y a las opulencias de la fortuna. Los mismos verdugos se estremecían viendo la constancia de un Lorenzo en las parrillas y de un Ignacio entre los leones. Aun el sexo frágil, ni capaz en lo humano de dar oídos a otras sugestiones que las del miedo y el terror, se ha visto pendiente en el ecúleo2 y en la Cruz mirar sus llagas con semblante risueño, y reputarse más venturoso cuando perdía su vida entre indecibles tormentos, que lo sería en el lecho nupcial entre los bienes y delicias del mundo.
Pero el espectáculo que nos ofrecen hoy San Justo y Pástor es un ejemplar que arredra todos los dichos, y certifica al cristiano de lo mucho que puede, no con sus propias fuerzas, sino con la gracia de Jesucristo. A la verdad, sorprende el ver a unos niños, en cuyos corazones apenas podían caber otras ideas que las de la diversión, y la fruslería, concebir el grande proyecto de sacrificar sus vidas en testimonio de la fe, y con el piadoso designio de que su triunfo animase a los demás fieles y sorprendiese al tirano.
Tan sublimes ideas jamás las produjo el decantado entusiasmo del honor, y mucho menos la severidad de la filosofía. Sola la gracia de Dios, que da al hombre unas fuerzas correspondientes a la omnipotencia de su Autor y unos pensamientos dignos de la sabiduría infinita, es capaz de hacer semejantes milagros transformando una naturaleza frágil y miserable en un ser grande, magnífico y al parecer omnipotente. De manera que sólo por este respeto pudiera verificarse lo que dice el profeta: Vosotros sois dioses, e hijos todos del Excelso.
Pero los hombres bien hallados con su miseria, y sin el ánimo necesario para ahuyentar la flaqueza do su corazón, se ciegan voluntariamente para no percibir las obras maravillosas de la gracia. Por el contrario, cuando fijan la vista en los heroicos ejemplos que nos dejaron los santos, llegan a intimidarse de manera que se hacen un retrato de los exploradores de la tierra de promisión. Todo lo miran con el microscopio de la cobardía, que les abulta portentosamente los objetos. Ven monstruos, fantasmas, y espectros en donde realmente no hay más que flores y delicias, cuando se mira con una vista que no está enferma.
Desengáñate, ¡oh! cristiano; la virtud no es otra cosa que el mismo Dios: su ley santa es indistinta de su misma esencia. De consiguiente, la virtud, el bien y las reglas del bien obrar son para todos las mismas, y para todos inmutables porque Dios tiene esencialmente este carácter para con todos los hombres. Haces una gravísima injuria a su justicia, a su bondad y a su omnipotencia si piensas que ha sido distinto con los mártires, franqueándoles sus gracias y sus promesas de lo que es contigo. El mismo Dios que dio fortaleza a los niños para desafiar y vencer la perfidia de los tiranos, ese mismo Dios que está siempre a tu lado protegiéndote con su sombra y extendiendo su fuerte brazo para que no prevalezcan contra ti tus enemigos, que lo son también suyos. Sólo se necesita que no pongas óbice de tu parte a sus misericordias; y en tal caso, ni puedes dudar que te franqueará la gran copia de sus gracias, ni que con ellas llegarás a desechar la cobardía, y emprender acciones gloriosas.
Himno
Hermanos por su sangre esclarecida
Cual niños que eran ambos a la
escuela Corren luego con paso presuroso Se le dice a Daciano sin tardar Rabioso el presidente y despechado, |
Entonces en coloquio fraternal Al saber Daciano la constancia Sin perder un momento los soldados
Alabanza por tiempos sempiternos |
Las Flores Celestes
Portada y contraportada del
ejemplar de Flores Celestes dedicado a los Santos Niños
La Editorial Calleja, una de las más populares de España durante el dilatado período que abarca entre 1876 y 1958, publicó Flores Celestes, una colección de cien pequeños libritos dedicada a relatar vidas de santos. El volumen número 62, titulado Vida de San Justo y Pastor, está dedicado a los mártires complutenses e incluye también, aunque no figuran en la portada, las hagiografías de san Enrique I y san Tiburcio. Aunque no he conseguido averiguar la fecha exacta de su publicación probablemente debió de ser a principios del siglo XX, ya que la he encontrado anunciada en una guía de 1917.
En la portadilla se cita como autor al padre Croisset en traducción del padre Isla, lo que indica bien a las claras su procedencia y, cabe suponer, también la del resto de la colección. Así pues, no es de extrañar que el texto sea el del Año Cristiano, aunque sin los añadidos de alguna de las ediciones.
Grabado anónimo del
siglo XIX en el que está inspirada la portade de Flores
Celestes
La portada, por su parte, sigue el diseño común de la colección con una ilustración central representando el martirio de los Santos Niños que tampoco es original, puesto que está copiada, algo simplificada, de un grabado anónimo del siglo XIX.
1 Posiblemente se refiere el autor a Usuardo, monje
benedictino francés del siglo IX autor de un Martirologio, muy
popular en la Edad Media, en el que se basó el Martorilogio
romano de 1583 (JCC).
2 Potro de tortura (JCC).
Ver también Los Santos Niños en el Suplemento al Año Cristiano
Publicado el 11-6-2015
Actualizado el 9-9-2019