Desterrados en Venus




Número 72. Comienza la novela con los expedicionarios posados en un lugar más habitable elegido como idóneo para el establecimiento de la primera colonia; por ello, están descargando el material que les va a servir para este fin. Sin embargo, el asunto del oro ha trastornado la paz y la armonía del grupo de manera que unos cuantos tripulantes se amotinan, capturan a los protagonistas y a algunos más que les han permanecido fieles, y los abandonan a su suerte partiendo con el cohete repleto de oro hasta la Tierra.

Convertidos en robinsones forzosos pero provistos de un abundante material que les permitirá sobrevivir sin sobresaltos, los protagonistas se ven abandonados a sus propias fuerzas en un planeta que les es desconocido por completo. Improvisan un campamento e intentan adaptarse a su nueva situación, pero lo que ignoran es que sus avatares no han hecho más que continuar.

Así, una noche descubren en la lejanía un gran incendio que les hace sospechar que pueda ser una ciudad en llamas, lo que implicaría un Venus habitado por seres inteligentes. Poco después tendrán ocasión de confirmar sus sospechas al capturar un par de venusianos (completamente humanos, por cierto) que huían de la ciudad arrasada jinetes en sendos pterodáctilos. No repuestos aún de su sorpresa se verán atacados por una nueva horda de hombres-insecto similares a los que encontraran en la jungla pero al parecer más civilizados, ya que cabalgan sobre enormes saltamontes que les sirven de montura al tiempo que visten una especie de armadura (peto y yelmo) labrada en oro.

A pesar de conseguir rechazar con éxito el ataque de los insectos, los terrestres no se sienten seguros en su emplazamiento, una meseta completamente abierta a los ataques por aire, por lo que deciden huir abandonando gran parte de su equipo en busca de refugio en la cercana selva. Y así lo harán, no sin antes ser testigos privilegiados de una cruenta batalla aérea entre los humanos montados en pterodáctilos y los insectos montados en los saltamontes. De todo ello concluyen que los hombres-insecto, procedentes de las cálidas regiones ecuatoriales, deben de realizar incursiones periódicas en la zona templada con objeto de capturar humanos que les puedan servir de alimento... Con lo que debe de cundir un brontosaurio, digo yo.

El caso es que siguiendo una senda por la que han huido los supervivientes de la masacre, los terrestres tendrán un tropiezo con los dinosaurios (no podía ser menos en una colección tan amante de los grandes reptiles) antes de alcanzar una ciudad que, alertada por la suerte de su vecina, se apresta a afrontar la difícil lucha contra los invasores. Los terrestres tan oportunamente llegados conseguirán aliarse con los venusianos, los cuales les convertirán en algo parecido a unos semidioses y, apoyados en su imponente arsenal, conseguirán rechazar con éxito la invasión de los repelentes hombres-insecto. Mientras tanto, y por casualidad, habrán captado una desesperada emisión de radio por la que saben que los amotinados, lejos de marchar directamente hacia la Tierra con la astronave, se han vuelto a posar en la selva en busca de mayor cantidad de oro, siendo atacados y asesinados por los hombres-insecto. La astronave, pues, está posada en la selva ecuatorial de Venus, pero ellos carecen por el momento de medios para recuperarla. De momento, bastante tienen con organizar la vida de sus nuevos aliados, que culturalmente están en el período neolítico, de forma que sus ancestrales enemigos puedan dejar de ser una amenaza constante.



Publicado el 6-11-1998 en el Sitio de Ciencia Ficción